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– Sabes de sobra que eso no es verdad. Y recuerda que no todo el mundo aprecia tu gusto. Además, siendo como somos una empresa de diseño de interiores deberíamos mostrar diseños menos… alternativos y más en sintonía con lo que la gente puede poner en sus hogares. -Estudió la silla un poco más-. Parece como si un pájaro con graves trastornos intestinales la hubiera utilizado como retrete.

Poppy la miró orgullosamente.

– Me alegra ver que alguien ha captado la idea.

– De todos modos, ya te he dejado poner esa mampara. -Elizabeth señaló con la cabeza la pantalla que Poppy había decorado con todos los colores y materiales conocidos por el hombre para que hiciera las veces de tabique divisorio entre Becca y ella.

– Sí, y a la gente le encanta esta mampara -dijo Poppy-. Ya he recibido tres pedidos de clientes.

– ¿Pidiendo qué? ¿Que la derribes? -Elizabeth sonrió.

Ambas estudiaron la mampara pensativamente, con los brazos cruzados y la cabeza ladeada como si estudiaran una obra de arte en un museo, mientras la silla continuaba dando vueltas delante de ellas.

De repente la silla dio un brinco y la mampara de Poppy cayó al suelo con gran estrépito. Las tres mujeres se sobresaltaron y dieron un paso atrás. La silla comenzó a perder impulso y terminó deteniéndose.

Poppy se tapó la boca con la mano.

– Es una señal -dijo con voz apagada.

Al otro lado de la habitación la normalmente silenciosa Becca se puso a reír a carcajadas.

Elizabeth y Poppy cruzaron una mirada atónita.

– Hummm -fue cuanto Elizabeth pudo decir antes de volverse lentamente y regresar a su despacho.

Tumbado en el suelo de la oficina, donde había caído al saltar de la silla, Ivan se agarró la cabeza con las manos hasta que la habitación dejó de dar vueltas. Le dolía la cabeza y había sacado la conclusión de que quizá la silla giratoria ya no seguía siendo su favorita. Un tanto mareado, observó a Elizabeth entrar en su despacho y cerrar la puerta a sus espaldas con el pie. Se levantó de un brinco y abalanzándose hacia ella consiguió deslizarse por la rendija antes de que se cerrara. Hoy Elizabeth no iba a dejarlo encerrado.

Se sentó en la silla (no giratoria) del escritorio de Elizabeth y echó un vistazo a la habitación. Se sintió como si estuviera en el despacho de un director de colegio aguardando a que lo reprendieran. La atmósfera, silenciosa y tensa, era la de un despacho de director, y también olía de forma parecida, salvo por el aroma del perfume de Elizabeth que tanto le agradaba. Ivan había estado en unos cuantos despachos de director con anteriores amigos íntimos, de modo que conocía muy bien aquella sensación. En los cursos de formación solían decirles que no fueran al colegio con sus amigos íntimos. Su presencia en las aulas era del todo innecesaria y esa norma se introdujo porque los niños se metían en dificultades y los padres recibían llamadas de sus maestros. En cambio, estaban autorizados a rondar por las inmediaciones y aguardar en el patio hasta la hora del recreo. E incluso si los niños decidían no jugar con ellos en el patio, sabían que no andaban lejos y eso les daba más confianza para jugar con los demás chavales. Todo esto era resultado de años de investigación, pero Ivan tendía a hacer caso omiso de esos datos y estadísticas. Si su mejor amigo le necesitaba en el colegio, allí estaría él y desde luego no le daría ningún miedo saltarse las normas.

