– Sí.
– Me gustaría mucho verlo.
– Discúlpeme, pero no me parece buena idea. Hay fotografías de su marido tal como lo encontramos en la habitación.
– Eso esperaba. Lo que me gustaría es precisamente ver esas fotografías. No se preocupe por mí. ¿Cree que no lo miré antes de enterrarlo?
Comprendí que no serviría de nada discutir con ella. Por otra parte, por lo que se refería a mí, quería hablar con ella de cosas más importantes que la sonrisa de felicidad de la cara de su marido. Así pues, abrí la cartera, saqué el expediente de la KRIPO y se lo pasé.
En cuanto vio la foto se echó a llorar y, por un momento, me maldije por haber creído sus palabras. De repente dejó escapar un suspiro, se abanicó con la mano y, tragándose un nudo casi visible, dijo:
– ¿Así lo encontró usted?
– Sí, exactamente así.
– En tal caso, me temo que tiene usted razón, Herr Gunther. Verá, mi marido está en la cama con la casaca del pijama. Jamás se la ponía para acostarse. Siempre le ponía un par de pijamas en la maleta, pero él sólo usaba los pantalones. Alguien tuvo que ponerle la casaca. Es que sudaba mucho por la noche. Es normal, en los hombres gordos, pero por eso no se ponía nunca la casaca. Lo cual me recuerda una cosa. Cuando la policía me devolvió sus cosas, sólo había una casaca de pijama y dos pares de pantalones, pero sólo una casaca. En aquel momento pensé que se la habría quedado la policía o que la habrían perdido. No le di mayor importancia, pero ahora que he visto la fotografía, me parece que es importante, ¿no cree?
– Sí. -Encendí otro cigarrillo y me levanté a servirme más bebida-. Con su permiso.
Hizo un gesto de asentimiento y siguió mirando la fotografía.
– Bien -dije-, se la pusieron después de muerto para que pareciese lo más natural posible. Pero, ¿qué prostituta habría sido capaz de una cosa así? Si murió durante el acto sexual o inmediatamente después, cualquier fulana con dos dedos de frente se habría largado aunque tuviera que hacer un agujero en la pared.
– Además, mi marido pesaba mucho; no habría sido nada fácil que una chica lo hubiese levantado para ponerle la casaca. Yo no habría podido, se lo aseguro. Una vez, cuando estaba borracho, intenté quitarle la camisa y me fue prácticamente imposible.
– Sin embargo, están las pruebas de la autopsia. Parece que murió de muerte natural. Aparte de una agotadora actividad sexual, ¿qué otra cosa puede producir aneurisma cerebral?
– La actividad sexual siempre lo agotaba, créame, pero, ¿qué fue lo que le hizo pensar que podía tratarse de un homicidio, Herr Gunther?
– Un comentario de una persona. Dígame, ¿conoce a un tal Max Reles?
– No.
– Pues él sí conocía a su marido.
– ¿Y cree que haya podido tener algo que ver con su muerte?
– Es sólo un indicio muy leve, pero sí, lo creo. Permítame contarle por qué.
– Espere. ¿Ha cenado ya?
– He picado algo en el hotel.
Sonrió con amabilidad.
– Ahora está usted en Franconia, Herr Gunther. En este estado no se cena con algo de picar. ¿Qué fue? ¿Qué comió usted?
– Un plato de fiambre de jamón con queso y una cerveza.
– Me lo suponía. En ese caso, se queda usted a cenar. De todos modos, Magda siempre cocina mucha más cantidad de la necesaria. Será agradable volver a tener en esta casa a alguien que cene como es debido.
– Ahora que lo pienso, tengo bastante hambre. Últimamente me he saltado muchas comidas.
Era una casa demasiado grande para una sola persona. Lo habría sido incluso para un equipo de baloncesto. Sus dos hijos, ya mayores, se habían ido a la universidad, según ella, aunque, en mi opinión, se habían ido por culpa de la cocina de Magda. No es que fuese mala, pero comer sus platos más de tres días seguidos podía poner en peligro las arterias de cualquiera. Yo estuve sólo un par de horas y me dio la sensación de haber engordado más que Hermann Goering. Cada vez que dejaba juntos el cuchillo y el tenedor, me convencían de comer otro poco y, cuando no comía, miraba a otra parte y veía comida. Había bodegones, cuernos de la abundancia y fruteros rebosantes por todas partes, por si a alguien le apetecía picar algo. Hasta los muebles parecían disfrutar de dosis extraordinarias de cera. Eran tan grandes y macizos que, cada vez que Angelika Rubusch se sentaba o se apoyaba en cualquiera de ellos, parecía Alicia en la madriguera del conejo.
