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– ¡Oye! ¡Que tú también curras! ¿No?

– Qué más quisiera, Dora; así lo permitiese Dios.

5

Justo al día siguiente, el huésped de la suite 114 denunció un robo. Era una de las habitaciones VIP de la esquina que quedaban encima de las oficinas de la North German Lloyds y allá que fui, acompañado por Herr Behlert, el director, a hablar con él.

Max Reles era neoyorquino de origen alemán, alto, fuerte, medio calvo, con unos pies como cajas de zapatos y unos puños como balones de baloncesto; parecía más un policía que un hombre de negocios… al menos, uno que pudiera permitirse corbatas de seda de Sparmann y trajes de Rudolf Hertzog (suponiendo que se saltase el boicot a los judíos). Olía a colonia y llevaba unos gemelos de diamante casi tan brillantes como sus zapatos.

Entramos en la suite y Reles nos echó una mirada -primero a Behlert y después a mí- tan inquisitiva como el rictus de su boca. Tenía cara de boxeador a puño limpio con el ceño permanentemente fruncido. Ni en los muros de una iglesia había visto caras tan agresivas.

– ¡Ya era hora, joder! -dijo bruscamente, al tiempo que me miraba de arriba abajo como si fuese yo el recluta más novato de su pelotón-. ¿Qué es usted? ¿Policía? ¡Demonios, tiene toda la pinta! -Miró a Behlert casi con compasión y añadió-: ¡Maldita sea, Behlert! ¿Qué tugurio de mala muerte le han montado aquí estos imbéciles? ¡Por Dios! Si éste es el mejor hotel de Berlín, ¡no quiero saber cómo será el peor! Creía que ustedes, los nazis, eran muy severos con la delincuencia. Es de lo que más presumen, ¿no? ¿O no son más que mentiras para el pueblo?

Behlert intentó calmarlo, pero en vano. Yo preferí dejar que se desfogase un poco más.

Una serie de puertaventanas desembocaba en un gran balcón de piedra, desde el cual se podía, según la tendencia de cada uno, saludar a una multitud de adoradores o despotricar contra los judíos. Tal vez las dos cosas. Mientras esperaba a que amainase el temporal, me acerqué a una de ellas, aparté el visillo y miré al exterior… suponiendo que fuera a amainar, porque tenía mis dudas. Para ser estadounidense, hablaba alemán muy bien, aunque la entonación era más cantarina que la de los berlineses, parecida a la de los bávaros, y eso lo delataba.

– No va a encontrar al ladrón ahí fuera, amigo.

– Sin embargo, lo más probable es que lo esté -dije-. No creo que se haya quedado en el hotel, ¿y usted?

– ¿Qué es esto? ¿Lógica alemana? ¡Maldita sea! Pero, ¡qué demonios les pasa! Al menos podrían aparentar un poco más de preocupación.

Arrojó un puro a la ventana ante la que me encontraba como una granada de gas. Behlert saltó a recogerlo como movido por un resorte. Si no, se quemaba la alfombra.

– Puede que, si nos dijera usted lo que ha echado de menos, señor -dije mirándolo cara a cara-, y por qué cree que se trata de un robo…

– ¿Por qué creo? ¡Dios! ¿Insinúa que miento?

– En absoluto, Herr Reles. No se me ocurriría ni remotamente, hasta haber determinado los hechos.

Mientras Reles intentaba averiguar si lo había insultado o no, trocó su hosco ceño por una expresión de perplejidad. Tampoco yo estaba muy seguro de la intención de mis palabras.

Entre tanto, Behlert sostenía ante Reles un cenicero de cristal. Parecía un monaguillo ayudando al sacerdote a dar la comunión. El puro, húmedo y marrón, recordaba a algo que hubiese dejado allí un perrillo; tal vez por eso el propio Reles pareció pensarlo mejor, antes de volver a llevárselo a la boca. Lo miró con cara de asco y lo rechazó con un gesto de la mano, que fue cuando advertí los anillos de diamantes que llevaba en los pulgares, por no hablar de las uñas, perfectamente cuidadas y sonrosadas. Fue como descubrir una rosa en el fondo de una escupidera de boxeador.

Con Behlert plantado entre Reles y yo, casi esperaba que nos recordase las reglas del ring. No me hacían mucha gracia los Amis bocazas, aunque diesen voces en perfecto alemán, y, fuera del hotel, no me habría importado demostrárselo.

