Es posible que el famoso vidente hubiera sobrevivido a todo ello, pero cuando el periódico de Goebbels, Der Angriff, reveló que Hanussen era judío, la mierda empezó a salpicar a diestro y siniestro y la mayoría apuntaba directamente a Hitler. De repente, Hanussen se convirtió en un personaje incómodo y Von Helldorf, sobre quien recaía la mayor responsabilidad, se vio obligado a arreglar las cosas. Unos días después de que Hermann Goering lo destituyese de la dirección de la policía, Von Helldorf y algunos amigos suyos de las SA, criminales de la peor especie, secuestraron a Hanussen en su lujoso apartamento de Berlín occidental, lo llevaron a su yate y allí lo torturaron hasta que le sacaron todo el material comprometedor que había reunido a lo largo de varios meses: recibos de deudas, cartas, fotografías y cintas cinematográficas. A continuación lo mataron de un tiro y arrojaron el cadáver a un campo de Mühlenbeck… o alguna parte del norte de Berlín.
Corrieron rumores insistentes de que Von Helldorf había utilizado parte del material de Hanussen para asegurarse un nuevo puesto de director en la policía de Potsdam: una ciudad poco importante situada a una hora de Berlín en dirección suroeste, donde, según dicen, la cerveza pierde el gas. Ahora, Von Helldorf pasaba allí la mayor parte del tiempo, dedicado a la cría de caballos y organizando la persecución continua de los socialdemócratas y comunistas alemanes que más habían ofendido a los nazis en los últimos días de la República. En general, se daba por sentado que la principal motivación de Helldorf en ese aspecto era la esperanza de llegar a recuperar el favor de Hitler. Me constaba que, además, por supuesto, estaba en el comité de organización de las Olimpiadas, lo cual era un indicio de éxito de sus intentos de reconciliación con Hitler, aunque yo no sabía con certeza cuál era su función en el comité. Seguramente no fuera más que un favor que le debía su antiguo compañero de las SA, Von Tschammer und Osten. Es fácil que, desde que Goering no estaba en el Ministerio del Interior, hubiese recuperado un poco su prestigio allí. A pesar de todo, a Von Helldorf había que tomárselo en serio.
Con todo, el ataque de nervios no me duró mucho. Lo que tardó el alcohol en encargarse de él. Después de unos tragos, me convencí de que, a falta de datos verdaderamente reveladores, que pudiesen demostrar algo ante un tribunal, entre las cartas y presupuestos que había cogido de la caja china, no tenía por qué preocuparme. No había encontrado nada que pudiese hacer daño a un hombre como Max Reles. Por otra parte, él no podía saber que era yo, y no Ilse Szrajbman, quien tenía los documentos.
Así pues, dejé los papeles y la pistola en el cajón del escritorio y decidí marcharme a casa con la idea de acostarme temprano, igual que Noreen. Estaba cansado y me dolía hasta el último centímetro del cuerpo.
Dejé el coche de Behlert donde lo había aparcado antes y me fui caminando hacia el sur por Hermann-Goering Strasse para coger un tranvía a Potsdamer Platz. Estaba oscuro y hacía un poco de viento, las banderas nazis de la puerta de Brandeburgo se agitaban como banderolas de peligro, como si el pasado imperial quisiera advertir de algo al presente nazi. Hasta un perro que iba por la acera delante de mí se detuvo y se volvió a mirarme con tristeza, tal vez para preguntarme si tenía yo la solución de los problemas del país. Claro, que a lo mejor sólo quería esquivar la portezuela que se abrió de repente de un W negro que acababa de pararse unos metros más adelante. Se apeó un hombre con abrigo marrón de cuero y se dirigió hacia mí con rapidez.
Instintivamente, di media vuelta y eché a andar en sentido contrario, pero descubrí que me cortaba la retirada otro tipo con un grueso abrigo cruzado y sombrero con el ala baja, aunque en lo que más me fijé fue en su pequeña y pulcra pajarita. Al menos, hasta que me di cuenta de que llevaba la chapa de cerveza en la zarpa.
