– Venga, chicos, ya es suficiente. -Levanté las manos con un ademán de impotencia-. Intentaba averiguar si Elizabeth podía verme o no. Estaba hecho un lío. Es la primera vez que me ocurre algo así.
– No te preocupes, Ivan -terció Opal sonriendo, y cuando habló su voz fue dulce como la miel-. Es poco frecuente, pero no es la primera vez que sucede.
Todos dieron otro grito ahogado.
Opal se levantó, apiló sus carpetas y se dispuso a abandonar la reunión.
– ¿Adonde vas? -pregunté sorprendido-. Aún no me has dicho qué tengo que hacer.
Opal se quitó las gafas de cristales morados y sus ojos castaño oscuro me miraron.
– Esto no es ni mucho menos una emergencia, Ivan. No puedo darte ningún consejo. Tendrás que confiar en ti mismo para dilucidar si tomas la decisión correcta cuando llegue el momento.
– ¿Qué decisión? ¿Acerca de qué? -pregunté sintiéndome más perdido que al principio.
Opal me sonrió.
– Cuando llegue el momento lo sabrás. Buena suerte.
Y dicho esto salió de la reunión dejando a todos los demás mirándome desconcertados. Sus rostros inexpresivos bastaron para que me guardara de pedir consejo a ninguno de ellos.
– Lo siento, Ivan, estoy tan confundida como puedas estarlo tú -dijo Caléndula levantándose y alisando las arrugas de su vestido de verano. Me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla-. Ahora tengo que irme si no quiero llegar tarde.
La observé ir dando saltitos hacia la puerta con los tirabuzones rebotando a cada paso.
– ¡Pásalo bien en la merienda! -grité.
Tomar la decisión correcta, rezongué para mis adentros pensando en lo que había dicho Opal. ¿La decisión correcta sobre qué? Y entonces me sobrevino una idea que me dejó helado. ¿Y si no tomaba la decisión correcta? ¿Acaso alguien se vería perjudicado?
Capítulo 13
Elizabeth se dio impulso en el balancín de su jardín trasero. Sostenía un café caliente envolviendo con sus finos dedos el tazón color tiza. El sol se ponía lentamente y un ligero helor salía reptando de su escondite para ocupar su lugar. Elizabeth contemplaba el cielo, una vista perfecta de algodonosas nubes rosas, rojas y naranjas como salidas de un cuadro al óleo. Un resplandor ambarino se alzaba desde detrás de la montaña que tenía delante, semejante al resplandor secreto que emergía de entre las sábanas de Luke cuando éste leía en la cama a la luz de la linterna. Inhaló profundamente el aire refrescante.
«Cielo rojo por la noche», oyó decir a una voz en su interior.
– Anuncio de buen tiempo -susurró en voz baja.
Se levantó una brisa leve como si el aire, igual que ella, estuviera suspirando. Hacía una hora que estaba sentada allí fuera. Luke estaba arriba jugando con su amigo Sam después de pasar el día en casa de su abuelo. Elizabeth aguardaba a que el padre de Sam, a quien no había visto nunca, viniera a recoger a su hijo. Normalmente era Edith quien trataba con los padres de los amigos de Luke, de ahí que a Elizabeth no le apeteciera lo más mínimo ponerse a charlar sobre los niños.
Eran las diez menos cuarto y la luz, al parecer, daba por concluida la jornada. Elizabeth había estado meciéndose adelante y atrás mientras combatía las lágrimas que amenazaban con caer, se tragaba el nudo que amenazaba con cerrarle la garganta, y ahuyentaba los pensamientos que amenazaban con anegar su mente. Tenía la impresión de luchar contra el mundo que amenazaba con poner en peligro sus planes. Luchaba contra las personas que irrumpían en su universo sin su permiso; luchaba contra Luke y su mentalidad infantil, contra su hermana y sus problemas, contra Poppy y sus ideas en el trabajo, contra Joe y su cafetería, contra los competidores de su negocio. Sentía que siempre estaba luchando, luchando, luchando. Y ahora allí estaba sentada luchando contra sus propias emociones.
