Выбрать главу

– Me da la sensación de que necesita usted una criada -dije.

Me clavó una mirada asesina.

– Espere aquí. -Con un golpe lateral de pie abrió una puerta y con otro de la mano accionó un interruptor de electricidad-. Póngase cómodo mientras voy a avisarla.

Entonces, al verme con el sombrero y el abrigo en la mano, me los recogió y soltó un profundo suspiro al tiempo que meneaba la cabeza por la inoportuna nueva tarea que se le había presentado.

Me acerqué a la chimenea, donde casi ardía un tronco renegrido, y cogí un atizador largo.

– ¿Quiere que lo reanime un poco? Se me da bien el fuego. Dígame dónde está la literatura decadente y se lo reavivo en un abrir y cerrar de ojos.

La doncella me devolvió la sonrisa con desaliento, aunque lo mismo podría haber sido una mueca desdeñosa. Se le ocurrió una réplica áspera, pero lo pensó mejor. Al fin y al cabo, yo tenía en la mano un atizador y ella parecía de las que reciben golpes de atizador de vez en cuando. Seguramente yo también se lo habría dado, si hubiera estado casado con ella. No me pareció que le afectasen mucho los golpes en la cabeza, sobre todo si tenía hambre. He visto hipopótamos más vulnerables.

Di la vuelta al tronco medio consumido, le arrimé unas ascuas y cogí otro de la cesta que había al lado de la chimenea. Incluso me agaché a soplar un poco. Una llama alcanzó el montoncito de leña que había preparado y se asentó con un chasquido tan fuerte como los paquetes sorpresa de Navidad.

– Se le da bien.

Volví la cabeza y vi a una mujer menuda como un pajarito, con un chal y una sonrisa tensa en los labios, recién pintados.

Me erguí, me limpié las manos y repetí la triste broma de antes sobre la literatura decadente, aunque tampoco pareció más graciosa. En esa casa, no. En un rincón de la estancia había una radio, una fotografía pequeña de Hitler y un frutero con fruta.

– En realidad, aquí no hacemos esas cosas -dijo, contemplando el fuego con los brazos cruzados-. Hace unos dieciocho meses sí que quemaron algunos libros a la puerta del palacio del obispo, pero aquí, en la parte oriental de Wurzburgo, eso no se hace.

Lo dijo en un tono como si estuviésemos en París.

– Y supongo que la estrella de David que han pintado en la casa de enfrente es sólo una gamberrada de niños -dije.

Frau Rubusch se rió, pero se tapó la boca educadamente para que no tuviese que verle los dientes, que eran perfectos y blancos como la porcelana, como de muñeca. Y, la verdad, a lo que más me recordaba era a una muñeca, con las cejas pintadas, las facciones tan delicadas, los exquisitos pómulos rojos y su finísimo pelo.

– No es una estrella de David -dijo, con la boca tapada todavía-. Ahí enfrente vive un director de Würzburger Hofbrau, la destilería de la ciudad, y esa estrella es el símbolo de la marca.

– Podría denunciar a los nazis por plagio.

– Ahora que lo dice, ¿le apetece un schnapps?

Cerca de la mesa había un carrito de bebidas de tres pisos con botellas que me gustaban. Sirvió un par de copas grandes, me pasó una con su huesuda manita, se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y metió los pies debajo de su pequeño y delgado trasero. He visto ropa limpia peor doblada que ella.

– Bien, según decía su telegrama, quería usted hablar conmigo de mi marido.

– Sí. Lamento la pérdida, Frau Rubusch. Ha tenido que ser un golpe terrible para usted.

– En efecto.

Encendí un cigarrillo, me tragué el humo dos veces y luego tomé de un trago la mitad de la copa. Me ponía nervioso tener que contar a esa mujer que, en mi opinión, a su marido se lo habían cargado. Sobre todo, habiéndolo enterrado hacía tan poco convencida de que había muerto de aneurisma cerebral durante el sueño. Terminé la copa y ella se dio cuenta de mi estado.

– Sírvase más, si quiere -dijo-, quizás así encuentre la forma de decirme el motivo que ha hecho venir al detective del Adlon desde Berlín hasta aquí.

