Tendría que haber asistido a la reunión del viernes. En la oficina nadie era capaz de vender su talento como decoradora mejor que ella misma. Su personal lo constituían Becca, la recepcionista, y Poppy. Becca era una adolescente extremadamente tímida y apocada que durante su año de transición entró a trabajar en prácticas con Elizabeth y decidió no proseguir sus estudios. Era una trabajadora aplicada y reservada que no charlaba demasiado en la oficina, cosa muy del agrado de Elizabeth. Elizabeth la había contratado en cuanto Saoirse, que supuestamente trabajaba con ella a media jornada, la dejó plantada. Había hecho más que dejarla plantada y Elizabeth andaba desesperada por contar con alguien cuanto antes. A fin de arreglar el desaguisado. Otra vez. Porque al mantener a Saoirse cerca de ella durante el día con intención de ayudarla a sentar cabeza sólo había conseguido alejarla aún más y que se diera a la bebida.
Luego estaba Poppy, de veinticinco años, recién licenciada por la Facultad de Bellas Artes, llena de montones de ideas creativas y maravillosas imposibles de realizar y ansiosa por pintar el mundo de un color que aún tenía que inventar. En la oficina sólo estaban ellas tres, aunque Elizabeth con frecuencia requería los servicios de la señora Bracken, de sesenta y ocho años, un genio con la aguja y el hilo que regentaba su propio taller de tapicería en el centro. También era una cascarrabias de armas tomar e insistía en que la llamaran señora Bracken y no Gwen por respeto a su querido y difunto señor Bracken, quien, según el parecer de Elizabeth, había nacido sin nombre de pila. Y por último estaba Harry, un hombre muy mañoso de cincuenta y dos años que lo mismo colgaba cuadros que efectuaba la instalación eléctrica de un edificio, pero a quien no entraba en la cabeza la idea de una mujer soltera con una carrera y mucho menos la de una mujer soltera con una carrera y un hijo que no era suyo. Según el presupuesto de que dispusieran sus clientes, Elizabeth dirigía a pintores y decoradores o hacía el trabajo ella misma, aunque por lo general le gustaba tener las manos ocupadas. Le gustaba presenciar la transformación con sus propios ojos y su manera de ser la impulsaba a querer arreglarlo todo ella misma.
No había tenido nada de inusual que Saoirse se hubiese presentado en casa de Elizabeth aquella mañana. Con frecuencia llegaba beoda y grosera, dispuesta a llevarse cualquier cosa que cayera en sus manos; cualquier cosa que mereciera la pena vender, por supuesto, lo cual excluía automáticamente a Luke. Elizabeth ni siquiera sabía si todavía era adicta sólo a la bebida; hacía mucho tiempo que no conversaba con su hermana. Había intentado ayudarla desde que ésta cumpliera los catorce años, pues parecía que alguien hubiese accionado un interruptor en su cabeza y se hubiese perdido en otro mundo. Elizabeth había intentado enviarla a terapeutas, centros de rehabilitación, médicos, le había pasado dinero, conseguido empleos, la había contratado ella misma, le había permitido que se mudara a su casa, le había alquilado apartamentos. Había intentado ser su amiga, había intentado ser su enemiga, había reído con ella y le había gritado, todo en balde. Saoirse estaba perdida en un mundo donde nadie más importaba.
Elizabeth no podía por menos de pensar en la ironía del nombre de su hermana. Saoirse no era libre. Quizás había creído que lo era, yendo y viniendo a su antojo, sin ninguna atadura con nadie, con nada ni con ningún sitio, pero era esclava de sus adicciones. Sin embargo era incapaz de darse cuenta de ello y Elizabeth no sabía cómo ayudarla a verlo. No podía volverle la espalda del todo a su hermana, pero se le habían agotado las energías, las ideas y la fe para seguir creyendo que Saoirse cambiaría, y con su persistencia Elizabeth ya había perdido amantes y amigos. La frustración de éstos iba en aumento al ver cómo Saoirse se aprovechaba de Elizabeth una y otra vez hasta que dejaban de tener sitio en su vida. Ahora bien, contrariamente a lo que éstos creían, Elizabeth no se consideraba víctima de las circunstancias. Siempre mantenía el control. Sabía lo que hacía y por qué lo estaba haciendo y se negaba a abandonar a un miembro de su familia. No sería como su madre. A lo largo de toda su vida se había esforzado muchísimo para no serlo.
De súbito Elizabeth pulsó el botón «Mute» del mando a distancia del televisor y la sala se sumió en el silencio. Ladeó la cabeza. Creyó haber oído algo otra vez. Después de echar un vistazo por la sala y comprobar que todo estaba en su sitio volvió a subir el volumen.
Ahí lo tenía otra vez.
Silenció el televisor de nuevo y se levantó del sillón. Eran las diez y cuarto, pero aún no había oscurecido del todo. Escudriñó el jardín de atrás y en la penumbra sólo acertó a ver sombras y contornos negros. Corrió a toda prisa las cortinas y de inmediato se sintió más segura en su capullo crema y beis. Volvió a arrebujarse en la bata y se sentó de nuevo en el sillón, dobló las piernas y las apretó aún más que antes al tronco abrazándose las rodillas con ademán protector. El sofá vacío de piel crema la miraba fijamente. Tuvo otro estremecimiento, subió todavía más el volumen del televisor y bebió un sorbo de café. El líquido aterciopelado se le deslizó garganta abajo y le calentó las entrañas, y Elizabeth volvió a intentar quedar absorta en el mundo de la televisión.
Llevaba todo el día un poco rara. Su padre siempre decía que cuando tenías un escalofrío significaba que alguien estaba caminando sobre tu tumba. Elizabeth no creía en esas cosas, pero mientras veía la televisión tenía que esforzarse por apartar la vista del sofá de piel de tres plazas y quitarse de encima la sensación de que un par de ojos la estaba observando.
Ivan la observó silenciar el televisor una vez más, dejar aprisa el tazón de café en la mesita que tenía al lado y ponerse de pie de un salto como si hubiese estado sentada sobre alfileres. «Ahí va de nuevo», pensó. Con los ojos muy abiertos por el terror, Elizabeth recorrió rápidamente la sala con la mirada. Una vez más Ivan se preparó adelantándose hasta el borde del sofá. La tela de sus téjanos crujió contra el cuero.
De un brinco, Elizabeth se puso de cara al sofá.
Agarró un atizador negro de hierro de la gran chimenea de mármol y giró sobre sí misma. Los nudillos se le pusieron blancos de tanto apretarlo. Poco a poco fue recorriendo la sala de puntillas con los ojos desorbitados por el miedo. El tapizado de piel volvió a crujir bajo el peso de Ivan y Elizabeth cargó hacia el sofá. Ivan saltó del asiento y se zambulló en un rincón.
Se escondió detrás de las cortinas para protegerse y observó cómo ella quitaba los almohadones del sofá mientras rezongaba para sus adentros algo sobre ratones. Tardó diez minutos en registrar el sofá, y después puso todos los almohadones de nuevo en su sitio para devolverle su inmaculada forma original.