– No. Es por el tono… del comentario. Eso lo dicen a veces los judíos, aunque a mí me importa un comino lo que sea cada cual. No entiendo a qué viene tanto lío. Todavía no he conocido a ningún judío que se parezca a los de las estúpidas tiras cómicas, aunque debería, porque trabajo con uno que es el hombre más amable que se pueda imaginar.
– ¿Y qué hace usted, exactamente?
– No es necesario que lo diga con retintín, ¿eh? No me lo come, si se refería a eso. Soy taquimecanógrafa y trabajo en Odol, la empresa de dentífrico. -Lanzó una espléndida sonrisa, como presumiendo de dientes.
– ¿En Europa Haus?
– Sí. ¿Qué tiene de gracioso?
– Nada, es que acabo de venir de allí. Por cierto, fui a buscarla a usted.
– ¿A mí? ¿Qué quiere decir?
– Olvídelo. ¿Qué hace su jefe?
– Lleva los asuntos legales -sonrió-. Ya, qué contradicción, ¿verdad? Yo, trabajando en asuntos legales.
– Es decir, que alquilar el conejo no es más que un pasatiempo, ¿eh?
Se encogió de hombros.
– Ya le he dicho que necesitaba un sobresueldo, aunque hay otra razón. ¿Ha visto Grand Hotel?
– ¿La película? Claro.
– ¿No le pareció maravillosa?
– No está mal.
– Creo que me parezco un poco a Flaemmchen, el personaje de Joan Crawford. Me encantan los grandes hoteles como el de la película o como el Adlon. «La gente viene. La gente se va. Nunca pasa nada.» Pero las cosas no son así, ¿verdad? Me parece que en sitios como éste pasan muchas cosas, muchas más que en la vida de casi toda la gente normal. Me gusta el ambiente de este hotel en particular por el encanto que tiene, por el tacto de las sábanas y los enormes cuartos de baño. No se imagina lo mucho que me gustan los cuartos de baño de este hotel.
– ¿No es un poco peligroso? A las chicas alegres les pueden suceder cosas muy malas. En Berlín hay muchos hombres que se divierten infligiendo un poco de dolor: Hitler, Goering o Hess, por no decir más que tres.
– Ése es otro motivo para venir a un hotel como éste. Casi todos los Fritzes que se alojan aquí saben comportarse y tratan bien a las chicas, con educación. Por otra parte, si algo se torciese, no tendría más que gritar y enseguida aparecería alguien como usted. Por cierto, ¿qué es usted? Con esas zarpas, no creo que trabaje en recepción. Tampoco es el poli de la casa; no el que he visto otras veces, desde luego.
– Parece que lo tiene todo calculado -dije, sin responder a sus preguntas.
– En esta profesión, vale la pena llevar bien la cuenta.
– ¿Y se le da bien la taquimecanografía?
– Nunca he recibido quejas. Tengo los certificados de mecanografía y taquigrafía de la Escuela de Secretariado de Kürfurstendamm. Antes, me saqué el Abitur.
Llegamos al vestíbulo y el nuevo recepcionista nos miró con recelo. Me llevé a la chica un piso más abajo, al sótano.
– Creía que iba a echarme -dijo, al tiempo que volvía la cabeza hacia la puerta principal.
No contesté. Estaba pensando. Pensaba en que esa chica podía sustituir a Ilse Szrajbman. Tenía buena presencia, vestía bien, era guapa, inteligente y, según ella, buena taquimecanógrafa, además. Eso sería fácil de demostrar. Sólo tenía que sentarla ante una máquina de escribir. Al fin y al cabo, me dije, con las mismas, podría haber ido al Europa Haus, conocerla y ofrecerle el puesto sin haberme enterado de la especialidad que había elegido para sacarse un sobresueldo.
– ¿Tiene antecedentes penales?
La opinión general de los alemanes sobre las prostitutas no era mucho más elevada que la que tenían sobre los delincuentes, pero yo había conocido suficientes mujeres de la calle para saber que la mayoría eran mucho mejores. Solían ser atentas, cultas e inteligentes. Por otra parte, ésta en concreto no era lo que se dice una cualquiera. Sabía portarse adecuadamente en un hotel como el Adlon. No era una dama, pero podía fingirlo.
