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Me encontraba en su despacho, que daba al Jardín Goethe del hotel, del cual cortaba él todos los días de verano una flor para el ojal… hasta que el jardinero le advirtió que, al menos en Berlín, el clavel rojo era tradicionalmente un símbolo comunista y, por tanto, ilegal. ¡Pobre Behlert! Tenía tanto de comunista como de nazi: sólo creía en la superioridad del Adlon sobre todos los hoteles de Berlín y nunca más volvió a ponerse una flor en el ojal.

– Un recepcionista, un violinista, sí, y hasta un detective de la casa contribuyen a que las cosas funcionen bien en el hotel. Sin embargo, son relativamente anónimos y perder a cualquiera de ellos no debería comportar molestias para ningún cliente. No obstante, Fräulein Szrajbman trabajaba a diario con Herr Reles, tenía toda su confianza y será difícil encontrar una sustituta que mecanografíe y taquigrafíe como ella, por no hablar de su buen carácter.

Behlert no era grandilocuente; sólo lo parecía. Era más joven que yo -demasiado para haber ido a la guerra-, llevaba frac, el cuello de la camisa tan tieso como su sonrisa, polainas y un bigotito como una hilera de hormigas que bien podía habérselo creado en exclusiva Ronald Colman.

– Supongo que tendré que poner un anuncio en La muchacha alemana -dijo.

– Esa revista es nazi. Si pone ahí un anuncio, se presentará una espía de la Gestapo, délo por seguro.

Behlert se levantó a cerrar la puerta.

– Por favor, Herr Gunther. No me parece aconsejable hablar de esa forma. Nos puede acarrear problemas a los dos. Por sus palabras, se diría que no está bien contratar a nacionalsocialistas.

Se tenía por demasiado refinado para usar un término como «nazi».

– No me malinterprete -dije-. Aprecio a los nazis lo justo. Tengo la sensación de que el noventa y nueve coma nueve por ciento de ellos se dedica a difamar injustamente al cero coma uno restante.

– Por favor, Herr Gunther.

– Por otra parte, es de esperar que cuenten con secretarias excelentes. Por cierto, precisamente el otro día pasé por la sede de la Gestapo y vi a unas cuantas.

– ¿Fue usted a la sede de la Gestapo?

Se ajustó el cuello de la camisa, porque debía de apretarle la nuez, que no paraba de subir y bajar como un montacargas.

– Sí. He sido policía, ¿recuerda? La cuestión es que un amigo mío lleva un negociado de la Gestapo que da empleo a un nutrido grupo de taquimecanógrafas. Rubias, de ojos azules, cien palabras por minuto… y eso, sólo en confesión voluntaria, sin interrogatorio. Cuando les aplican el potro y las empulgueras, las señoritas tienen que escribir mucho más rápido.

Un agudo malestar seguía revoloteando en el aire frente a Behlert como un avispón.

– ¡Qué particular es usted, Herr Gunther! -dijo sin fuerzas.

– Eso fue más o menos lo que dijo mi amigo de la Gestapo. Mire, Herr Behlert, disculpe que conozca su terreno mejor que usted, pero me parece que lo último que necesita el Adlon es una persona que asuste a los clientes hablando de política. Algunos son extranjeros, unos cuantos son también judíos, pero todos son un poco más exigentes en cuestiones como la libertad de expresión, por no hablar de la libertad general de los judíos. Déjeme buscar a la persona adecuada, que no tenga intereses políticos de ninguna clase. De todos modos tendría que comprobar los antecedentes de quienes se presenten… Por otra parte, me gusta buscar chicas, aunque sean de las que se ganan la vida honradamente.

– De acuerdo, si no tiene inconveniente… -sonrió con sarcasmo.

– ¿Qué?

– Eso que ha dicho hace un momento me ha recordado otra cosa -dijo Behlert-: lo cómodo que era antes hablar sin estar pendiente de que te oyeran.

– ¿Sabe cuál creo que es el problema? Que antes de que llegaran los nazis nadie decía libremente nada que mereciese la pena escuchar.