Se sentía como si hubiese aguantado cien asaltos en el cuadrilátero, como si hubiese encajado todos los puñetazos, golpes y patadas que sus oponentes le habían propinado. Ahora estaba cansada. Los músculos le dolían, estaba bajando la guardia y las heridas tardaban en cicatrizar. Un gato saltó de la alta tapia que separaba a Elizabeth de sus vecinos y aterrizó en su jardín. Echó un vistazo a Elizabeth; la cerviz en alto, los ojos brillantes en la oscuridad. Caminó lentamente a través de la hierba con absoluta despreocupación. Tan seguro de sí mismo, tan confiado, tan henchido de su propia importancia. Se encaramó a la tapia de enfrente y desapareció en la noche. Elizabeth envidió su capacidad para ir y venir a su antojo sin deberle nada a nadie, ni siquiera a los seres más próximos, quienes lo amaban y cuidaban de él.
Elizabeth se sirvió del pie para darse impulso otra vez. El balancín emitió un leve chirrido. A lo lejos la montaña parecía estar ardiendo mientras el sol se hundía y se perdía de vista. Al otro lado del cielo la luna llena aguardaba la última llamada para salir a escena. Los grillos continuaban parloteando ruidosamente entre sí, los últimos niños corrían a sus hogares para pasar la noche. Los motores de los coches se paraban, sus portezuelas se cerraban de golpe, las puertas y las ventanas se atrancaban y las cortinas se corrían. Y luego se hizo el silencio y Elizabeth volvió a quedarse sola sintiéndose como una visita en su propio jardín trasero, el cual había cobrado nueva vida en la creciente oscuridad.
Su mente comenzó a rebobinar los acontecimientos del día. Se detuvo y reprodujo la visita de Saoirse. La reprodujo una y otra vez aumentando el volumen a cada repetición. «Al final todos se marchan, ¿no es cierto, Lizzie?» La frase se repetía como un disco rayado. Le fastidiaba como un dedo que alguien le clavara repetidamente en el pecho. Cada vez con más fuerza, primero raspando la piel, luego rajándola, pinchando y pinchando hasta que por fin la desgarraba y le alcanzaba el corazón. El punto donde más dolía. La brisa sopló y la herida en carne viva le escoció.
Cerró los ojos apretando los párpados. Por segunda vez aquel día Elizabeth lloró. «Al final todos se marchan, ¿no es cierto, Lizzie?»
La frase se repetía sin tregua aguardando una respuesta de Elizabeth. Su mente explotó. «¡Sí!», gritó. Sí, al final todos se marchan. Todos y cada uno de ellos, todas y cada una de las veces. Cada una de las personas que alguna vez conseguía alegrarle la vida y animarle el corazón desaparecía tan aprisa como un gato en la noche. Como si la felicidad sólo pudiera ser una suerte de capricho que te permitieras el fin de semana, igual que un helado. Su madre lo había hecho, justo como lo había hecho el sol de aquel atardecer, la había abandonado llevándose consigo la luz y la calidez y reemplazándolas con frío y oscuridad.
Los tíos y tías que iban de visita a la granja y ayudaban se habían mudado o habían fallecido. Los maestros que simpatizaban con ella sólo podían atenderla durante un curso escolar; los amigos del colegio crecían y también trataban de encontrarse a sí mismos. Siempre eran las buenas personas las que se marchaban, la gente que no tenía miedo de sonreír ni de amar.
Elizabeth se abrazó las rodillas y lloró desconsoladamente como una chiquilla que se hubiese caído y hecho un corte en la rodilla. Deseó que su madre viniera y la levantara, que la llevara en brazos y la sentara en la encimera de la cocina para ponerle una tirita. Y luego, como siempre hacía, la arrastrase por la habitación bailando y cantando hasta que ella olvidara el dolor y las lágrimas se secaran.