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– No quiero estropearle la sorpresa. Digamos, sencillamente, que tiene que ver con la policía.

– Sí, pero, ¿qué policía? ¿El policía insignificante que era usted, Gunther, o los que conoce mi jefe y saben hacer desaparecer los problemas? Ha tirado tres cartas y ahora quiere subir la apuesta. A eso lo llamo yo un farol. No me importa lo que tenga usted que decir, pero escúcheme a mí. Hay dos formas de salir de este cuarto de baño: muerto o completamente borracho. Lo que prefiera. Cualquiera de ellas es un inconveniente para mí, pero una tal vez no lo sea tanto para usted. Sobre todo teniendo en cuenta que ha sido previsor y se ha traído una botella y, por lo que veo, se me ha adelantado un poco.

– ¿Y después?

– Eso depende de Reles, pero no le dejaré salir de este hotel a menos que esté incapacitado por el motivo que sea. Si está borracho, puede pegarse un tiro en la boca o lo que quiera, porque nadie va a prestar mucha atención a un don nadie como usted. Ni siquiera aquí. Es más, aquí, menos que en cualquier otra parte. En el Adlon no nos gustan los borrachos. Asustan a las señoras. Si nos encontramos con cualquiera que lo conozca, diremos que no es usted más que un ex poli que no sabe soltar la botella. Igual que el otro beodo que trabajaba aquí, Fritz Muller.

Krempel se encogió de hombros.

– De todos modos, podría pegarle un tiro aquí y ahora, sabueso. Si envuelvo este pequeño 32 en este cojín, el ruido no parecerá más que el petardeo de un coche. Después tiro su cadáver por la ventana. Eso tampoco hace mucho ruido, no hay más que un piso, hasta la calle. Con la que está cayendo, antes de que alguien lo descubra en la oscuridad, ya lo habré metido en los asientos traseros del coche con destino al río.

Hablaba con calma y aplomo, como si matarme no fuera a producirle ninguna noche de insomnio. Envolvió el revólver en el cojín, con toda intención.

– Mejor bébaselo todo -dijo-. Ya no tengo más que decir.

Llené el vaso y me lo bebí de un trago.

Krempel sacudió la cabeza.

– Olvidemos que estamos en el Adlon, ¿de acuerdo? Beba a morro, si no le importa. No tengo toda la noche.

– ¿No quiere beber conmigo?

Dio un paso adelante y me sacudió un bofetón. No fue con intención de hacerme caer, sólo de pararme las cuerdas vocales.

– Corte el rollo y beba.

Me puse la botella de piedra en la boca y bebí a caño como si fuese agua. Una parte quiso volver a salir, pero apreté los dientes y no la dejé. No parecía que Krempel tuviera paciencia suficiente para esperar a que vomitase. Me senté en el borde de la bañera, respiré hondo y bebí otro poco. Después, un poco más. Cuando levanté la botella por tercera vez, se me cayó el sombrero a la bañera, aunque bien habría podido ser la cabeza. Rodó hasta debajo del grifo, que goteaba, y se quedó sobre la coronilla, como un gran escarabajo marrón panza arriba. Me agaché a recogerlo, calculé mal la profundidad de la bañera y me caí dentro, pero sin derramar una gota de schnapps. Creo que, si la hubiese roto, Krempel me habría disparado allí mismo. Le di otro trago sólo por demostrarle que todavía quedaba mucho, cogí el sombrero y me lo aplasté otra vez en la cabeza, que ya me daba vueltas.

Krempel me miraba con menos cariño que a una esponja seca de lufa; se sentó en la tapa del retrete. Tenía los ojos como dos rendijas hinchadas, como si se los hubiera picado una serpiente. Encendió un cigarrillo, cruzó sus largas piernas y soltó un largo suspiro con sabor a tabaco.

Pasaron unos minutos, ociosos para él, pero cada vez más peligrosos y tóxicos para mí. La priva me estaba debilitando con mano de hierro.

– Gerhard, ¿le gustaría hacerse con una fortuna? Una verdadera fortuna, quiero decir. Miles de marcos.

– Conque miles, ¿eh? -Soltó una risa burlona que le retorció el cuerpo-. Y me lo dice usted, Gunther. Un hombre con las suelas agujereadas que va a casa en autobús, cuando puede pagárselo.

– En eso le doy la razón, amigo mío.

