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– ¿Es usted Gunther? -dijo con acento pueblerino de Franconia.

– El mismo. Usted debe de ser el capitán Weinberger.

Siguió abotonándose la guerrera sin molestarse en contestar. Después me indicó una silla que había ante su escritorio.

– Tome asiento, por favor.

– No, gracias -dije, y me senté en el alféizar de la ventana-. Soy un poco gatuno, muy escogido con los sitios en los que me siento.

– ¿Qué quiere decir?

– Hay sangre en el suelo, debajo de esa silla y, por lo que veo, también en el asiento. No gano tanto como para arriesgarme a estropear un buen traje.

Weinberger se ruborizó ligeramente.

– Como desee.

Se sentó del otro lado del escritorio. Lo único que tenía de alto era la frente; por encima, una descarga de espeso pelo castaño y rizado. Sus ojos eran verdes y penetrantes; la boca, insolente. Parecía un escolar gallito, aunque era difícil imaginárselo maltratando a otra cosa que no fuese una colección de soldados de juguete o muñequitos de una atracción de tiro al blanco.

– Bien, ¿en qué puedo ayudarlo, Herr Gunther?

No me gustaba la pinta que tenía, pero daba igual. Alardear de buenos modales habría quedado fuera de lugar. Como había dicho Liebermann von Sonnenberg, recortar la cola a los cachorrillos de la Gestapo era casi un deporte, entre los oficiales de policía más veteranos.

– Un americano llamado Max Reles. ¿Qué sabe de él?

– ¿Con qué autoridad lo pregunta? -Weinberger plantó las botas en el escritorio, igual que el hombre de la ventana de enfrente, y se puso las manos detrás de la cabeza-. No es usted de la Gestapo ni de la KRIPO y supongo que tampoco de las SS.

– Se trata de una misión encubierta, una investigación para el subcomisario de policía de Berlín, Liebermann von Sonnenberg.

– Sí, recibí su carta, así como una llamada telefónica suya. Berlín no suele prestar atención a sedes como la nuestra, pero todavía no ha respondido usted a mi pregunta.

Encendí un cigarrillo y tiré la cerilla por la ventana.

– No me haga perder el tiempo. ¿Va a ayudarme o vuelvo al hotel y llamo al Alex?

– ¡Ah! Nada más lejos de mi intención que hacerle perder el tiempo, Herr Gunther -sonrió afablemente-. Puesto que no parece que se trate de un asunto oficial, sólo deseo saber por qué voy a ayudarle. Eso es cierto, ¿verdad? Es decir, si se tratase de un asunto oficial, la petición del subcomisario me habría llegado por mediación de mis superiores, ¿no?

– Podemos hacerlo como más le guste -dije-, pero de esta forma me hará perder el tiempo. Y perderá el suyo. Conque, ¿por qué no lo considera un favor al jefe de la KRIPO de Berlín?

– Me alegro de que lo diga. Un favor. Porque me gustaría que me lo devolvieran con otro. Es justo, ¿no?

– ¿Qué quiere usted?

Weinberger sacudió la cabeza.

– Aquí no, ¿de acuerdo? Salgamos a tomar café. Su hotel está cerca, vamos allí.

– De acuerdo, si lo prefiere así.

– Creo que es lo mejor, habida cuenta de lo que me pide. -Se levantó y cogió sus cinturones y su gorra-. Por otra parte, ya le estoy haciendo un favor. El café aquí es pésimo.

No dijo nada más hasta que salimos del edificio, pero a partir de ese momento, no hubo quien lo parase.

– No está mal esta ciudad. Tengo motivos para saberlo, porque estudié Derecho aquí. Cuando me licencié, entré en la Gestapo. Es una ciudad muy católica, desde luego, es decir que, al principio, no era particularmente nazi. Veo que lo sorprende, pero así es: cuando entré en el Partido, esta ciudad era una de las que menos afiliados tenía en toda Alemania. Eso demuestra lo que se puede llegar a conseguir en poco tiempo, ¿verdad?

