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– Me acuerdo. Te gustan los cuartos de baño grandes.

– ¿Y quién dijo que quería dejar el fulaneo?

– Tú, y yo te creí.

– En tal caso, no se te da muy bien calibrar el carácter de la gente, ¿verdad? Max cree que lo estás acorralando, pero a mí me parece que no das más que palos de ciego y que has tenido suerte. A él le parece que lo sabes todo porque has ido a Wurzburgo, pero a mí no. ¿Cómo ibas a saberlo?

– Por cierto, ¿cómo ha sabido que he ido a Wurzburgo?

– Se lo dijo Frau Adlon. No sabía dónde te habías metido, después de Potsdam y se lo preguntó a ella. Le dijo que quería recompensarte por haber encontrado la caja china. Naturalmente, en cuanto supo dónde estabas, se imaginó que habías ido a averiguar cosas sobre él, preguntando a la viuda de Rubusch o en la Gestapo. O las dos cosas.

– No me pareció que la Gestapo tuviese mucho interés en Reles y sus actividades -dije.

– Claro, por eso pidieron información sobre él al FBI. -Dora se rió-. Sí, estaba segura de que con eso te taparía la boca. Max recibió un telegrama de los Estados Unidos, de su hermano, en el que le decía que alguien del FBI le había dicho que habían recibido una solicitud de información sobre él de la Gestapo de Wurzburgo. Como ves, Max tiene amigos muy útiles en el FBI, lo mismo que aquí. Se le da muy bien.

– ¿De verdad?

Eché un vistazo al cuarto de baño. Habría abierto la ventana de una patada y habría salido por allí a la calle, pero no había ventana. Necesitaba la metralleta de detrás de la loseta de la cisterna. Busqué un destornillador por allí y luego miré en los cuatro armarios.

– ¿Sabes una cosa? A Max no va a hacerle ninguna gracia encontrarme aquí, en el baño, cuando vuelva -dije-, sobre todo porque no podrá usar su propio retrete.

En los armarios no había gran cosa. Casi todos los artículos masculinos de tocador estaban en la repisa o al lado del lavabo. En uno de los armarios había un frasco de Blue Grass, de Elizabeth Arden, y colonia de hombre Grand Prix, de Charbert. Parecían la pareja perfecta. En otro encontré una bolsa con unos consoladores bastante vulgares, una peluca rubia, ropa interior femenina lujosa y una diadema de diamantes de bisutería que era evidentemente bisutería. A nadie se le ocurre dejar diamantes auténticos en el armario de un cuarto de baño, menos aún, si el hotel dispone de caja fuerte. Sin embargo, del destornillador, ni rastro.

– Para Max va a ser un verdadero problema deshacerse de mí. Es decir, no puede matarme aquí, en el Adlon, ¿verdad? No soy de los que se quedan quietecitos sin moverse y se dejan clavar un pincho por el oído. El estruendo de un disparo llamaría la atención y habría que dar explicaciones. Pero no te equivoques, Dora, va a tener que matarme y tú serás cómplice del crimen.

Naturalmente, ya había comprendido el significado de la peluca, la diadema y el perfume Blue Grass. No quería decírselo a Dora, porque todavía tenía esperanzas de convencerla de que colaborase conmigo, pero, a cada minuto que pasaba, más claro estaba que no me quedaba otro remedio: tendría que obligarla asustándola con lo que sabía de ella.

– Pero, claro, a ti no te importa ser cómplice de un crimen, ¿verdad, Dora? Porque ya lo has hecho una vez, ¿a que sí? Heinrich Rubusch estaba contigo la noche en que Max lo mató con el pincho. Eras la rubia de la diadema de diamantes, ¿no es eso? ¿No le importó al tipo aquel, cuando le enseñaste el conejo, que no fueras rubia natural?

– Era igual que todos los Fritz cuando ven un trocito de conejo. Lo único que le importaba era que chillase cuando lo acariciaba.

– Por favor, dime que Max no lo mató mientras lo hacíais.

