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– ¡Ayyy! ¿Qué le ha pasado?

Por lo demás, parecía alegrarse de verme, al contrario que Reles, quien se asomó por detrás de ella con su habitual expresión de desprecio. Llevaba yo la caja china a la espalda y tenía ganas de entregársela en cuanto me hubiese soltado la letanía de insultos de costumbre, con la vana esperanza de que se avergonzase o retirase sus palabras.

– No será el agente de la Continental -dijo.

– No tengo tiempo para novelas de detectives -dije.

– Supongo que está muy ocupado leyendo el libro del Guía.

– Tampoco tengo tiempo para sus cuentos.

– Más vale que tenga cuidado con esas cosas tan irrespetuosas que dice. A lo mejor le hacen daño. -Me escrutó con el ceño fruncido-. A lo mejor ya se lo han hecho, ¿o sólo ha sido una pelea con otro huésped del hotel? Es lo más seguro, diría yo. No me lo imagino haciendo de héroe, no sé por qué.

– Max, por favor -dijo Dora en tono reprobatorio, pero no pasó de ahí.

– No se imagina las cosas que tengo que hacer en cumplimiento del deber, Herr Reles -dije-. Estrujar los huevos a uno que no quiere pagar la cuenta, dar un tirón de orejas a los pelmas del bar, partir la boca a un representante de ligas… ¡Demonios! ¡Incluso he recuperado objetos perdidos!

Saqué el brazo que escondía y le entregué la caja como si fuera un ramo de flores. Un ramo de hostias es lo que me habría gustado darle.

– ¡Vaya! ¿No te fastidia? ¡La ha encontrado! Usted ha sido policía de verdad, ¿a que sí? -Cogió la caja, se apartó de la puerta y me indicó que entrase-. Pase, Gunther. Dora, pon un trago a Gunther, haz el favor. ¿Qué le apetece, detective? ¿Schnapps? ¿Whisky? ¿Vodka?

Señaló una serie de botellas que había en el aparador.

– Gracias, que sea schnapps, por favor.

Cerré la puerta sin dejar de mirarlo, esperando el momento en que abriese la caja. Cuando lo hizo, tuve la satisfacción de ver un pequeño estremecimiento de desilusión.

– ¡Qué lástima! -dijo.

– ¿Qué, señor?

– Aquí dentro había algo de dinero y unas cartas, pero ya no están.

– No dijo usted nada del contenido, señor. -Sacudí la cabeza-. ¿Desea que informe a la policía, señor?

Dos «señor» seguidos: a lo mejor todavía estaba a tiempo de hacer carrera en un hotel, después de todo.

Sonrió de mal humor.

– No tiene mayor importancia, supongo.

– ¿Hielo? -Dora se encontraba junto a un cubo que tenía una barra de hielo, con un picahielo en la mano: recordaba bastante a lady Macbeth.

– ¿Hielo en el schnapps? -sacudí la cabeza-. No, no, gracias.

Dora clavó el pincho en la barra un par de veces, puso unos fragmentos en un vaso largo y se lo pasó a Reles.

– Una costumbre americana -dijo él-. Lo tomamos todo con hielo, pero con el schnapps me gusta mucho. Pruébelo alguna vez.

Dora me pasó un vaso más pequeño. Estaba observándola, por si veía alguna señal de recaída en sus viejas costumbres de prostituta, pero me dio la sensación de que no había nada entre ellos que pudiese ver yo. Incluso se protegía un poco cada vez que se le acercaba demasiado. La máquina de escribir parecía trabajar mucho, como siempre, y la papelera estaba a rebosar.

Brindé con Reles en silencio.

– ¡Adentro! -dijo él, y tomó un trago largo de schnapps con hielo.

Yo di un sorbito al mío como una viuda de alcurnia y nos quedamos mirándonos en silencio, incómodamente. Esperé un momento y apuré el vaso.

– Bien, si no hay nada más, detective -dijo-, tenemos mucho que hacer, ¿verdad, Fräulein Bauer?

Devolví el vaso a Dora y me dirigí a la puerta. Reles se me adelantó, la abrió y me despidió rápidamente.

– Y gracias de nuevo -dijo- por haber recuperado mi propiedad. Se lo agradezco. Me ha devuelto la fe en el pueblo alemán.

– Se lo comunicaré, señor.

Soltó una risita, pensó en alguna respuesta cortante, pero, al parecer, prefirió abstenerse y esperó pacientemente a que saliera yo de la suite.

– Gracias por el trago, señor.

