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Tomemos a Elizabeth como ejemplo; está tumbada en la cama, preocupada por impuestos de circulación y facturas de teléfono, niñeras y colores de pintura. Aunque no puedas poner un tono magnolia en una pared sigues disponiendo de un millón de otros colores para pintarla; si no puedes pagar la factura del teléfono escribe una carta a la compañía contándoselo. La gente se olvida de que tiene opciones. Y también olvida que esas cosas de hecho poco importan. Deberían concentrarse en lo que tienen y no en lo que no tienen. Pero me estoy desviando del relato otra vez.

Me preocupé un poco por mi trabajo la noche que me quedé encerrado en la sala de estar. Era la primera vez que me sucedía. Lo que me preocupaba era que no entendía por qué estaba yo allí. Luke tenía una situación familiar difícil, pero eso era normal y me constaba que se sentía querido. Era feliz y le encantaba jugar, dormía bien por la noche, se comía cuanto le ponían en el plato, tenía un buen amigo que se llamaba Sam y cuando Luke hablaba yo le escuchaba con detenimiento y procuraba oír las palabras que no estaba diciendo, pero no oía nada. Le gustaba vivir con su tía, tenía miedo de su madre y le encantaba hablar de plantas con su abuelo. Pero que Luke me viera cada día y quisiera jugar conmigo cada día significaba sin ninguna duda que era preciso que yo estuviera allí con él.

Por otra parte, su tía nunca dormía, comía muy poco, estaba constantemente rodeada por un silencio tan atronador que ensordecía, no tenía a nadie próximo con quien hablar -al menos que yo hubiese visto- y no decía mucho más de lo que en realidad decía. Me había oído decir gracias una vez, había notado mi aliento unas cuantas veces, oído el crujido del sofá de piel bajo mi peso, pero aun así no podía verme ni soportaba la idea de tenerme en su casa.

Elizabeth no quería jugar.

Además era una adulta, me ponía nervioso y no reconocía algo divertido aunque le diera de pleno en la cara, y podéis creerme si os digo que intenté lanzárselo un montón de veces a lo largo del fin de semana. De modo que era imposible que yo estuviera allí para ayudarla. Aquello era inaudito.

La gente se refiere a mí llamándome amigo invisible o imaginario. Como si me rodeara un gran misterio. He leído los libros que los adultos han escrito preguntándose por qué los niños me ven, por qué creen en mí durante tanto tiempo para luego dejar súbitamente de hacerlo y volver a ser como eran antes. He visto programas de televisión que tratan de debatir por qué razón los niños se inventan personas como yo.

Así que para que os quede bien claro a todos os diré que no soy invisible ni imaginario. Siempre ando por aquí exactamente igual que vosotros. Y no es que las personas como Luke decidan verme, simplemente me ven. Sois las personas como vosotros y Elizabeth quienes decidís no verme.

Capítulo 6

El sol que entraba a raudales por la ventana del dormitorio despertó a Elizabeth a las seis y ocho minutos de la mañana. Siempre dormía con las cortinas abiertas, costumbre que había adquirido al criarse en una granja, donde tendida en la cama veía por la ventana el sendero que cruzaba el jardín hasta la verja. Al otro lado comenzaba una carretera rural que se extendía en línea recta un par de kilómetros desde la granja. Cuando su madre regresaba de sus correrías, Elizabeth la veía caminar por la carretera no menos de veinte minutos antes de que llegara a casa. Reconocía sus andares en cuanto aparecía a lo lejos. Aquellos veinte minutos siempre se le hacían eternos a Elizabeth. La larga carretera tenía un modo particular de aumentar la excitación de Elizabeth, casi como si se burlara de ella.

Hasta que finalmente oía aquel ruido que conocía tan bien, el chirrido de la verja delantera. Los goznes oxidados hacían las veces de banda de bienvenida para el espíritu libre. Elizabeth tenía una relación de amor y odio con aquella verja. Se burlaba de ella igual que el tramo recto de carretera y algunos días al oír el chirrido corría a ver quién había en la puerta y le caía el alma a los pies al encontrar sólo al cartero.

Elizabeth había fastidiado a sus compañeras de cuarto en la universidad y a sus amantes con la manía de dejar las cortinas abiertas.

No sabía por qué había puesto tanto empeño en conservar aquella costumbre; desde luego no era porque siguiera esperando. Pero ahora que era una mujer adulta las cortinas descorridas hacían las veces de despertador; dejándolas abiertas sabía que la luz le impediría volver a sumirse en un sueño profundo. Hasta durmiendo se mantenía alerta y con la guardia bien alta. Elizabeth se acostaba para descansar, no para soñar.

La luz que inundaba el dormitorio le hizo entrecerrar los ojos. La cabeza le iba a estallar. Necesitaba café, enseguida. Al otro lado de la ventana el canto de un pájaro resonaba en la quietud del campo. A lo lejos una vaca contestó a su llamada. Pero a pesar de la idílica mañana, aquella mañana de lunes no auguraba nada que Elizabeth aguardara con ilusión. Tendría que tratar de fijar una nueva cita para la reunión con los constructores del hotel, cosa que no resultaría sencilla, porque después del ardid publicitario publicado en los periódicos sobre el nuevo nido de amor en lo alto de la montaña estaban llegando diseñadores de todos los rincones del mundo deseosos de dar a conocer sus ideas. Elizabeth estaba molesta; aquél era su territorio. Pero ése no era su único problema.

Luke estaba invitado a pasar el día con su abuelo en la granja. Para Elizabeth hasta ahí todo iba bien. Lo que no la satisfacía tanto, hasta el punto de preocuparla, era que el abuelo también esperara a otro niño de seis años que se llamaba Ivan. Debería hablar seriamente con Luke acerca de ello, pues le daba miedo imaginar qué ocurriría si se mencionara la existencia de un amigo invisible a su padre.

Brendan era un hombre de sesenta y cinco años, corpulento, ancho de espaldas, silencioso y un tanto huraño. La edad no le había suavizado el carácter, sino que más bien había acrecentado su amargura y su resentimiento, incluso su confusión. Era estrecho de miras y no estaba en absoluto dispuesto a abrirse o cambiar. Elizabeth intentaba por lo menos comprender su difícil personalidad si ser así le hacía feliz, pero que ella supiera las opiniones de su padre lo frustraban y hacían más desdichada su vida. Siempre se mostraba serio, rara vez hablaba excepto con las vacas o las hortalizas, jamás reía y en las contadas ocasiones en que decidía que alguien era digno de que él le dirigiera la palabra, le soltaba una conferencia o un sermón. No era preciso contestarle. No hablaba para conversar. Hablaba para sentar cátedra. Pasaba muy poco tiempo con Luke, dado que no tenía paciencia para las poco realistas ideas de los niños, para sus tontos juegos y sus estupideces. A ojos de Elizabeth lo único que a su padre le gustaba de Luke era que el chico era como un libro en blanco listo para ser llenado de información y sin el suficiente conocimiento para poner en tela de juicio o criticar lo que en él se vertía. Los cuentos de hadas y demás fantasías no tenían cabida para su padre. Elizabeth sospechaba que en realidad aquélla era la única creencia que ambos compartían.