– Siéntese, por favor -dijo.
De un empujón, el del abrigo de cuero me obligó a sentarme a una mesa de reuniones y después, de otro empujón, me puso pluma y papel a mano. Parecía que empujar se le daba bien.
– Fírmelo -dijo.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Es un D-11 -dijo el hombre-, una orden de detención preventiva para usted.
– Yo también fui poli -dije-, en el Alex, y nunca oí eso de un D-11. ¿Qué significa?
Abrigo de Cuero miró a Von Helldorf, quien replicó:
– Si lo firma, significa que está de acuerdo en que lo envíen a usted a un campo de concentración.
– No quiero ir a un campo de concentración. Ni estar aquí, por cierto. Sin ánimo de ofender, pero es que he tenido un día de perros.
– Firmar el D-11 no significa que lo vayan a mandar -dijo Von Helldorf-, sólo que está de acuerdo con ello.
– Discúlpeme, señor, pero no estoy de acuerdo.
Von Helldorf se balanceó sobre los tacones de sus botas y agitó el cubilete con las manos a la espalda.
– Eso podría decirlo después de haber firmado -dijo-. Es una forma de garantizar su buen comportamiento en el futuro, ¿comprende?
– Sí, pero entonces, con el debido respeto a su persona, general, a lo mejor, si firmo, me llevan de aquí al campo de concentración más próximo. No me malinterprete, no me importaría tomarme unas vacaciones. Me gustaría pasarme dos semanas sentado y ponerme al día de mis lecturas, pero, según tengo entendido, en los campos de concentración no es nada fácil concentrarse.
– Gran parte de lo que dice es cierto, Herr Gunther -dijo Von Helldorf-. Sin embargo, si no firma, se quedará aquí, en una celda de la comisaría, hasta que lo haga. Conque ya ve: en realidad, no puede elegir.
– Es decir, mal si firmo y mal si no.
– En cierto modo, así es, en efecto.
– Supongo que no tengo que firmar nada para que me metan en una celda, ¿verdad?
– Me temo que no, pero permítame que se lo repita: firmar el D-11 no significa que lo manden a un campo de concentración. Lo cierto es, Herr Gunther, que este gobierno hace cuanto puede por evitar el recurso de la detención preventiva. Por ejemplo, quizá sepa que se ha cerrado recientemente el campo de concentración de Oranienburg y que el 7 de agosto de este año el Guía firmó la amnistía para los presos políticos. Son medidas lógicas, puesto que prácticamente el país entero se ha inclinado a favor de su inspirada dirección. Tanto es así que esperamos que en breve puedan cerrarse todos los campos de concentración, como se ha hecho con Oranienburg.
»A pesar de todo -prosiguió Von Helldorf-, es posible que en el futuro lleguemos a una situación en la que la seguridad del Estado se vea en peligro, por decirlo así; cuando eso ocurra, los firmantes del D-11 serán detenidos y encarcelados sin derecho a recurrir al sistema judicial.
– Sí, entiendo que puede ser muy útil.
– Bien, bien. En tal caso, volvemos de nuevo al tema de su D-11.
– Si supiera los motivos que le inducen a creer que debo firmar una garantía de mi comportamiento -dije-, tal vez me inclinase a hacerlo.
Von Helldorf frunció el ceño y miró severamente a los tres hombres que me habían llevado allí desde Adlon.
– ¡No me digas que no le habéis explicado por qué está aquí!
Abrigo de Cuero negó con la cabeza, pero se había quitado el sombrero y me hice una idea más aproximada de la clase de ser humano que era. Tenía pinta de orangután.
– Lo único que se me dijo, señor, fue que debíamos recogerlo y traerlo aquí inmediatamente.
Von Helldorf agitó el cubilete con rabia, como deseando que fuera la cabeza de Abrigo de Cuero.
– Por lo visto, tengo que encargarme yo de todo, Herr Gunther -dijo, y se me acercó.