Elizabeth estaba sentada detrás de un gran escritorio de cristal en un enorme sillón de piel negra, vestida con un austero traje también negro. Que él supiera, siempre se vestía con los mismos colores: negro, marrón y gris. Muy sobrios y muy aburridos, aburridos, aburridos. El escritorio estaba inmaculado, refulgente y centelleante, como si acabaran de sacarle brillo. Encima sólo había un ordenador y su correspondiente teclado, una gruesa agenda negra y el trabajo sobre el que estaba inclinada Elizabeth, que a Ivan le pareció que era una aburrida serie de trozos de tela cortada en cuadraditos. Todo lo demás estaba guardado en unos armarios negros. Los únicos objetos que había a la vista eran las fotos enmarcadas de habitaciones que obviamente había decorado Elizabeth. Igual que en la casa, no había ningún indicio acerca de la personalidad del ocupante del despacho. Sólo blanco, negro y cristal. Tuvo la sensación de estar en una nave espacial. En el despacho del director de una nave espacial.

Ivan bostezó. Sin lugar a dudas, Elizabeth era una adirruba. No tenía ninguna foto de parientes o amigos, ningún juguete de peluche sentado encima del ordenador, e Ivan no vio ni rastro del dibujo que Luke había hecho para ella durante el fin de semana. Elizabeth había dicho que lo pondría en su despacho. Lo único interesante era una colección de tazones de Joe's alineada en el alféizar de la ventana. Apostó a que Joe no estaría nada contento con aquello.

Se inclinó hacia delante, apoyó los codos encima del escritorio y pegó su rostro al de ella. La expresión de Elizabeth era de pura concentración, tenía la frente lisa y ni una sola arruga le surcaba la piel, como normalmente le ocurría. Sus labios brillantes, que a Ivan le olían a fresa, se fruncían y alisaban delicadamente mientras Elizabeth tarareaba para sí quedamente.

En ese instante su opinión acerca de ella cambió otra vez. Ya no era la directora de colegio que parecía cuando estaba con otras personas; ahora se la veía tranquila, serena y relajada, muy distinta de como solía estar cuando pensaba a solas. Ivan supuso que se debía a que por una vez no estaba preocupada. Tras observarla un rato, los ojos de Ivan bajaron al trozo de papel sobre el que estaba trabajando. Entre los dedos Elizabeth sostenía un lápiz de color marrón con el que sombreaba el dibujo de un dormitorio.

Los ojos de Ivan se iluminaron. Colorear era con mucho su pasatiempo favorito. Se levantó de la silla y se puso detrás de ella para ver mejor lo que estaba haciendo y averiguar si tenía la habilidad de no salirse de las rayas. Era zurda. Ivan se inclinó sobre su hombro y apoyó un brazo encima del escritorio para no perder el equilibrio. Estaba tan cerca de ella que olía el aroma a coco de sus cabellos. Inspiró profundamente y unos pelos le hicieron cosquillas en la nariz.

Elizabeth paró de colorear un momento, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, relajó los hombros, inspiró profundamente y esbozó una sonrisa para sí misma. Ivan hizo lo mismo y notó que la piel de Elizabeth le rozaba la mejilla. Se estremeció. Fue una sensación agradablemente extraña. Como la de cuando le daban un caluroso abrazo, y eso estaba bien porque abrazar era con mucho lo que más le gustaba de este mundo. Se sintió aturdido y un poco mareado, pero no como cuando se mareaba dando vueltas en la silla. Esta sensación era mucho mejor. Prolongó la sensación unos instantes hasta que por fin ambos abrieron los ojos al mismo tiempo y bajaron la vista al dibujo del dormitorio. Elizabeth acercó la mano al lápiz marrón como si titubeara entre cogerlo o no.

Ivan gimió quedamente.

– No escojas el marrón otra vez, Elizabeth. Venga, decídete por otro color, como ese verde lima -le susurró al oído a sabiendas de que no podía oírle.

La mano de Elizabeth se quedó suspendida en el aire como si una fuerza magnética le impidiera tocarlo. La apartó poco a poco del lápiz marrón chocolate y la dirigió hacia el verde lima. Esbozó una sonrisa como si le divirtiera su elección y con suma cautela tomó el instrumento con la mano como si fuese la primera vez que lo hacía. Lo hizo girar entre los dedos como si sostenerlo le produjera una sensación desconocida. Lentamente comenzó a colorear los cojines esparcidos por la cama y finalmente la tumbona que había en un rincón de la habitación.