– ¿Y a ti qué más te da? No hizo ningún ruido, ni siquiera sangró. Bueno, a lo mejor un poquito, nada más. Max lo secó con la casaca del pijama del tipo, pero no se veía ninguna marca. Increíble, la verdad. Y el hombre no sintió nada, créeme. No podía, que es más de lo que puedo decir yo. Rubusch quería un caballo de carreras, no una chica. Me dejó en la espalda unas marcas del cepillo del pelo que me duraron varios días. Por si quieres saberlo, ese gordo pervertido se lo merecía.

– Pero la puerta estaba cerrada por dentro, cuando lo encontramos. La llave estaba puesta todavía.

– Tú la abriste, ¿verdad? Yo la cerré del mismo modo. Muchas prostitutas de hotel llevan llaves maestras o falsas… o saben dónde encontrarlas. A veces, algún cliente no te da propina. A veces te ponen en la boca un caramelo demasiado tentador para dejarlo pasar, conque esperas fuera un rato y, cuando se marchan, entras otra vez y lo coges. ¡Menudo detective de hotel estás hecho, Gunther! El otro gorila, ¿cómo se llamaba? El borracho. Muller. Él hacía muy bien su papel. Fue él quien me vendió una llave falsa y una buena llave maestra. A cambio, bueno, imagínate lo que quería. Al menos, la primera vez. La noche en que Max mató a Rubusch me topé con él y tuve que meterle unos billetes en el bolsillo.

– De los que te había dado Rubusch.

– Claro.

Ya había desistido de encontrar el destornillador. Estaba repasando la calderilla que llevaba, a ver si alguna moneda encajaba en la cabeza de los tornillos de la loseta de la cisterna. No, ninguna. Lo único que podría servirme fue una grapa de plata para sujetar billetes -regalo de boda de mi difunta esposa- y me pasé unos cuantos minutos intentando aflojar un tornillo con ella, pero lo único que conseguí fue estropear el doblez. Tal como pintaban las cosas, muy pronto tendría ocasión de pedir disculpas a mi mujer, si no personalmente, de una manera parecida.

Dora Bauer dejó de hablar. Mejor, porque cada vez que abría la boca, me recordaba lo estúpido que había sido. Cogí el vaso de lavarse los dientes, lo fregué, me serví una dosis generosa de Korn y me senté en la taza del retrete. Con un trago y un cigarrillo, siempre se ve todo un poco mejor.

«Te has metido en un aprieto, Gunther -me dije-. Dentro de poco, entrará por esa puerta un hombre con una pistola y te matará aquí mismo o intentará sacarte del hotel y matarte en otra parte. También puede intentar darte un golpe en la cabeza, matarte después con el pincho ése y sacarte de aquí en una cesta de lavandería. Hace ya un tiempo que se aloja en el hotel, seguro que sabe dónde está todo.

»O, sencillamente, podría tirar tu cadáver por el hueco del ascensor. Ahí tardarían un tiempo en encontrarte. O puede que sólo llame a sus amigos de Potsdam y les pida que vengan a detenerte. Seguro que nadie pone objeciones. Últimamente, en Berlín, cada vez que detienen a alguien, todo el mundo desvía la mirada. Nadie quiere meterse en el asunto, nadie quiere ver nada.

»Aunque lo cierto es que no pueden arriesgarse a que hables delante de todo el mundo, cuando pretendan llevarte en volandas hasta la puerta. A Von Helldorf no le gustaría nada, ni a nuestro honorable presidente de la Oficina de Deportes, Von Tschammer und Osten.»

Bebí un poco más de Korn. No me alivió nada, pero me dio una idea. No muy brillante, aunque lo cierto es que tampoco era yo un gran detective. Eso estaba ya muy claro.

31

Pasaron un par de horas… y un par de tragos más. ¿Qué otra cosa podía hacer? Oí el ruido de la llave en mi cerradura y me levanté. Se abrió la puerta, pero en vez de ver a Max Reles me encontré cara a cara con Gerhard Krempel, diferencia que echó por tierra la idea que me había hecho. Krempel no era muy espabilado y yo no sabía qué decir para salir del aprieto, si era a él a quien tenía que convencer. Llevaba un 32 en una mano y un cojín en la otra.

– Ya veo que ha estado divirtiéndose -dijo.

– Tengo que hablar con el señor Reles.

– Lástima, porque no está aquí.

– Tengo un trato que proponerle y seguro que lo quiere oír, se lo garantizo.

Krempel sonrió macabramente.

– ¿De qué se trata?