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– Mucho mejor -susurró Ivan sintiéndose orgulloso.

Elizabeth sonrió y cerró los ojos de nuevo respirando lenta y profundamente.

De repente llamaron a la puerta.

– ¿Puedo pasar? -canturreó Poppy.

Elizabeth abrió los ojos como si los moviera un resorte y dejó caer de la mano el controvertido lápiz verde como si se tratara de un arma peligrosa.

– Sí -contestó levantando la voz y retrepándose en el sillón, de modo que rozó un instante el pecho de Ivan con el hombro. Elizabeth miró detrás de ella, se tocó el hombro con la mano como si lo limpiara y se volvió hacia Poppy, que entraba danzando en la habitación con los ojos brillantes de entusiasmo.

– Vamos a ver, Becca acaba de decirme que tienes otra reunión con la gente del hotel del amor.

Sus palabras fluyeron enlazadas de sus labios como si estuviera cantando una canción.

Ivan se sentó en el alféizar a espaldas de Elizabeth y estiró las piernas. Ambos cruzaron los brazos sobre el pecho a la vez. Ivan sonrió.

– Poppy, por favor, no lo llames el hotel del amor. -Elizabeth se restregó los ojos cansinamente.

Ivan se decepcionó. Allí estaba otra vez aquella voz adirruba.

– Muy bien, pues el hotel a secas, entonces -replicó Poppy remarcando las palabras-. Tengo algunas ideas. Me imagino camas de agua con forma de corazón, baños calientes, copas de champaña que salen de las mesillas de noche. -Bajó la voz hasta un excitado susurro-. Me imagino una fusión de la era Romántica con el art déco. Caspar David Friedrich se encuentra con Jean Dunard. Será una explosión de intensos rojos, borgoñas y granates que te harán sentir arropado por el tapizado aterciopelado de un útero. Velas por doquier. El tocador francés se funde con…

– Las Vegas -concluyó Elizabeth secamente.

Poppy salió de su trance con un gesto de decepción.

– Poppy -suspiró Elizabeth-, ya lo hemos discutido. Creo que por esta vez deberías ceñirte a la reseña del proyecto.

– Bah -se dejó caer en la silla como si le hubiesen golpeado el pecho-, pero esa reseña es muy aburrida.

– ¡Eso, eso! -Ivan se puso de pie y aplaudió-. Adirruba -dijo a Elizabeth al oído en voz alta.

Elizabeth hizo una mueca y se frotó la oreja.

– Lamento que lo sientas así, Poppy, pero por desgracia lo que tú consideras aburrido es lo que otras personas eligen para decorar su casa. Entornos habitables, cómodos y relajantes. La gente no quiere regresar a su hogar después de una jornada de trabajo y encontrarse con una casa que les envía vibraciones dramáticas desde cada viga ni colores que les dan dolor de cabeza. Después del estrés de los lugares de trabajo, las personas sólo piden hogares manejables, relajantes y serenos. -Era el discurso que largaba a todos sus clientes-. Y esto es un hotel, Poppy. Tenemos que agradar a toda clase de personas y no sólo a los pocos, los escasísimos, en realidad, que disfrutarían residiendo en un útero tapizado de terciopelo -agregó sin mover un solo músculo del rostro.

– Bueno, no conozco a muchas personas que no hayan residido al menos una vez en úteros tapizados de terciopelo. ¿Tú sí? Creo que nadie se ha librado de eso, al menos en este planeta. -Siguió intentándolo-. Podría despertar reconfortantes recuerdos en la gente.

Elizabeth pareció asqueada.

– Elizabeth. -Poppy gimoteó su nombre y se desplomó dramáticamente en la silla frente a ella-. Tiene que haber algo en lo que me dejes poner mi sello. Me siento muy constreñida aquí, es como si mis fluidos creativos no pudieran discurrir y… ¡Oh, eso está muy bien! -dijo súbitamente alegre inclinándose para mirar el boceto que Elizabeth tenía delante-. Los colores chocolate y lima juntos crean un efecto magnífico. ¿Cómo se explica que precisamente tú los hayas elegido?