– Acompáñenos, por favor.
El otro, el del abrigo de cuero, estaba justo a mi espalda, conque, emparedado entre ambos, apenas podía resistirme. Como escaparatistas expertos moviendo un maniquí de sastre, me metieron doblado en el coche y luego se sentaron ellos detrás conmigo, uno a cada lado. Nos pusimos en marcha sin haber terminado de cerrar las portezuelas siquiera.
– Si se debe a lo de aquel policía -dije-, August Krichbaum, ¿no? Creía que ya lo habíamos aclarado. Es decir, se confirmó mi coartada. Yo no tuve nada que ver. Lo saben ustedes.
Unos momentos después, me di cuenta de que íbamos hacia el oeste, por Charlottenburger Strasse, en sentido completamente opuesto a Alexanderplatz. Pregunté adónde íbamos, pero ninguno de los dos me dijo nada. El sombrero del conductor era de cuero y, tal vez, también sus orejas. Cuando llegamos a la famosa torre berlinesa de la radio y giramos hacia la AVUS -la vía más rápida de Berlín-, supe cuál era nuestro destino. El conductor pagó el peaje y pisó el acelerador en dirección a la estación de Wannsee. Unos años antes, Fritz von Opel había marcado un récord de velocidad en la AVUS con un coche propulsado por cohetes: 240 kilómetros por hora. Nosotros no íbamos tan rápido, ni muchísimo menos, pero tampoco me dio la impresión de que fuéramos a parar a tomar café y pastelitos. Al final de la AVUS, cruzamos un bosque hasta el puente de Glienicker y, aunque estaba muy oscuro, me di cuenta de que habíamos dejado atrás dos castillos. Poco después entramos en Potsdam por Neue Königstrasse.
Rodeada por el Havel y sus lagos, Potsdam era poco más que una isla. No me habría encontrado más aislado aunque me hubiesen abandonado en un islote deshabitado, con una sola palmera y un loro. Hacía más de cien años que la ciudad era la sede del ejército prusiano, pero, para la ayuda que iba a recibir de los militares, lo mismo me habría dado que hubiese sido la sede de las Guías Femeninas. Iba a convertirme en prisionero del conde Von Helldorf y no podía hacer nada por evitarlo. Uno de los edificios de Potsdam es el Palacio Sanssouci, que en francés significa «sin cuidado». Nada más lejos de mi estado de ánimo.
Al pasar ante otro castillo y una plaza de armas, vi de refilón el cartel de la calle. Estábamos en Priest Strasse y, cuando viramos hacia el patio de la comisaría local de policía, empecé a pensar que, en efecto, quizá necesitase un sacerdote.
Entramos en el edificio, subimos varios pisos y recorrimos un pasillo frío y mal iluminado, hasta llegar a un despacho elegantemente amueblado y con una bonita vista del Havel, aunque lo reconocí sólo porque al otro lado de la ventana emplomada, justo al pie, flotaba un yate mejor amueblado todavía e iluminado como un paseo por Luna Park.
En la chimenea del despacho, en la que se habría podido asar un buey entero, ardía un árbol. En la pared había un gran tapiz, un retrato de Hitler y un escudo de armas tan rígido como el hombre que estaba a su lado. El hombre vestía uniforme de general de policía y tenía una actitud de superioridad aristocrática, como si hubiese preferido que me hubiera descalzado antes de poner los pies en su alfombra persa, del tamaño de un aparcamiento. Supongo que teníamos los dos la misma edad, pero ahí terminaba la semejanza. Cuando habló, lo hizo en un tono agobiado y exasperado, como si se hubiera perdido el comienzo de una ópera por mi culpa o, más probablemente en su caso, el de la función de cabaret homosexual de turno. En el escritorio, del tamaño de una cabaña de troncos, había un tablero de backgammon preparado para jugar y él tenía en la mano un cubilete de cuero con un par de dados, que agitaba nerviosamente de vez en cuando, como un fraile mendicante.