Le calculé cuarenta y tantos años, pero podía ser mayor. Era una mujer atractiva, que es lo mismo que decir que envejecía mejor que las guapas. Por varias razones, me dio la sensación de que yo también le parecía atractivo a ella, que es lo mismo que decir que seguramente había bebido yo más de la cuenta.
Después de la cena intenté centrar mis pensamientos en lo que sabía sobre su marido.
– Era propietario de una cantera, ¿verdad?
– En efecto. Abastecíamos de muchas clases de piedra natural a constructores de toda Europa, pero principalmente piedra caliza. Esta parte de Alemania es famosa por sus canteras. La llamamos caliza marrón claro por el color de miel que tiene. Sólo se encuentra en Alemania, por eso los nazis le tienen tanta afición. Desde que Hitler llegó al poder, el negocio ha prosperado una barbaridad. Siempre quieren más. Parece que todos los edificios nuevos de Alemania necesitan caliza marrón claro del Jura. Antes de morir, Paul Troost, el arquitecto de Hitler, vino aquí personalmente a ver nuestra piedra para la nueva cancillería.
– ¿Y para las Olimpiadas?
– No, ese contrato no nos lo dieron, aunque ahora ya no importa. Es que vendo el negocio. A mis hijos no les interesa la cantera, están estudiando Derecho y yo sola no puedo hacerme cargo de la empresa. Otro empresario de aquí, de Wurzburgo, me ha hecho una buena oferta; voy a aceptarla y me convertiré en una viuda rica.
– Pero, ¿llegaron ustedes a hacer una oferta para el contrato olímpico?
– Naturalmente, por eso fue Heinrich a Berlín. Fue muchas veces, a decir verdad, a defender nuestra propuesta con Werner March, el arquitecto olímpico, y algunos otros representantes del Ministerio del Interior. La víspera de su muerte, me telefoneó desde el Adlon y me dijo que había perdido el contrato. Estaba muy alterado; tenía intención de aclarar el asunto con Walter March, me dijo, porque estaba muy interesado en nuestra piedra. Recuerdo que en ese momento le dije que tuviese cuidado con la presión arterial. Cuando se enfadaba por algo, se ponía muy colorado. Por tanto, cuando me dijeron que había muerto, naturalmente sospeché que sería por motivos de salud.
– ¿Sabe por qué podía tener Max Reles una propuesta de contrato de su empresa?
– ¿Es alguien del ministerio?
– Pues no; es un hombre de negocios estadounidense de origen alemán.
La mujer negó con un movimiento de cabeza.
Saqué la carta que había encontrado en la caja china y la desdoblé encima de la mesita auxiliar.
– Tenía sospechas de que Max Reles estaba sacando tajada de los contratos de los proveedores, una especie de cuota o comisión de servicios, pero, puesto que el contrato no fue para su esposo, no acabo de saber qué relación tendrían ni por qué le preocupaba a Max Reles que hiciese preguntas sobre su marido. No es que me pusiera a preguntar desde el principio, entiéndame, sólo a partir del momento en que una persona relacionó a Heinrich Rubusch con Isaac Deutsch, dando por supuesto que yo ya conocía esa relación -bostecé-, cuando en realidad no tenía ni idea. Lo siento, no entenderá usted nada de lo que le estoy contando. Creo que estoy cansado y, seguramente, un poco borracho.
Angelika Rubusch no me escuchaba y no es de extrañar. No sabía nada de Isaac Deutsch y probablemente no le importase. Yo estaba más incoherente que un equipo de fútbol ciego. Bernie Gunther daba tumbos en la oscuridad y patadas a un balón que ni siquiera existía. La mujer movía la cabeza sin parar, y ya me disponía a pedirle disculpas, cuando vi que estaba leyendo su documento de oferta.