Aquella noche me fui a un bar de Europa Haus, un pabellón geométrico de cristal y cemento. Había llovido y las calles estaban negras y relucientes; el enorme conjunto de oficias modernas -Odol, Allianz, Mercedes- parecía un gran crucero surcando el Atlántico con todas las cubiertas iluminadas. Un taxi me dejó en el extremo de proa y entré en el Café Bar Pavilion a ayustar la braza de la mayor y a buscar a un miembro de la tripulación que pudiese sustituir a Ilse Szrajbman.

Por descontado, tenía otro motivo para haberme prestado voluntariamente a cumplir una tarea tan arriesgada. Tendría algo que hacer, mientras bebía, algo mejor que sentirme culpable por haber matado a un hombre. Al menos, era lo que esperaba.

Se llamaba August Krichbaum y casi toda la prensa había informado de su muerte, porque, al parecer, había un testigo que me había visto asestarle el golpe mortal. Por suerte, en el momento de la muerte de Krichbaum, el testigo estaba asomado a una ventana de un piso alto y sólo había podido ver la copa de mi sombrero marrón. Al describirme, el portero había dicho que se trataba de un hombre de unos treinta años con bigote; me lo habría afeitado nada más leerlo, si lo hubiera tenido. El único consuelo fue que Krichbaum no dejaba esposa ni hijos y, además, se trataba de un antiguo miembro de las SA, afiliado al Partido Nazi desde 1929. De todos modos, mi intención no había sido matarlo, al menos no de un puñetazo que le bajara la presión sanguínea y el ritmo cardiaco hasta que se parase el corazón.

El Pavilion estaba lleno, como de costumbre, de taquimecanógrafas con sombrero cloche. Incluso hablé con unas pocas, pero no me pareció que ninguna tuviese lo que más necesitaban los clientes del hotel, aparte de dominar la taquimecanografía. Yo sabía cómo tenía que ser, aunque Georg Behlert lo ignorase. Era necesario que la candidata poseyera cierto encanto, exactamente como el propio hotel. Lo bueno del Adlon era su calidad y eficiencia, pero lo que le daba fama era su encanto y por eso lo frecuentaba la gente más refinada. Por ese mismo motivo atraía también a lo peor y ahí entraba yo… y últimamente con mayor frecuencia por las noches, desde que Frieda se había ido. Porque, a pesar de que los nazis habían cerrado casi todos los clubs de alterne que, en el pasado, habían convertido Berlín en sinónimo de vicio y depravación sexual, todavía quedaba un contingente considerable de chicas alegres que hacían la carrera más discretamente en las maisons de Friedrichstadt o, con mayor frecuencia, en los bares y vestíbulos de los grandes hoteles. Al salir del Pavilion rumbo a casa, hice un alto en el Adlon sólo por ver qué tal iban las cosas.

Carl, el portero, me vio apearme de un taxi y salió a mi encuentro con un paraguas. Se le daba bien lo del paraguas; también las sonrisas y la puerta, pero poco más. No es lo que yo consideraría una gran carrera, pero, gracias a las propinas, ganaba más que yo. Mucho más. Frieda tenía la firme sospecha de que Carl se había acostumbrado a cobrar propinas a las chicas alegres a cambio de permitirles el acceso al hotel, pero ni ella ni yo habíamos podido sorprenderlo con las manos en la masa ni demostrarlo de ninguna otra forma. Flanqueados por dos columnas de piedra, cada una con un farol tan grande como el casquillo de un obús de cuarenta y dos centímetros, nos quedamos los dos un momento en la acera a fumar un cigarrillo, más que nada, por ejercitar los pulmones. Sobre el dintel de la puerta había una sonriente cara de piedra; seguro que había visto los precios del hoteclass="underline" quince marcos la noche, casi un tercio de lo que ganaba yo a la semana.

Entré en el vestíbulo, saludé al nuevo recepcionista con mi mojado sombrero y guiñé un ojo a los botones. Había unos ocho, sentados en un pulido banco de madera y bostezando como una colonia de simios aburridos, en espera de una luz que los llamase al cumplimiento del deber. En el Adlon no había timbres. El hotel estaba siempre tan silencioso como la Biblioteca Estatal de Prusia. Supongo que eso agradaría a los clientes, pero yo prefería un poco más de acción y vulgaridad. El busto de bronce del Káiser que había en la repisa de la chimenea de mármol de Siena, que era del tamaño de la cercana Puerta de Brandeburgo, parecía opinar lo mismo.