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– Heinrich Rubusch dispone de todo el tiempo del mundo, pero debe resucitar de entre los muertos y empezar a hablar, si queremos que este caso llegue a alguna parte. Una cosa es hacer la vista gorda con un mafioso de la construcción y otra muy distinta dejar impune el homicidio de un prominente ciudadano alemán. Sobre todo, siendo debidamente ario. Es usted un poco pueblerino para mi gusto, Weinberger, pero lo convertiremos en un policía de primera categoría. En el Alex, cuando yo era policía, teníamos un dicho propio: el hueso no va al perro, sino el perro al hueso.

29

El tren de pasajeros tardó tres horas en llegar a Frankfurt. Íbamos parando prácticamente en todos los pueblos del valle del Main y, cuando no me entretenía mirando por la ventana, escribía una carta. La repetí de varias maneras distintas. Nunca había redactado algo así y no me alegraba de tener que hacerlo, pero era necesario y no sé cómo, pero logré convencerme de que era una forma de protegerme.

No debería haber pensado en otras mujeres, pero lo hice. En Frankfurt, seguí por el andén a una que tenía un tipo como un violoncelo Stradivarius, pero me llevé una buena decepción cuando se subió al compartimiento de mujeres y me dejó en un vagón de primera para fumadores, al lado de un tipo profesional que tenía una pipa como un saxofón tenor y de un jefe de las SA aficionado a unos puros de tamaño Zeppelin que olían peor que la locomotora. En las ocho horas que duró el trayecto hasta Berlín hicimos mucho humo… casi tanto como la propia Borsig de vapor.

Llovía a cántaros cuando finalmente llegamos a Berlín y, con un agujero que se me había hecho en la suela del zapato, tuve que esperar un taxi en la cola de la estación. La lluvia aporreaba el gran techo de cristal como varillas sujeta-alfombras y goteaba sobre los primeros de la cola. Los taxistas no veían la gran cantidad de agua que caía y, por tanto, siempre se paraban en el mismo sitio y el siguiente tenía que darse una ducha para poder subirse al coche, como en las películas del Gordo y el Flaco. Cuando me llegó el turno, me tapé la cabeza con el abrigo y me metí en el taxi; conseguí lavarme toda la manga de la camisa sin necesidad de ir a la lavandería, pero, al menos, acababa de empezar el invierno y todavía era pronto para la nieve. En Berlín, cada vez que nieva, se acuerda uno de que está al menos doscientos kilómetros más cerca de Moscú que de Madrid.

Las tiendas estaban cerradas. No tenía priva en casa y no quería ir a un bar. Me acordé de que en el escritorio del despacho había dejado media botella de Bismarck -la que había confiscado a Fritz Muller- y pedí al taxista que me llevase al Adlon. Tenía intención de tomar sólo lo necesario para entrar en reacción y, en caso de que Max Reles no anduviera por allí, armarme de valor e ir a probar mi habilidad mecanográfica en su Torpedo.

Había actividad en el hoteclass="underline" una fiesta en el Salón Raphael; sin duda, los numerosos comensales estarían contemplando el panegírico de Tiépolo que decoraba el techo, aunque sólo fuera por recordar cómo es realmente un cielo azul sin nubes. Por la puerta de la sala de lectura salían suavemente nubecillas de espeso humo blanco de tabaco, como un edredón del lecho de Freyja en Asgard. Un borracho con frac y corbata blanca, apuntalado contra el mostrador de recepción, se quejaba en voz alta a Pieck, el subdirector, de que la pornografía de su habitación no funcionaba. Me llegaba su aliento desde la otra punta del vestíbulo, pero, cuando me disponía a ir a echar una mano, el hombre se cayó de espaldas como si le hubiesen serrado los tobillos. Tuvo la suerte de caerse encima de una alfombra más gruesa que su cabeza, la cual rebotó un poco y después se quedó quieta. Fue casi una representación perfecta de un combate que había visto en un noticiario, cuando una noche, en el Madcap de San Francisco, Maxie Baer tumbó a Frankie Campbell.

Pieck salió a toda prisa de detrás del mostrador, así como un par de botones y, con la confusión, pude coger la llave de la 114 y metérmela en el bolsillo antes de arrodillarme al lado del hombre inconsciente. Le tomé el pulso.

– Gracias al cielo que está usted aquí, Herr Gunther -dijo Pieck.

– ¿Dónde está Stahlecker -pregunté-, el tipo que tenía que sustituirme?