Me acerqué al carrito de las bebidas y me serví otra copa. Al lado del retrato de Hitler había una fotografía de Heinrich Rubusch, más joven y delgado.

– La verdad es que no sé por qué puso Heinrich ahí esa fotografía. La de Hitler, me refiero. Nunca nos interesó mucho la política. Tampoco hacíamos muchas fiestas ni pretendíamos impresionar a nadie. Supongo que la pondría por si venía alguien, para que se fueran con la impresión de que éramos buenos alemanes.

– Para eso no hace falta ser nazi -dije-, aunque, si eres poli, ayuda. Antes de trabajar de detective en el Adlon fui policía en Berlín. Estaba en la brigada de Homicidios, en Alexanderplatz.

– Y le parece que es posible que a mi marido lo matasen. ¿Es eso?

– Creo que es una posibilidad, en efecto.

– En tal caso, me alivia.

– ¿Cómo dice?

– Heinrich siempre se hospedaba en el Adlon, cuando iba a Berlín. Pensaba que a lo mejor había venido usted porque sospechaba que había robado unas toallas. -Esperó un momento y sonrió-. Es una broma.

– Bien, eso esperaba, pero, como acaba usted de enviudar, suponía que habría perdido el sentido del humor temporalmente.

– Antes de conocer a mi marido, dirigía una plantación de sisal en África oriental, Herr Gunther. Maté a un león por primera vez a los catorce años; a los quince, ayudé a mi padre a sofocar una rebelión de los nativos, durante la rebelión de los maji maji. Soy mucho más fuerte de lo que parezco.

– Me alegro.

– ¿Dejó usted la policía porque no era nazi?

– La dejé porque me obligaron. Puede que no sea tan fuerte como parezco, pero preferiría hablar de su marido. He venido repasando el expediente del caso en el tren y me ha recordado que tenía una afección cardiaca.

– Tenía el corazón más grande de lo normal, sí.

– Es curioso que no muriese de eso, sino de aneurisma cerebral. ¿Le dolía la cabeza a menudo?

– No -sacudió la cabeza-, pero tampoco me sorprendió su muerte. Comía y bebía en exceso. Le encantaban las salchichas y la cerveza, el helado, los puros, el chocolate… Era un alemán muy alemán. -Suspiró-. Disfrutaba la vida de todas las formas posibles… y me refiero a todas.

– Es decir, ¿además de la comida, la bebida y los puros?

– Exactamente. Yo no he ido nunca a Berlín, pero tengo entendido que ha cambiado un poco desde que los nazis están en el poder. Dicen que ya no es el cubil de iniquidad que era en la época de Weimar.

– Efectivamente, no lo es.

– De todos modos, me cuesta creer que sea difícil encontrar la compañía de cierta clase de mujeres, si uno lo desea. Me imagino que eso no lo podrán cambiar ni los nazis. Por algo se dice que es la profesión más antigua del mundo.

Sonreí.

– ¿He dicho algo gracioso?

– No, en absoluto, Frau Rubusch. Sencillamente, cuando encontré el cadáver de su marido, me tomé muchas molestias para convencer a la policía de que le ahorrase a usted algunos detalles al informarla de su defunción. No era preciso decirle que lo habíamos encontrado en la cama con otra mujer. Tuve la peregrina idea de que sería darle un disgusto innecesariamente.

– Muy considerado por su parte. Quizá tenga razón, no es usted tan fuerte como parece.

Tomó un sorbito de su schnapps y dejó la copa en una mesa auxiliar de abedul flameado, cuyas patas cruzadas recordaban a un mueble de la antigua Roma. También Frau Rubusch parecía un poco romana, quizá por la forma de sentarse, medio reclinada en el sofá, pero era fácil imaginársela como la influyente e inflexible esposa de un senador gordo que tal vez hubiese dejado de ser útil.

– Dígame, Herr Gunther, ¿es normal que un ex policía esté en posesión de un expediente policial?

– No. He ayudado a un amigo mío de Homicidios y, sinceramente, echo de menos aquel trabajo. El caso de su marido me picó y no he tenido más remedio que rascarme.

– Sí, ya veo que es posible. Ha dicho usted que repasó el expediente de mi marido en el tren. ¿Lo tiene ahí, en la cartera?