Él asintió y cerró la puerta.

Me fui rápidamente por el pasillo y bajé las escaleras. Crucé el vestíbulo de la entrada y me dirigí a la centralita de teléfonos, donde había cuatro chicas sentadas en banquetas bajo una ventana, ante algo que parecía un piano de pared de tamaño doble. Detrás de ellas, a una mesa de escritorio se sentaba Hermine, la supervisora, quien vigilaba la voluble tarea de pasar llamadas telefónicas que hacían las «chicas dígame» del hotel. Era una mujer remilgada, pelirroja, con el pelo corto y la piel más blanca que la leche. Al verme, se levantó y a continuación frunció el ceño.

– Esa señal de la cara -dijo- parece de látigo.

Unas cuantas chicas se dieron media vuelta y se rieron.

– Fui a montar con Hedda Adlon -dije-. Oiga, Hermine, necesito una lista de todas las llamadas que haga esta noche el de la uno catorce. Herr Reles.

– ¿Lo sabe Herr Behlert?

Le dije que no sin palabras. Me acerqué un poco más clavijero y Hermine se acercó atentamente a mí.

– No le gustaría que espiase a los clientes, Herr Gunther. Necesita usted un permiso por escrito.

– No es espiar, sólo husmear. Me pagan por hacer de sabueso, ¿recuerda? Para que usted y yo y todos los huéspedes estemos seguros, aunque no necesariamente por ese orden.

– Puede, pero si se entera de que escucha las llamadas de Herr Reles, nos arranca la piel a tiras.

– Le paso, HerrReles -dijo Ingrid, una de las telefonistas más guapas del Adlon.

– ¿Herr Reles? ¿Está llamando ahora? ¿A quién?

Ingrid y Hermine se miraron.

– Vamos, señoritas, es muy importante. Si ese tipo es un maleante (y creo que sí), tenemos que saberlo.

Hermine consintió.

– Potsdam 3058 -dijo Ingrid.

– ¿Quién es?

Esperé un momento y Hermine volvió a consentir.

– Es el número del conde Von Helldorf -dijo Ingrid-, en el praesidium de Potsdam.

En cualquier parte, menos en el Adlon, habría convencido a las telefonistas de que me dejasen escuchar esa llamada, pero, a falta de un foco y unos nudillos metálicos, ya no iba a sacar nada más de las chicas dígame: en otras instituciones de Berlín, como la policía, los tribunales y las iglesias, podían saltarse las reglas, pero no en el mejor hotel de la ciudad.

Así pues, bajé a mi despacho a fumar unos cigarrillos, tomar un par de tragos y echar otro vistazo a los papeles que había cogido de la caja china. Tenía la curiosa idea de que, para Max Reles, eran más importantes que la propia caja, pero lo cierto es que yo tenía la cabeza en otra parte. Me inquietaba esa llamada telefónica a Von Helldorf, poco después de haber visto yo al americano. ¿Sería posible que hubiesen hablado de mí? Y en tal caso, ¿para qué? Había muchos motivos por los que Von Helldorf podía ser útil a un hombre como Max Reles y viceversa.

El conde Wolf-Heinrich Graf von Helldorf, anterior jefe de las SA de Berlín, llevaba solamente tres meses al frente de la policía de la ciudad, cuando un sonado escándalo truncó su ascenso a cargos de mayor importancia. Siempre había sido un entusiasta de las apuestas y se rumoreaba que también de la pederastia, a poder ser con flagelación de jovencitos incluida. Era además amigo íntimo de Erik Hanussen, famoso vidente de quien se creía que había pagado las sustanciosas deudas de juego del conde a cambio de que le presentase al Guía.

Gran parte de lo que sucedió a partir de entonces era todavía un misterio y tema de especulación, pero, al parecer, a Hitler le había impresionado mucho el hombre a quien los comunistas berlineses llamaban «el opio del pueblo». A consecuencia del reconocimiento de Hitler, aumentó la influencia de Hanussen sobre los miembros más antiguos del Partido, entre quienes se contaba Helldorf. Sin embargo, las cosas no eran lo que parecían. Tal como saldría a la luz, el poder de Hanussen en el Partido no se debía a un buen consejo ni a sus aptitudes para la hipnosis, sino al chantaje. Durante las suntuosas fiestas sexuales que celebraba en su yate, el Ursel IV, Hanussen había hipnotizado a varios nazis importantes y, a continuación, los había filmado cuando tomaban parte en orgías sexuales. Por si fuera poco, algunas de esas orgías eran homosexuales.