Entre tanto, eché un vistazo a la habitación, que estaba preparada como para el seductor príncipe de Ruritania. En una pared vi floretes y sables dispuestos geométricamente; debajo, un aparador como un transatlántico en el que reposaban una radio del tamaño de una lápida y una bandeja de plata con más botellas y licoreras que el bar de cócteles del Adlon. Había un secretaire de dos pisos lleno de libros encuadernados en piel, algunos sobre procedimientos y pruebas criminales, pero la mayoría eran clásicos de la literatura alemana, como Zane Grey, P. C. Wren, Booth Tarkington y Anita Loos. Nunca me había parecido tan relajado y cómodo el trabajo de policía.
Von Helldorf sacó una de las macizas sillas que rodeaban la mesa, se sentó y se recostó en el torneado respaldo, que tenía más tracería que una ventana de catedral gótica. A continuación, puso las manos encima de la mesa como si fuera a tocar el piano. Hiciera lo que hiciese, yo tenía los cinco sentidos puestos en él.
– Como seguramente sabrá, formo parte del Comité Olímpico -dijo-. Tengo el deber de velar por la seguridad no sólo de todas las personas que van a venir a Berlín en 1936, sino también de todas las que participan en las obras y preparativos de los juegos. Contamos con varios centenares de contratistas, una auténtica pesadilla logística, si debemos concluirlo todo en un plazo de tiempo que parece imposible. Ahora bien, puesto que contamos con menos de dos años para conseguirlo, cualquiera debería comprender que en algún momento se cometa algún error o se ponga la calidad en un compromiso. Aun así, los contratistas tienen la impresión de que algunos individuos carentes del entusiasmo general por el proyecto olímpico, en vez de esforzarse al máximo como todos los demás, los han convertido en objeto de escrutinio, y eso los incomoda. Tanto es así, que se puede afirmar que el comportamiento de algunos de esos elementos puede interpretarse como antipatriótico y antialemán. ¿Comprende lo que quiero decir?
– Sí -dije-. Por cierto, general, ¿le importa que fume?
Dijo que no; me puse un cigarrillo en los labios y lo encendí rápidamente, maravillado por la facilidad del general para el comedimiento eufemístico. Sin embargo, no tenía intención de equivocarme con él ni de subestimarlo. Estaba convencido de que el guante de terciopelo ocultaba un puño contundente y, en todo caso, aunque no fuese a golpearme él en persona, en esa habitación absurdamente grande había otros que no tenían los mismos escrúpulos de buena educación para recurrir a la violencia.
– Dicho con toda crudeza, Herr Gunther, su amiga, Mistress Charalambides, y usted han molestado a varias personas con sus extrañas pesquisas sobre la muerte de un peón judío, un tal Herr Deutsch, y la del infortunado doctor Rubusch. Las han molestado mucho, se lo aseguro. Tengo entendido que incluso atacó usted a un jefe de cuadrillas que provee mano de obra para el túnel de la nueva línea del suburbano. ¿Es eso cierto?
– Sí, lo es -dije-. Lo ataqué, en efecto. Sin embargo, debo alegar en mi defensa que primero me atacó él a mí. La señal de la cara me la hizo él.
– Según él, tuvo que hacerlo porque intentó usted subvertir a los peones. -Von Helldorf agitó otra vez los dados con impaciencia.
– Creo que «subvertir» no se ajusta bien a la realidad, señor.
– ¿Cómo lo llamaría usted?
– Quería descubrir cómo había muerto Isaac Deutsch, el peón judío a quien se ha referido usted, y si, tal como suponía yo, había sido a causa del trabajo que hacía ilegalmente en las obras olímpicas.
– Para que Mistress Charalambides pueda escribir sobre ello cuando vuelva a los Estados Unidos, ¿no es eso?
– Sí, señor.
Von Helldorf frunció el ceño.
– Me confunde usted, Herr Gunther. ¿Es que no quiere que su país se exhiba dignamente ante el mundo? ¿Es usted un alemán patriota o no lo es?
– Me considero tan patriota como cualquiera, señor, pero me llama la atención que nuestra política con respecto a los judíos sea… incongruente.