Con la espalda en el fondo de la honda bañera y las Salamander en el aire, creí ser Bobby Leach navegando por el Niágara en un barril. Cada dos por tres, tenía la sensación de que el estómago se me quedaba atrás, debajo de mí. Tenía la cara llena de sudor, abrí el grifo y me eché un poco de agua.

– Sin embargo, hay mucha pasta ahí mismo al alcance de cualquiera, amigo mío. Mucha pasta. Detrás de usted hay una loseta atornillada a la cisterna del retrete. Si la desmonta, verá una bolsa escondida. Con billetes. De varias monedas distintas. Una metralleta Thompson y oro suizo suficiente para montar una tienda de chocolate.

– Todavía falta mucho para Navidad -dijo Krempel. Chasqueó la lengua con fuerza-. Además, no he dejado una bota en la chimenea.

– El año pasado, a mí me echaron carbón en la mía. Pero está ahí, de verdad. La pasta, quiero decir. Me imagino que la ha escondido Reles, porque, claro, una Thompson no se puede guardar en la caja fuerte del hotel. Ni siquiera en éste.

– No me haga obligarlo a dejar de beber -gruñó Krempel; se inclinó hacia adelante y me dio unos golpecitos en la suela del zapato, el del agujero, con el cañón de la pistola.

Me llené la boca con el aborrecible líquido, tragué con esfuerzo y solté un eructo profundo y nauseabundo.

– La encontré. Cuando registré esta habitación. Hace un rato.

– ¿Y la dejó ahí, sin más?

– Soy muchas cosas, Gerhard, pero no un ladrón. Es la ventaja que tengo. Nuestro querido Max tiene un destornillador por ahí, en alguna parte. Para desmontar la cubierta. Estoy seguro. Hace un ratito lo estuve buscando, para recibirlo a usted con la bolsa cuando apareciese con la Princips en la mano. No es nada personal, entiéndame, pero a una Thompson se la saluda con un golpe de tacones y el brazo en alto en todos los idiomas.

Cerré los ojos un momento, levanté la botella, que tenía forma de salchicha, brindé en silencio y bebí otro poco. Cuando los abrí de nuevo, Krempel estaba mirando con interés los tornillos de la loseta.

– Ahí hay bastante para comprar unas cuantas empresas o sobornar a quien haga falta. Sí, en esa bolsa hay mucho combustible, mucho más de lo que le paga a usted, Gerhard.

– ¡Cállese, Gunther!

– No puedo. Siempre he sido un borracho charlatán. La última vez que la pillé tan gorda fue cuando murió mi mujer. Gripe española. ¿No se ha preguntado por qué la llaman gripe española, Gerhard? Empezó en Kansas, ¿sabe? Pero eso lo censuraron los Amis, por el poder que tienen todavía los censores de la guerra. Y no salió en la prensa hasta que llegó a España, donde no había censura de tiempos de guerra. ¿Ha tenido la gripe alguna vez, Gerhard? A mí me parece que la tengo ahora; me parece que tengo la epidemia esa, una epidemia de una sola víctima. Dios, creo que hasta me he meado.

– Abrió el grifo antes, cabeza de chorlito, ¿no se acuerda?

Bostecé.

– ¿De verdad?

– Beba.

– Por ella. Fue una buena mujer. Demasiado, para mí. ¿Tiene mujer?

Negó con un movimiento de cabeza.

– Con la pasta de esa bolsa, podría permitirse unas cuantas. A ninguna le importaría que fuera usted un cabrón repugnante. Las mujeres son capaces de pasar por alto prácticamente cualquier defecto de los hombres, siempre y cuando tengan un saco bien provisto de pasta en la mesa del comedor. Apuesto a que esa bruja de ahí al lado, Dora, tampoco sabe nada de la bolsa. Si lo supiera, ya sería suya, seguro. ¡Qué cabrita mercenaria! Lo que sí es verdad es que está más rica que un melocotón, la he visto desnuda. Claro, que todos los melocotones tienen un hueso dentro y el de Dora es mayor que la mayoría, pero no por eso deja de estar más rica que un melocotón.

Me pesaba la cabeza como una piedra, una piedra enorme con forma de hueso de melocotón. Cuando se me cayó sobre el pecho, me pareció que tardaba tanto que creí que se me caía hasta el cesto de cuero de debajo del hacha que cae. Y grité pensando que estaba muerto. Abrí los ojos, respiré hondo, espasmódicamente, e hice un gran esfuerzo por mantener cierto grado de verticalidad, aunque estaba perdiendo la batalla.