Ivan volvió a acercarse a Elizabeth y se puso en cuclillas para verle la cara. Elizabeth contempló el bosquejo que tenía delante como si lo viera por primera vez. Frunció el ceño y acto seguido se relajó.

– No lo sé, la verdad. Simplemente… -Cerró los ojos un instante, respiró profundamente y recordó la sensación-. Fue simplemente como si… como si de repente llegara flotando a mi mente.

Poppy sonrió y asintió entusiasmada con la cabeza.

– ¿Lo ves? Ahora entenderás lo que me ocurre a mí. No puedo reprimir mi creatividad, ¿entiendes? Sé exactamente lo que quieres decir. Es algo natural e instintivo -los ojos le brillaban y bajó la voz hasta un susurro-, como el amor.

– Eso, eso -repitió Ivan observando a Elizabeth tan de cerca que casi le tocaba la mejilla con la nariz, aunque esta vez fue un leve susurro el que hizo revoletear los cabellos sueltos de Elizabeth alrededor de su oreja.

Capítulo 9

– Poppy, ¿me has llamado? -preguntó Elizabeth un rato después desde detrás del montón de muestras de alfombras apiladas en su escritorio.

– La respuesta vuelve a ser no -dijo la voz hastiada de Poppy-. Y, por favor, procura no distraerme mientras estoy encargando dos mil botes de pintura magnolia para proyectos futuros. Quizá deberíamos ser previsoras y planear las compras de los próximos veinte años -refunfuñó para sí, y acto seguido rezongó en voz más alta para que la oyera Elizabeth-, pues nada indica que vayamos a cambiar nuestras ideas en un futuro inmediato.

– Vale, vale. -Elizabeth sonrió dándose por vencida-. Puedes encargar otro color también.

Poppy por poco se cae de la silla de tanto entusiasmo.

– Encarga también unos cuantos cientos de botes de beis, ya que estás en ello. Se llama «Cebada».

– Ja, ja -dijo Poppy secamente.

Ivan enarcó las cejas mirando a Elizabeth.

– Elizabeth, Elizabeth -canturreó-, ¿acabas de hacer un chiste? Me parece que sí.

La miró fijamente con los codos apoyados en el escritorio. Suspiró y los mechones del pelo de Elizabeth volvieron a revolotear.

Elizabeth se quedó paralizada, miró a izquierda y derecha con recelo y siguió trabajando.

– Oh, ¿veis cómo me trata? -dijo Ivan histriónicamente llevándose la mano a la frente y fingiendo que se desvanecía sobre una poltrona de cuero negro que había en un rincón-. Es como si ni siquiera estuviera aquí -declaró. Puso los pies encima del asiento y miró al techo-. Esto no es como estar en el despacho de un director de colegio, es como estar en la consulta de un loquero. -Fijó la vista en las grietas del techo y habló con acento americano-. Verá, doctor, todo comenzó cuando Elizabeth decidió no tenerme en cuenta -dijo levantando la voz-. Hizo que sintiera que nadie me quería, que me sintiera terriblemente solo. Como si no existiera. Como si no fuese nada -exageró-. Mi vida es un desastre. -Fingió llorar-. Todo es culpa de Elizabeth. -Se interrumpió y la contempló un rato mientras ella combinaba alfombras con tejidos y cartas de colores, y cuando volvió a hablar lo hizo recobrando su tono normal y dijo en voz baja-: Pero es culpa suya que no pueda verme porque le da demasiado miedo creer. ¿No es cierto, Elizabeth?

– ¿Qué? -gritó Elizabeth otra vez.

– ¿Qué quieres decir con «qué»? -contestó a gritos una irritada Poppy-. ¡Yo no he dicho nada!