»Casi todos los casos que nos llegan a la oficina son denuncias. Alemanes que tienen relaciones sexuales con judíos y cosas de ésas, pero lo curioso es que la mayoría de las denuncias no las ponen los miembros del Partido, sino los buenos católicos. Naturalmente, no hay una ley que prohíba a los alemanes y a los judíos tener asuntos amorosos sórdidos. Todavía no, pero no por eso deja de haber denuncias y estamos obligados a investigarlas, aunque sólo sea por demostrar que el Partido no aprueba esa clase de relaciones obscenas. De vez en cuando hacemos desfilar por la plaza de la ciudad a una pareja por corrupción racial, pero la cosa no suele ir más allá. Hemos expulsado a un par de judíos por usura, pero nada más. Huelga decir que la mayoría de las denuncias son infundadas, producto de la estupidez y la ignorancia. Naturalmente. Casi toda la población es simplemente campesina. Esto no es Berlín. Tanto mejor si lo fuera.

»Lo digo por casos como el mío, Herr Gunther, sin ir más lejos. Weinberger no es un apellido judío. No soy judío ni lo fueron ninguno de mis abuelos. Sin embargo, me han denunciado por judío… y más de una vez, añado. Y, claro, eso no es exactamente favorable a mi carrera, aquí, en Wurzburgo.

– Me lo imagino.

Me permití una sonrisa y nada más. Todavía no tenía la información que necesitaba y de momento no quería incomodar al joven agente de la Gestapo que caminaba por la calle a mi lado. Giramos hacia Adolf-Hitler Strasse y seguimos en dirección norte, hacia el hotel.

– Bueno, sí, es gracioso, desde luego. Me lo parece hasta a mí, pero me da la sensación de que en una ciudad más sofisticada, como Berlín, no sucederían esas cosas. Al fin y al cabo, allí hay muchos nazis con apellidos que parecen judíos, ¿no es verdad? Liebermann von Sonnenberg, por ejemplo. Bueno, seguro que él entendería el aprieto en que me encuentro.

No tenía ganas de decirle que, aunque el subcomisario de la policía de Berlín estuviese afiliado al Partido, despreciaba a la Gestapo y todo lo que representaba.

– En mi opinión, así son las cosas -dijo con mucho interés-: en un sitio como Berlín, mi apellido no sería un obstáculo. Sin embargo, aquí, en Wurzburgo, no me libraré jamás de la sombra de la sospecha de que no soy completamente ario.

– ¿Y quién lo es? Quiero decir, si retrocedemos lo suficiente y la Biblia no se equivoca, todos somos judíos. La Torre de Babel. Ahí lo tiene.

– Hummm, sí -asintió con incertidumbre-. Aparte de eso, casi todos los casos que me asignan son tan insignificantes que no vale la pena ni investigarlos. Por eso me interesó Max Reles.

– ¿Qué es lo que quiere usted? Seamos específicos en eso, capitán.

– Simplemente, una oportunidad de demostrar lo que valgo, nada más. Seguro que una palabra del subcomisario de la Gestapo de Berlín me allanaría el camino del traslado. ¿No le parece?

– Puede -reconocí-, puede que sí.

Cruzamos la puerta del hotel y seguimos hasta la cafetería, donde pedimos café y tarta.

– Cuando vuelva a Berlín -le dije-, veré lo que se puede hacer. Por cierto, conozco a una persona de la Gestapo. Es jefe de un departamento de Prinz-Albrecht Strasse. Es posible que pueda ayudarlo. Sí, es posible que sí, siempre y cuando usted me ayude a mí.

Así funcionaban las cosas en Alemania en esos tiempos. Tal vez fuera la única forma de prosperar, para ratas como Othman Weinberger, y aunque personalmente lo consideraba una cosa que tenía que despegarme con cuidado de la suela de mis Salamander, no me extrañaba que quisiera marcharse de Wurzburgo. Yo sólo llevaba veinticuatro horas y ya lo deseaba más que el perro perdido del judío errante.

– Pero, ya sabe -dije-: primero, el caso. Es posible que los dos saquemos algo en limpio, algo que podría ser el trampolín para una carrera profesional. Puede que no tenga que pedir favores a nadie, si consigue impresionar a sus superiores con esto.

Weinberger sonrió con ironía y miró de arriba abajo, lentamente, a la camarera que nos sirvió café y tarta.