Volví a guardar la estatuilla en su nido y eché un vistazo alrededor de la habitación. Al otro lado de una puerta entreabierta se veía el dormitorio, que estaba a oscuras. La del cuarto de baño estaba cerrada. Me pregunté si la metralleta Thompson, el dinero y las monedas de oro seguirían detrás de la loseta de la cisterna del retrete.
Al mismo tiempo, me llamó la atención el cubo de hielo, que estaba al lado de la bandeja de las botellas, en el aparador. Junto al cubo estaba el pincho.
Lo cogí. Medía unos veinticinco centímetros de largo y estaba más afilado que un estilete. El macizo mango, de forma rectangular, tenía una letras labradas: citizens ice 100% pure en una cara y citizens en la otra. Resultaba curioso que alguien se trajese de América un objeto así, pero sólo hasta que se sabía que posiblemente fuese el arma blanca predilecta de su dueño. La verdad es que lo parecía, y muy eficaz. He visto navajas de resorte menos amenazadoras en manos de un hombre. De todos modos, no me pareció que tuviese mucho sentido tomarlo prestado con la esperanza de que alguien del Alex le hiciese algunas pruebas. Al menos, mientras Max Reles lo usase también para ponerse hielo en la bebida.
Lo dejé en su sitio y me fui a mirar la máquina de escribir. Todavía había una carta sin terminar en el rodillo de la brillante Torpedo portátil. Lo hice girar hasta sacar el papel de la guía y del sujetahojas. Era para Avery Brundage, dirigida a una dirección de Chicago, y estaba en inglés, pero eso no me impidió observar que la letra «g» de la Torpedo subía medio milímetro más que las otras teclas.
Tenía la presunta arma del crimen, la máquina de escribir con la que Reles había falsificado las ofertas para los contratos olímpicos, una copia del informe del FBI y un formulario de la KRIPO de Viena. Lo único que me faltaba por hacer era comprobar si la metralleta seguía donde yo pensaba. Justificar la tenencia de semejante arma no sería fácil ni para un hombre como Max Reles. Miré por encima buscando el destornillador, pero, como no lo vi, me puse a abrir cajones.
– ¿Buscas algo en particular?
Era Dora Bauer. Estaba en el umbral de la puerta del dormitorio, desnuda, aunque el objeto que llevaba en las manos era tan grande que habría podido taparse con él. Era suficientemente grande. Una Mauser Bolo es mucha arma. Me pregunté cuánto tiempo aguantaría el peso con los brazos estirados sin cansarse.
– Creía que no había nadie -dije-. Desde luego, no esperaba verte a ti, querida Dora, ni tanto de ti.
– No es la primera vez que se le salen los ojos a alguien de tanto mirarme, polizonte.
– ¿De dónde sacas esa idea? Yo, un polizonte. ¡Qué ocurrencias!
– No me digas que estás registrando los cajones para llevarte algo. Tú no, no das el tipo.
– ¿Quién lo dice?
– No -sacudió la cabeza-. Este trabajo me lo encontraste tú y ni siquiera me pediste comisión. ¿Qué ladrón lo haría?
– Eso demuestra que me debes una, ¿ves?
– Ya te la he pagado.
– ¿Sí?
– Claro. Entra aquí un tío con una botella en el bolsillo y se pone a revolver los cajones: podría haberte disparado hace cinco minutos, pero no creas que no voy a apretar el gatillo porque no lo haya hecho ya, seas poli o dejes de serlo. Por lo que sé de ti, Gunther, tus antiguos colegas del Alex podrían tomárselo como un favor personal.
– Es a mí a quien estás haciendo un favor, fräulein. No había visto tanta cantidad de chica bonita desde que cerraron Eldorado. ¿Es ése el uniforme que te pones para escribir a máquina y tomar notas? ¿O es como terminas, cada vez que Max Reles te hace un dictado? Sea lo que sea, no me quejo. Hasta con un arma en la mano eres un regalo para la vista.