– A ver, Fritz, ¿y a usted qué le pasa? -me interpeló Reles-. ¿No es demasiado joven para ser detective de la casa? Eso es trabajo de polis retirados, no de un rufián como usted, a menos que sea rojillo. Los nazis no aceptan polis comunistas. Lo cierto es que yo tampoco les tengo ninguna simpatía.

– Difícilmente estaría trabajando aquí si lo fuese, Herr Reles. La florista del hotel no lo aprobaría: le gusta más el blanco que el rojo, como a mí. De todos modos, lo que importa ahora no es lo que me pase a mí, sino lo que le ha pasado a usted, por tanto, a ver si podemos centrarnos un poco, ¿de acuerdo? Mire, señor, ya veo que está disgustado; eso lo vería hasta Helen Keller, pero si no nos tranquilizamos y nos ponemos a concretar los hechos, no llegaremos a ninguna parte.

Reles sonrió y cogió el puro en el preciso momento en que Behlert se llevaba el cenicero.

– Conque Helen Keller, ¿eh?

Soltó una risita, se puso el puro en la boca y lo reavivó a fuerza de caladas. Sin embargo, el tabaco pareció consumirle los atisbos de buen humor y volvió a la posición de descanso, que, por lo visto, consistía en una cólera sorda. Señaló un mueble de cajones. Como casi todo el mobiliario de la suite, era de color dorado Biedermeier y parecía que lo hubiesen bañado en miel.

– Encima de esa cómoda había una cajita china de mimbre y laca de principios del siglo xvii, de la dinastía Ming, y era muy valiosa. La tenía empaquetada, lista para enviársela a una persona a los Estados Unidos. No estoy seguro de en qué momento desapareció. Tanto pudo haber sido ayer como antes de ayer.

– ¿De qué tamaño era?

– De unas veinte pulgadas de largo por un pie de ancho y tres o cuatro pulgadas de altura.

Intenté convertirlo al sistema métrico decimal, pero desistí.

– En la tapa tiene una imagen inconfundible: unos oficiales chinos sentados a la orilla de un lago.

– ¿Colecciona usted arte chino, señor?

– ¡No, qué va! Es demasiado… chino para mi gusto. Prefiero el arte de cosecha propia.

– Puesto que estaba empaquetada, ¿es posible que pidiese al conserje que la recogiera y después lo haya olvidado? A veces somos más eficientes de lo que nos gustaría.

– No, porque la he echado de menos -dijo.

– Tenga la bondad de responder a la pregunta, por favor.

– Usted ha sido policía, ¿verdad? -Reles suspiró y se repasó el pelo con la palma de la mano, como para ver si seguía en su sitio. Allí seguía, pero por los pelos-. Lo he comprobado: no lo han enviado.

– En tal caso, una pregunta más, señor. ¿Qué otra persona o personas pueden entrar en esta habitación? Alguien que tenga una llave, quizás, o un invitado suyo.

– ¿Qué quiere decir?

– Exactamente lo que acabo de decir. ¿Se le ocurre alguna persona que haya podido llevarse la caja?

– Es decir, ¿aparte de la camarera?

– La interrogaré, por supuesto.

Reles sacudió la cabeza. Behlert carraspeó y levantó una mano para interrumpirnos.

– Hay una persona, sin duda -dijo.

– ¿A quién se refiere, Behlert? -gruñó Reles.

El director señaló el escritorio de al lado de la ventana, en el que había, entre dos fajos de papel de cartas, una reluciente máquina de escribir portátil nueva, de la marca Torpedo.

– Hasta hace un par de días, ¿no solía venir aquí a diario FräuleinSzrajbman para hacerle trabajos de taquigrafía y mecanografía?

Reles se mordió los nudillos.

– ¡Maldita lagarta! -exclamó con rabia.

El puro salió disparado otra vez y se coló por la puerta del cuarto de baño adyacente; chocó contra las baldosas de porcelana de la pared y fue a parar, sano y salvo, a la bañera, que era del tamaño de un submarino alemán. Behlert levantó las cejas hasta el nacimiento del flequillo y fue a recogerlo una vez más.

– Es cierto -dije-. Fui policía. Estuve en Homicidios casi diez años, hasta que mi lealtad a la vieja república y a los principios básicos de la justicia me convirtieron en no apto, conforme a los nuevos requisitos. Sin embargo, mientras estuve allí, se me desarrolló bastante el olfato para la investigación de delitos. Resumiendo: entiendo que usted cree que se lo llevó ella y, lo que es más, tiene una idea bastante aproximada de por qué lo hizo. Si estuviésemos en comisaría, le preguntaría sobre ese detalle, pero, puesto que es usted huésped del hotel, cuéntenoslo o no, como desee, señor.