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– ¿Y a fin de qué desea usted darlo a conocer? ¿A fin de que todos esos judíos pierdan su puesto de trabajo? Porque lo perderán, se lo garantizo, si Mistress Charalambides lo publica en su periódico americano.

– No, señor, no es eso lo que quiero, pero, en primer lugar, no estoy de acuerdo con la política que aplican ustedes a los judíos.

– Eso no hace al caso. En Alemania, la mayoría está de acuerdo con las medidas del gobierno. No obstante, esa política debe combinarse con lo práctico y lo cierto es que, sencillamente, no sería factible concluir el proyecto a tiempo sin recurrir a unos pocos peones judíos.

Lo dijo con tanta naturalidad que no admitía vuelta de hoja. Me encogí de hombros.

– Supongo que no, señor.

– Supone bien -dijo-. Sencillamente, no puede ir por ahí convirtiendo esto en tema de discusión. No es realista, Herr Gunther, y no puedo tolerarlo. De ahí la necesidad del D-11, me temo, como garantía de que dejará esa manía que le ha dado de meter las narices donde no le llaman.

Parecía todo tan razonable que hasta sentí tentaciones de firmar el D-11, sólo por poder volver a casa y meterme en la cama. Tenía que reconocérselo a Von Helldorf. Sabía salirse con la suya. Era muy posible que Erik Hanussen, el vidente, le hubiese enseñado algo más que su número y su color de la suerte. Tal vez hubiese aprendido también a convencer a la gente a actuar en contra de su voluntad. Por ejemplo, a firmar documentos de consentimiento para que los enviasen a un campo de concentración. Quizás eso era precisamente lo que lo convertía en un nazi típico. Eran unos cuantos -en particular, Goebbels, Goering y Hitler- los que parecían tener grandes dotes de persuasión entre los alemanes y les hacían actuar en contra del sentido común.

Se me ocurrió que podría tardar un buen rato en poder fumar otra vez y di un par de caladas apresuradas al pitillo, antes de apagarlo en un cenicero de cristal ahumado del mismo color que los mentirosos ojos de Helldorf. Me dio tiempo a recordar el día en que asistí al juicio por el incendio del Reichstag y vi a tantos nazis mentirosos en la sala; todos se pusieron a vitorear al mayor mentiroso de todos, Hermann Goering. Pocas veces como aquella jornada de mentiras en particular me había resultado tan poco atractivo el ser alemán. Teniendo en cuenta todo eso, me vi obligado a mandar a Von Helldorf al infierno, pero no lo hice, como es lógico. Fui mucho más civilizado. Al fin y al cabo, una cosa es la valentía y otra muy distinta la estupidez sin remedio.

– Lo siento, general, pero no puedo firmar el documento. Es como si un pavo mandase felicitaciones de Navidad. Por otra parte, da la casualidad de que sé que todos los pobres desgraciados de Oranienburg terminaron en un campo de concentración de Lichtenberg.

El general puso el cubilete boca abajo encima de la mesa, delante de mí, y miró el resultado como si tuviera alguna importancia. Puede que la tuviera y yo lo ignorase. Puede que, si le salía una pareja de seises, significase buena suerte para mí… y me dejase marchar. El caso es que sólo sacó un uno y un dos. Cerró los ojos y suspiró.

– Llévatelo -dijo al hombre del sombrero de cuero-. Veamos si una noche en la celda le hace cambiar de opinión, Herr Gunther.

Sus hombres me levantaron por los hombros del traje y me sacaron del despacho en volandas. Para mi sorpresa, subimos un piso más.

– Una habitación con vistas, ¿eh?

– Todas nuestras habitaciones tienen bonitas vistas del Havel -dijo Sombrero de Cuero-. Mañana, si no firmas el papel, te damos una clase de natación delante de la proa del yate del conde.

– Estupendo, sé nadar.

Abrigo de Cuero se rió.

– Delante de la proa no; no podrás, cuando te atemos al ancla.