– Estaba durmiendo -dijo-. Al menos, hasta que empezó a sonar el teléfono. Supongo que eras tú, a ver si había moros en la costa.
– Es una lástima que no respondieses. Te habría ahorrado el sofoco.
– Puedes mirarme el conejo cuanto quieras, polizonte, que no me voy a sofocar.
– Oye, ¿por qué no retiras el arma y te pones una bata? Después hablamos. El motivo por el que estoy aquí es muy sencillo.
– Me parece que sé por qué has venido, Gunther. Max y yo te estábamos esperando desde que fuiste de excursión a Wurzburgo.
– Una ciudad pequeña y bonita, aunque al principio no me gustó. ¿Sabías que allí está una de las mejores catedrales góticas de Alemania? La construyeron los príncipes obispos de la localidad, para compensar el homicidio de un pobre sacerdote irlandés, san Kilian, perpetrado por los ciudadanos en el año 689. Si Reles va allí algún día, encajará perfectamente, aunque seguro que va pronto, ahora que es propietario de una o dos canteras proveedoras del Comité Olímpico de Alemania. Además, no lo olvidemos, ha matado a una persona con ese picahielo que hay en el aparador.
– Tendrías que trabajar en la radio.
– Escúchame, Dora. En estos momentos, es Max quien se juega el cuello. ¿Te acuerdas de Myra Scheidemann, la homicida de la Selva Negra? Por si se te había olvidado, aquí, en este gran país nuestro, también se ejecuta a las mujeres. Sería una lástima que terminases como ella, conque sé prudente y deja el arma. Puedo ayudarte, igual que la otra vez.
– Cállate. -Me apuntó con el largo cañón de la Mauser y luego señaló el cuarto de baño-. ¡Adentro! -dijo con furia.
Obedecí. Sé el daño que puede hacer una bala de Mauser. Lo que me preocupaba no era el agujero que abre al entrar, sino el que abre al salir. La diferencia es lo que va de un cacahuete a una naranja.
Abrí la puerta del cuarto de baño y encendí la luz.
– Quita la llave de la cerradura -dijo- y vuelve a ponerla por este lado.
Por otra parte, Dora había sido prostituta. Probablemente siguiera siéndolo y ellas no suelen tener remilgos a la hora de disparar, sobre todo a los hombres. Myra Scheidemann era una prostituta que había matado a tres clientes suyos en el bosque de un tiro en la cabeza, en pleno acto sexual. A veces tengo la impresión de que muchas prostitutas no aprecian gran cosa a los hombres. Me pareció que a ésta en concreto no le importaría nada descerrajarme un tiro, de modo que saqué la llave de la cerradura y la puse por el lado de fuera, tal como me había ordenado.
– Ahora, cierra.
– ¿Y perderme el espectáculo?
– No me obligues a demostrar que sé manejar un arma.
– Podrías presentarte con el equipo olímpico de tiro. Creo que te sería muy fácil impresionar al jurado de selección, así vestida. Claro, que a lo mejor resulta complicado sujetarte la medalla en el pecho, aunque siempre podrías recurrir al picahielo.
Dora estiró el brazo, me apuntó a la cabeza deliberadamente y agarró la Mauser con firmeza.
– Está bien, está bien.
Cerré la puerta de una patada, furioso conmigo mismo por no haber pensado en llevarme la pequeña automática que le había quitado a Eric Goerz. Al oír el mecanismo de la cerradura, acerqué el oído a la puerta e intenté seguir la conversación.
– Creía que éramos amigos, Dora. Al fin y al cabo, fui yo quien te proporcionó el trabajo con Max Reles, ¿te acuerdas? Yo te di la oportunidad de dejar el fulaneo.
– Cuando tú y yo nos conocimos, Gunther, Max ya era cliente mío. Tú sólo me diste la oportunidad de estar aquí con él legalmente. Ya te dije que me encantan los grandes hoteles como éste.