– ¿Yo? De momento estoy limpia.
Y todavía. Toda mi experiencia policial me aconsejaba que no me fiase de ella. Además, la que había adquirido últimamente como alemán me decía que no me fiase de nadie.
– De acuerdo. Venga a mi despacho, tengo una proposición que hacerle.
Se detuvo en las escaleras.
– No soy el comedor de la Beneficencia, señor.
– Tranquila, no es eso lo que quiero. Además, soy romántico: espero que, como mínimo, me inviten a cenar en el Kroll Garden. Me gustan las flores, el champán y los bombones de Von Hövel. Entonces, si la dama es de mi agrado, puede que incluso me deje llevar de compras a Gersons, aunque debo advertirle que puedo tardar un tiempo en sentirme tan a gusto como para pasar el fin de semana en Baden-Baden con usted.
– Tiene gustos caros, Herr…
– Gunther.
– Me parecen bien: son casi idénticos a los míos.
– Esa impresión tenía yo.
Entramos en el despacho de los detectives. Era una habitación sin ventana, con una cama plegable, una chimenea apagada, una silla, una mesa de despacho y un lavabo con repisa, en la que había una navaja y un cuenco para afeitarse; no faltaban una tabla de planchar y una plancha de vapor para quitar las arrugas a la camisa y adecentarse un poco. Fritz Muller, el otro detective fijo, había dejado la habitación impregnada de un fuerte olor a sudor, pero el de tabaco y aburrimiento era todo mío. La chica arrugó la nariz con desagrado.
– Conque así es la vida en el sótano, ¿eh? No se ofenda, señor, pero, es que, en comparación con el resto del hotel, esto parece una pocilga.
– En comparación, también lo parece el Charlottenburg Palace. A ver, la proposición, ¿Fraulein…?
– Bauer, Dora Bauer.
– ¿Es auténtico?
– No le gustaría que le dijese otro.
– ¿Puede demostrarlo?
– Señor, estamos en Alemania.
Abrió el bolso para enseñarme varios documentos. Uno de ellos, enfundado en cuero rojo, me llamó la atención.
– ¿Está afiliada al Partido?
– Por mis actividades, siempre es recomendable disponer de la mejor documentación. Este carnet corta en seco cualquier pregunta comprometida. Casi todos los policías te dejan en paz en cuanto lo ven.
– No lo dudo. ¿Y el amarillo qué es?
– El de la Cámara de Cultura del Estado. Cuando no estoy escribiendo a máquina o alquilando el conejito, soy actriz. Creía que por afiliarme al Partido sería más fácil que me diesen un papel, pero de momento, nada. La última obra en la que actué fue La caja de Pandora, en el Kammerspiele de Schumannstrasse. Hacía de Lulú. Fue hace tres años. Por eso escribo a máquina las cartas de Herr Weiss, en Odol, y sueño con cosas mejores. Bueno, ¿de qué se trata?
– Poca cosa. Aquí, al Adlon, vienen muchos hombres de negocios y siempre hay unos cuantos que necesitan los servicios de una taquimecanógrafa por horas. Está bien pagado, mucho mejor que las actuales tarifas de oficina. Puede que no llegue a lo que se sacaría usted en una hora, tumbada boca arriba, pero supera a Odol con diferencia. Además, es trabajo honrado y, por encima de todo, seguro. Sin contar con que podría entrar y salir legalmente del hotel.
– ¿Va en serio? -dijo con verdadero interés y auténtica emoción en la voz-. ¿Trabajar aquí? ¿En el Adlon? ¿De verdad?
– Completamente en serio.
– ¿De verdad de la buena?
Sonreí y asentí.
– Sonríe usted, Gunther, pero, créame, en estos tiempos, casi siempre hay gato encerrado en los empleos que nos ofrecen a las chicas.
– ¿Cree que Herr Weiss le daría una carta de recomendación?
– Si se lo pido bien, me da lo que quiera. -Sonrió vanidosamente-. Gracias. Muchas gracias, Gunther.
– Pero no me falles, Dora, porque si lo haces… -Sacudí la cabeza-. Lo dicho: no me falles, ¿de acuerdo? Y quién sabe si no acabarás casándote con el ministro de Interior. No me sorprendería, con lo que llevas en el bolso.