– Hace un rato se produjo un incidente en las cocinas. Dos hombres de la brigada empezaron a pelearse. El rotisseur quería acuchillar al chef repostero. Herr Stahlecker fue a separarlos.

En el Adlon, llamaban «la brigada» al personal de cocinas.

– Sobrevivirá -dije y solté el cuello del borracho-. Sólo se ha desmayado. Huele como la academia de schnapps de Oberkirch. Precisamente por eso, seguro que no se ha hecho daño al caer. Va tan cargado que no se enteraría de nada aunque le clavase una aguja. A ver, déjenme un poco de sitio; me lo llevo a su habitación a dormir la mona.

Lo agarré por la parte de atrás del cuello del abrigo y lo arrastré hasta el ascensor.

– ¿No le parece que debería subirlo en el de servicio? -objetó Pieck-. A lo mejor lo ve algún huésped.

– ¿Quiere llevarlo usted hasta allí?

– Pues… no. Creo que no.

Detrás de mí vino un botones con la llave de la habitación del cliente. A cambio, le di la carta que había escrito en el tren.

– Échala al correo, chico, haz el favor, pero no en el hotel, sino en el buzón de la oficina de Correos de la esquina con Dorotheenstrasse. -Saqué cincuenta pfennigs del bolsillo-. Toma, cógelos. Está lloviendo.

Arrastré al hombre, que seguía inconsciente, al interior del ascensor y miré el número del llavero de su habitación.

– Tres veinte -le dije a Wolfgang.

– Sí, señor -dijo, y cerró la puerta.

Me agaché, me eché el tipo al hombro y lo levanté.

Unos minutos después, el huésped reposaba en su cama y yo me secaba el sudor de la cara; después me serví un trago de una botella empezada de buen Korn que había en el suelo. No quemaba, no me llegó ni al botón del cuello de la camisa. Era un licor suave y caro, de los que se paladean acompañando una buena lectura o una improvisación de Schubert, no para aliviar el mal de amores. De todos modos, cumplió su cometido. Bajé con la conciencia tranquila o, al menos, con una sensación muy parecida, después de haber mandado la carta.

Descolgué el auricular y, con voz fingida, pedí a la operadora que me pusiera con la suite 114. La chica dejó sonar el teléfono un ratito antes de volver a hablar conmigo y decirme lo que ya sabía yo, que no lo cogían. Le pedí que me pusiera con conserjería y Franz Joseph contestó al teléfono.

– Hola, Franz, soy Gunther.

– Hola. Me han dicho que has vuelto. Creía que estabas de vacaciones.

– Lo estaba, pero, ya sabes, echaba esto de menos. No sabrás por casualidad dónde está Herr Reles esta noche, ¿verdad?

– Tenía una cena en Habel. Le hice la reserva yo mismo.

Habel, en Unter den Linden, con su histórica bodega y precios más históricos aún, era uno de los mejores y más antiguos restaurantes de Berlín. Exactamente la clase de sitio que elegiría Reles.

– Gracias.

Subí el cuello de la camisa al hombre, que dormía la mona en la cama, y tuve el detalle de dejarlo acostado de lado. Después tapé la botella y me la llevé; mientras salía de la habitación, la guardé en el bolsillo del abrigo. Estaba bastante llena, más de la mitad, y me hice la cuenta de que el huésped me debía al menos eso, o más de lo que ni él ni yo sabríamos nunca, si por casualidad vomitaba dormido.

30

Entré en la suite 114 y cerré la puerta antes de encender la luz. La puertaventana estaba abierta y la habitación, fría. Los visillos bailoteaban por detrás del sofá como dos fantasmas de comedia y el chaparrón había empapado el borde de la cara moqueta. La cerré. A Reles no le preocuparía, sólo pensaría que lo habría hecho la doncella.

Había varios paquetes abiertos por el suelo, cada uno con un objeto de arte oriental protegido entre paja. Me fijé en uno de ellos. Era una estatuilla de bronce o, posiblemente, de oro de una deidad oriental con doce brazos y cuatro cabezas, de unos treinta centímetros de altura; parecía bailar un tango con una muchacha muy ligera de ropa, que me recordó mucho a Anita Berber. Anita había sido la reina de las bailarinas desnudas de Berlín, en el White Mouse Club de Jägerstrasse, hasta que una noche tumbó a un cliente con el casco de una botella de champán. La cuestión fue que el hombre se opuso a que la artista ejecutase su número en su mesa: orinarse. Eché de menos el viejo Berlín.