Su madre flotaría por las habitaciones de la casa casi como si no tocara el suelo con los pies. Sus palabras serían grandes susurros entusiastas, el murmullo de su voz haría que Elizabeth sintiera que cada palabra que su madre pronunciaba era un gran secreto entre las dos. Sus ojos brillarían y bailarían de alegría mientras refiriera a su hija sus aventuras y le contara a quién había conocido por el camino. Elizabeth desde luego no quería perderse todo aquello por haberse quedado dormida.
Elizabeth volvió a saltar de la cama y se refrescó el rostro con agua helada en el lavamanos que había en el dormitorio. «Quédate despierta, Elizabeth, quédate despierta», se decía a sí misma. Apoyó las almohadas contra la pared y se sentó bien erguida en la cama desde donde, a través de las cortinas descorridas, veía la carretera oscura que conducía a la negrura. No abrigaba la menor duda de que su madre regresaría aquella noche, porque se lo había prometido. Y por fuerza tendría que cumplir su promesa ya que el día siguiente era el décimo cumpleaños de Elizabeth y ella no querría perdérselo. Hacía sólo unas semanas le había prometido que comerían pasteles, bollos y todas las golosinas que quisieran. Y habría globos de todos los colores favoritos de Elizabeth, y se los llevarían al campo, los soltarían y los verían subir volando hasta las nubes. Elizabeth no había dejado de pensar en ello desde que su madre se marchó. La boca se le hacía agua con los pastelillos de fantasía con su lindo glaseado de color rosa, y soñaba con globos rosas atados con cintas blancas flotando en lo alto del cielo azul. ¡Y ese día casi había llegado, se acabó la espera!
Cogió Las telarañas de Carlota, un libro que había estado leyendo por las noches para mantenerse despierta, y encendió la linterna porque su padre no le permitía tener las luces encendidas después de las ocho. Al cabo de unas pocas páginas los párpados le pesaron y le comenzaron a caer. Poco a poco fue cerrando los ojos con la única intención de descansar un poco la vista. Cada noche combatía el sueño, porque siempre era el sueño el que permitía que su madre se escapara a la noche y el que hacía que ella se perdiera sus majestuosas llegadas. Lo combatía incluso cuando su madre estaba en casa, prefiriendo montar guardia ante su puerta, unas veces velando su sueño, otras protegiéndola e impidiendo que ella se marchara. Incluso en las contadas ocasiones en que se quedaba dormida, sus sueños le gritaban que se despertara como si estuviera obrando mal. La gente siempre comentaba a su padre que era demasiado joven para tener las ojeras que le ensombrecían la mirada.
El libro cayó de las manos de Elizabeth y ésta se sumió en el mundo de los sueños.
La verja chirrió.
Los ojos de Elizabeth se abrieron de golpe a la luminosidad de la primera hora de la mañana y el corazón le latió alocadamente. El crujido de unos pasos en la gravilla se aproximaba a la puerta principal. El corazón de Elizabeth daba volteretas dentro de su pecho rebosante de alegría. Su madre no se había olvidado de ella; Elizabeth sabía que no se habría perdido el cumpleaños de su hija por nada del mundo.
Saltó de la cama y comenzó a dar brincos por la habitación dudando entre correr a abrir la puerta a su madre o dejar que efectuara la entrada triunfal que tanto le gustaba hacer. Fue hasta el recibidor en camisón. Vio la imagen borrosa de un cuerpo a través del cristal esmerilado de la puerta principal. Saltaba de un pie al otro con nerviosismo y excitación.
La puerta del dormitorio de su padre se abrió. Elizabeth se volvió hacia él sonriendo de oreja a oreja. Él le dedicó una breve sonrisa y se apoyó en el marco de la puerta con la vista clavada en la puerta principal. Elizabeth se volvió de nuevo hacia la puerta principal retorciendo el dobladillo del camisón con las manitas. La ranura del buzón se abrió. Dos sobres blancos se deslizaron por ella y cayeron al suelo de piedra. La figura del otro lado de la puerta comenzó a desvanecerse de nuevo la verja chirrió y se cerró.
Elizabeth soltó el dobladillo del camisón y dejó de saltar. De repente sintió el frío del suelo de piedra.
Lentamente recogió los sobres. Ambos iban dirigidos a ella y el pulso se le aceleró otra vez. Quizá su madre no se había olvidado, después de todo. Quizás estuviera tan inmersa en una de sus aventuras que le había sido imposible llegar a casa a tiempo y tenía que explicárselo todo por carta. Abrió los sobres poniendo mucho cuidado en no rasgar el papel que podría contener las valiosas palabras de su madre.
Encontró dos tarjetas de felicitación de cumplidores parientes lejanos.
Se le hundieron los hombros y le cayó el alma a los pies. Se volvió de cara a su padre y negó despacio con la cabeza. El rostro de su padre se ensombreció y miró enojado a lo lejos. Volvieron a cruzar sus miradas un momento, un raro momento en el que ambos compartieron el mismo sentimiento y Elizabeth dejó de sentirse sola. Dio un paso al frente para abrazarlo.
Pero él se volvió y cerró la puerta a sus espaldas.
El labio inferior de Elizabeth le temblaba. No hubo pasteles de fantasía ni bollos ese día. Los globos de color rosa flotando hasta las nubes siguieron siendo un sueño. Y Elizabeth aprendió que imaginar y hacerse ilusiones sólo servía para partirle el corazón.
Capítulo 11
El silbido del agua hirviendo en el fogón devolvió a Elizabeth de golpe al presente. Cruzó la cocina a la carrera para levantar la cazuela del hornillo y bajó el fuego. Revolvió el guiso de pollo con verduras preguntándose dónde tenía la cabeza.
– Luke, la cena está lista -llamó.
Después del trabajo había ido a buscar a Luke a casa de su padre, pese a no estar ni mucho menos de humor para conducir por aquella carretera después de haber sollozado en la oficina. No había llorado en años. No sabía qué le estaba pasando últimamente. La mente se le iba a la deriva y ella nunca iba a la deriva. Siempre era la misma, tenía ideas estables y controladas y era siempre constante, nunca se detenía. Nada que ver con su conducta de aquel día en la oficina.
Luke entró en la cocina arrastrando los pies. Ya llevaba puesto su pijama de Spiderman. Miró tristemente la mesa.
– No le has puesto plato a Ivan otra vez.
Elizabeth abrió la boca para protestar, pero se contuvo a tiempo al recordar los consejos que había leído en los websites.
– Vaya, ¿en serio?
Luke la miró sorprendido.
– Perdona, Ivan -dijo sacando un tercer plato del armario. «Qué manera de desperdiciar la comida», pensó sirviendo brécol, coliflor y patatas en su plato-. Seguro que no le gusta el pollo, así que tendrá que conformarse con esto.
Puso el plato de verdura frente al suyo propio.