– Noreen -dije-, me parece que Joey se ha quitado la vida. Sólo lo sabremos cuando descorramos las cortinas y leamos la nota. Aunque te parezca que, como escritora, tienes que verlo todo; aunque pienses que tienes el deber de informar de todo sin titubear, no sé, pero, en mi opinión, prepárate o sal de la habitación. He visto suficientes cadáveres en mi vida para saber que nunca…
– No será el primer muerto que vea, Bernie. Ya te conté el linchamiento de Georgia. Mi padre se suicidó con una escopeta. Eso no se olvida fácilmente, te lo aseguro.
Pensando en lo interesante que era la rapidez con que mi preocupación por no herirle los sentimientos se había convertido en sadismo, abrí las cortinas de golpe sin más discusión. Si Noreen quería jugar a ser Turgeniev, por mí, de acuerdo.
Joey Deutsch yacía, atravesado en la cama, con la misma ropa con que lo había visto antes. Estaba torcido, medio fuera del colchón, como empujado desde la rabadilla por muelles que hubiesen reventado la tela, y perfectamente afeitado, igual que unas horas antes, aunque ahora parecía que se hubiese dejado un bigote castaño y una barba pequeña. Eran quemaduras de un corrosivo, consecuencia del veneno que debía de haberse tomado. Había dejado una botella en el suelo y, al lado, un charco de vómito sanguinolento. Cogí la botella y, con precaución, olí el contenido.
– Lejía -dije, pero Noreen había dado media vuelta y salía ya de la habitación. La seguí al pasillo-. Ha tomado lejía. ¡Dios! ¡Qué manera de suicidarse!
Noreen se había pegado de cara a la pared, en un rincón de la entrada, como una niña desobediente. Se había cruzado de brazos, a la defensiva, y tenía los ojos cerrados. Encendí dos cigarrillos, le di un golpecito en el hombro y le pasé uno. No dije nada. Dijera lo que dijese, sería como recordarle: «Te lo advertí».
Con el pitillo encendido, volví a la sala de estar. Encima de una de las pilas de revistas de boxeo había una pequeña carpeta de piel para papel de cartas. Dentro encontré sobres y cuartillas con el mismo membrete que la nota que me había dejado. También era la misma la tinta de la Pelikan que había vuelto a dejar en su pequeña funda cilíndrica de piel. Nada indicaba que lo hubiesen obligado a escribir la nota. La letra era clara, había escrito sin prisas. Había recibido yo cartas de amor mucho más ilegibles, aunque no muchas. Leí atentamente el mensaje, como si Joey Deutsch hubiera significado algo para mí. Me pareció que era lo menos que podía hacer por un difunto. Después volví a leerlo.
– ¿Qué dice? -Noreen estaba en el umbral de la puerta, con un pañuelo en la mano y lágrimas en los ojos.
Le pasé la nota.
– Toma.
Me quedé mirándola mientras leía, preguntándome qué estaría pensando, si de verdad sentiría algo por el pobre hombre que acababa de suicidarse o si, simplemente, la consolaba haber encontrado el final de su artículo y una buena excusa para volver a su país. Puede que parezca cínico y tal vez lo fuese, pero lo cierto es que yo no podía pensar en otra cosa, más que en su partida de Berlín, porque en ese momento y por primera vez me di cuenta de que me había enamorado de ella. Cuando uno se enamora de alguien sabiendo que está a punto de abandonarlo, es más fácil ser cínico, sólo por protegerse del dolor inminente.
Quiso devolverme la carta.
– ¿Por qué no te la quedas? -dije-. Aunque no llegó a conocerte, creo que en realidad la escribió para ti, para tu artículo. Así fue como lo convencí, más o menos, diciéndole que podía ser como un homenaje a Isaac.
– Y lo será, me parece. ¿Por qué no? -Guardó la carta-. Pero, ¿y la policía? ¿No querrá quedarse con esto? Es una prueba, ¿verdad?
– ¿Y qué nos importa a nosotros? -Me encogí de hombros-. ¿Ya no te acuerdas de lo preocupados que estaban por descubrir lo que le había pasado a Isaac? De todos modos, lo mejor será que nos marchemos de aquí antes de tener que hacer tiempo para contestar preguntas que quizá no queramos que nos hagan. Por ejemplo, por qué tengo una pistola sin licencia y a qué se debe la señal de correa de perro de la cara.