Me metieron en una celda y cerraron con llave. Uno de los detalles que nos recuerdan que estamos en una celda, y no en una habitación de hotel, es que la cerradura se encuentra al otro lado de la puerta. Otros son los barrotes de la ventana y un colchón cochambroso en el suelo húmedo. No le faltaban las comodidades habituales, como el cubo adjunto, pero lo que mejor me recordó que no estaba en el Adlon fueron los pequeños detalles, como las cucarachas, aunque en realidad sólo eran pequeñas en comparación con los bichos del tamaño de zepelines que nos encontrábamos en las trincheras. Dicen que si el ser humano aprende a comer cucarachas, jamás morirá de hambre en este planeta, pero eso que se lo digan a quien nunca las haya pisado ni se haya despertado con una corriéndole por la cara.

Freud había inventado un método de análisis psicológico que se llamaba «asociación de ideas». No sé por qué, pero supe que si salía de aquélla, nunca podría dejar de asociar a los nazis con las cucarachas.

24

Me dejaron solo varios días, lo cual fue mejor que una paliza. Naturalmente, me dio tiempo de sobra de pensar en Noreen y de preocuparme por lo preocupada que estaría ella por mí. ¿Qué pensaría? ¿Qué pensaba uno cuando un ser querido desaparecía de las calles de Berlín y se lo llevaban a un campo de concentración o a una cárcel policial? La experiencia me dio una idea nueva de lo que era ser judío o comunista en la nueva Alemania. Sin embargo, mi mayor preocupación era yo mismo. ¿De verdad me arrojarían al Havel si me negaba a firmar el D-11? Y si lo firmaba, ¿podría fiarme de que, acto seguido, Helldorf no me mandaría a un campo de concentración?

Cuando no me preocupaba por mí, pensaba en que, gracias a Von Helldorf, sabía una cosa más que antes sobre la muerte de Isaac Deutsch: que su cadáver tenía algo que ver con el del doctor Heinrich Rubusch, en cuyo caso, ¿sería posible que su muerte en una habitación del Adlon no hubiera sido natural? Pero, ¿entonces? En mi vida había visto un fiambre tan natural. Rust y Brandt, los dos polis que se habían encargado del caso, me habían dicho que había muerto de aneurisma cerebral. ¿Me habrían mentido? Y Max Reles… ¿qué tenía que ver en todo el asunto?

Puesto que el encierro en una celda de la policía de Potsdam parecía deberse enteramente a una llamada telefónica que Max Reles había hecho al conde Von Helldorf, tenía que dar por supuesto que el americano estaba involucrado de alguna manera en la muerte de ambos hombres y que todo guardaba relación con las ofertas y las concesiones olímpicas. No sabía cómo, pero a Reles le habían informado de mi interés por Deutsch y él había deducido erróneamente que tenía algo que ver con la recuperación de la caja china… o, más concretamente, con su contenido. Puesto que Helldorf, quien tenía fama de corrupto, también estaba en el ajo, me daba la impresión de haber topado con una conspiración de diversos miembros del Comité Olímpico Alemán y del Ministerio del Interior. No había otra forma de explicar que Max Reles recibiera objetos del Museo Etnológico de Berlín para mandárselos a Avery Brundage, del Comité Olímpico de los Estados Unidos, a cambio de su firme oposición al boicot a los juegos de Berlín.

Si todo eso era verdad, estaba metido en un lío mucho mayor de lo que creí cuando los hombres de Helldorf me sacaron en volandas de Hermann-Goering Strasse. Al cuarto o tal vez quinto día de prisión, empecé a lamentar no haberme arriesgado a fiarme de la palabra de Helldorf y firmar el D-11… sobre todo cuando me acordaba de su tono razonable.

Desde la ventana de la celda veía y oía el Havel. Una hilera de árboles se extendía a lo largo de la pared sur de la cárcel y, más allá, la línea Berlín del suburbano, que corría paralelo a la orilla del río, cruzaba un puente y salía a Teltower. Algunas veces, el tren y un barco de vapor se saludaban con bocinazos, como personajes bonachones de un libro infantil. Un día oí una banda militar hacia el oeste, detrás del Lustgarten de Potsdam. Llovía mucho. Potsdam es verde por algo.

Por fin, el sexto día se abrió la puerta más tiempo del necesario para vaciar el cubo y recibir la comida.