– Las vecinas -dijo ella-. La mujer de las escaleras. Supongamos que cuenta a la policía que estuvimos aquí, que había una nota. No habrá olvidado tu nombre.
– Eso lo arreglo yo con ella ahora, al salir de aquí. Diez marcos compran mucho silencio en esta parte de Berlín. Por otra parte, ya has visto lo que le han pintado en la puerta. Me parece que este vecindario no es lo que se dice muy acogedor. Seguro que se alegrarán de que Joey haya muerto y salga del edificio. Además, ¿qué crees que haría la pasma con una nota así? ¿Publicarla en la prensa? Yo creo que no. Lo más fácil es que la destruyan. No, es mejor que te la quedes tú, Noreen, por Joey y por Isaac.
– Creo que tienes razón, Gunther, aunque preferiría que no la tuvieses.
– Lo entiendo. -Eché una ojeada general al piso y suspiré-. ¿Quién sabe? Puede que Joey esté mejor ahora, fuera de todo esto.
– No te lo crees ni tú.
– No me parece que las cosas estén mejorando para los judíos en este país. Pronto decretarán un puñado de leyes nuevas que harán la vida muy difícil a quienes, según el punto de vista del gobierno, no sean auténticos alemanes. Eso es lo que va a pasar, según me han dicho, desde luego.
– ¿Antes de las Olimpiadas?
– ¿No te lo había contado?
– Sabes que no.
Me encogí de hombros.
– Sería por no fastidiarte el optimismo, encanto, la ilusión de que todavía se puede hacer algo. A lo mejor esperaba que me contagiases un poco de idealismo de izquierdas, con el roce de tus bragas y tus medias.
– ¿Y lo he conseguido?
– Esta mañana en concreto, no.
23
Al anochecer acompañé a Noreen al hotel. Subió a su habitación a darse un baño con la intención de acostarse temprano. El hallazgo del cadáver de Joey Deutsch la había agotado emocional y físicamente. Me imaginaba perfectamente su estado de ánimo.
Iba de camino a mi despacho cuando me llamó Franz Joseph y, después de interesarse amablemente por las señales que me cruzaban la cara, me dijo que tenía un paquete para mí, de Otto Trettin, el del Alex. Supe que era la caja china de Max Reles. De todos modos, al llegar a mi mesa, la abrí sólo por ver el objeto que tanto revuelo había levantado.
Parecía una caja de grapas sujetapapeles digna de un emperador chino. Supongo que era bastante bonita, para quien guste de esas cosas. En mi caso, las prefiero de plata, con encendedor de sobremesa a juego. La tapa, lacada en negro, tenía una escena idílica de colores llamativos perfilada en oro en la que se veía un lago, unas montañas, un hermoso sauce llorón, un cerezo, un pescador, un par de arqueros a caballo, un coolie cargado con un gran saco de colada de hotel y un grupo de Fu Manchúes en el típico mesón de comida china, que parecían discutir sobre el peligro amarillo y sobre los detalles más delicados de la esclavitud blanca. Supongo que, si vivía uno en la China del siglo xvii, nunca se cansaría de mirarla, a menos que tuviera a mano una pintura para contemplar cómo iba secándose. A mí me parecía un recuerdo vulgar de un día en Luna Park.
La abrí; dentro había algunas cartas con ofertas de trabajo de empresas de zonas tan remotas como Wurzburgo y Bremerhaven. Las ojeé sin mucho interés, me las metí en el bolsillo para fastidiar a Reles, por si eran importantes para él y pensaba que se habían perdido, y me fui a su habitación.
Llamé a la puerta. Abrió Dora Bauer. Llevaba un vestido plisado marrón claro, de guinga, con cuello de esclavina a juego y cerrado sobre el hombro con un gran lazo. Una onda de pelo más grande que un maremoto le cruzaba la frente hasta la ceja, una ceja tan fina como una pata de araña. El arco de su boca, más parecido al de una Clara de cine que al de Cupido, se abrió en una sonrisa tan amplia como un felpudo de bienvenida, pero adquirió un rictus de dolor en cuanto se fijó en el correazo de la cara.