Deseó que Mark, su único amor, la tomara entre sus brazos, unos brazos tan grandes que la hacían sentirse como una enana cuando la abrazaba. Deseó estar envuelta por su amor mientras la mecía despacio y con ternura, como acostumbraba hacer, calmándola con susurros tranquilizantes al oído y acariciándole el pelo con los dedos. Elizabeth le creía cuando le decía esas cosas. Él le hacía creer que todo iría bien y, acostada entre sus brazos, sabía que sería así, sentía que sería así.
Y cuanto más deseaba más lloraba porque se daba cuenta de que estaba rodeada por un padre que casi nunca la miraba a los ojos por temor a recordar a su esposa, una hermana que se había olvidado de su propio hijo y un sobrino que a diario fijaba en ella sus ojos azules llenos de esperanza pidiendo ser amado y abrazado. Pero ella sabía que si no era capaz de compartir estos sentimientos era porque nunca le habían dado suficiente de ellos.
Y mientras Elizabeth estaba allí sentada y meciéndose, temblando en la brisa, se preguntó por qué permitía que una frase que había salido de los labios de una muchacha que nunca había recibido suficientes besos de amor ni sentido cálidos abrazos y que nunca se había permitido pronunciar palabras de amor fuese precisamente la que de golpe y porrazo la había derribado tirándola al suelo. Tal como había hecho con el trozo de seda negra en su despacho.
Maldita fuese Saoirse. Malditos fuesen ella y su odio a la vida, maldita por no esforzarse cuando lo único que hacía Elizabeth era esforzarse con toda su alma. ¿Qué le daba valor para hablar con tanta grosería? ¿Cómo podía ser tan descarada con sus insultos? Y una voz interior recordó a Elizabeth que no era la bebida la que hablaba, nunca había sido la bebida. Era el dolor.
Y su propio dolor la estaba desazonando esa noche.
– Socorro. -Lloró quedamente tapándose la cara con las manos-. Socorro, socorro, socorro… -susurró entre sollozos.
Un ligero chirrido en la puerta corredera de la cocina le hizo levantar la cabeza, que tenía apoyada en las rodillas. En la puerta había un hombre iluminado desde detrás como un ángel por la luz de la cocina.
– Oh. -Elizabeth tragó saliva, el corazón le palpitó al verse sorprendida. Se enjugó las lágrimas de cualquier manera y se alisó el pelo revuelto. Se puso de pie-. Usted debe de ser el padre de Sam. -La emoción que bullía en su fuero interno hizo que le temblara la voz-. Soy Elizabeth.
Hubo un silencio. Probablemente aquel hombre se estuviera preguntando cómo se le había ocurrido dejar a su hijo de seis años al cuidado de aquella mujer, una mujer que permitía que su joven sobrino abriera la puerta principal por su cuenta a las diez de la noche.
– Perdone, no he oído el timbre. -Se ciñó la rebeca a la cintura y cruzó los brazos. No quería acercarse a la luz. No quería que él viera que había estado llorando-. Seguro que Luke ya le ha dicho a Sam que está aquí, pero… -Pero ¿qué, Elizabeth?-, pero de todos modos iré a avisarle -farfulló. Caminó por el césped hacia la casa con la cabeza gacha, frotándose la frente con la mano para ocultar los ojos.
Cuando alcanzó la puerta de la cocina los entrecerró para protegerlos de la luz intensa del interior, pero mantuvo la cabeza gacha, ya que no deseaba mirar a los ojos a aquel hombre. Lo único que veía de él era un par de deportivas azules marca Converse al final de unos téjanos desteñidos.
Capítulo 14
– ¡Sam, tu papá ha venido a buscarte! -gritó Elizabeth con voz débil hacia lo alto de la escalera. No obtuvo respuesta, sólo el sonido de unos pies menudos corriendo por el descansillo. Suspiró y miró su reflejo en el espejo. No reconoció a la mujer que vio. Tenía el rostro hinchado y el pelo revuelto por la brisa y húmedo de atusarlo con las manos mojadas de lágrimas.
Luke apareció en lo alto de la escalera con cara soñolienta y vestido con el pijama de Spiderman que se negaba a dejar que le lavara y que escondía detrás de su oso de peluche favorito, George, para protegerlo. Se frotó los ojos cansinamente con los puños y la miró confundido.
– ¿Eh?
– Luke, se dice perdón, no eh -le corrigió Elizabeth, y acto seguido se preguntó qué importancia tenía en las presentes circunstancias-. El padre de Sam todavía espera. ¿Puedes decirle a tu amigo que se dé prisa en bajar, por favor?
Luke, aturdido, se rascó la cabeza.
– Pero… -se interrumpió y se frotó el rostro con aire cansado.
– Pero ¿qué?
– El papá de Sam ha venido a buscarle mientras te encontrabas en el jar…
Se calló y desvió la mirada por encima del hombro de Elizabeth. Sonrió mostrando un hueco entre los dientes.
– Vaya, hola, papá de Sam. -Sofocó a duras penas una risita-. Sam bajará enseguida -agregó aguantándose la risa, y se fue corriendo por el descansillo.
Elizabeth no tuvo más remedio que volverse despacio y enfrentarse al padre de Sam. No podía seguir evitándole mientras él aguardaba a su hijo en su casa. Al primer vistazo reparó en la expresión de perplejidad con que el hombre miraba a Luke desaparecer por el descansillo a la carrera y riendo tontamente. El padre de Sam se volvió de cara a ella, a todas luces preocupado. Estaba apoyado contra el marco de la puerta con las manos en los bolsillos traseros de unos téjanos desteñidos que hacían juego con una camiseta azul. Unos mechones de pelo negro azabache escapaban de debajo de su gorra también azul. A pesar de aquel atuendo juvenil Elizabeth supuso que tenía su misma edad.
– No le haga mucho caso a Luke -dijo Elizabeth un tanto apurada por la conducta de su sobrino-. Es sólo que está un poco excitado esta noche y… -No supo cómo seguir-. Lamento que me sorprendiera en un mal momento en el jardín. -Se envolvió el torso con los brazos en un ademán protector-. Normalmente no estoy así. -Se secó los ojos con las manos temblorosas y las entrelazó para disimular el temblor. El exceso de emociones la había desorientado.
– No pasa nada -respondió la voz grave con ternura-. Todos tenemos días malos.
Elizabeth se mordió el interior de la boca e intentó en vano recordar su último día bueno.
– Edith se ha marchado durante unos días. Seguro que ha tratado con ella. Por eso no nos habíamos conocido antes.
– Ah, Edith -sonrió-. Luke la menciona muy a menudo. Le tiene mucho cariño.
– Sí. -Esbozó una sonrisa y se preguntó si Luke la habría mencionado a ella alguna vez-. ¿Quiere sentarse? -preguntó indicando la sala de estar. Después de ofrecerle una bebida regresó de la cocina con un vaso de leche para él y un expreso para ella. Se detuvo un momento en la puerta del salón, sorprendida al pillarle dando vueltas en la silla giratoria de cuero. Verlo de aquella guisa la hizo sonreír.
Al verla en la puerta él sonrió a su vez, dejó de girar, cogió el vaso de leche y se dirigió al sofá de cuero. Elizabeth tomó asiento en su sillón acostumbrado, tan enorme que casi se la tragó, y se odió a sí misma por esperar que las deportivas de él no ensuciaran la alfombra color crema.
– Tendrás que perdonarme, pero no sé cómo te llamas -dijo Elizabeth procurando alegrar su apagado tono de voz.
– Me llamo Ivan.
Elizabeth se atragantó y espurreó café por toda su blusa.
Ivan corrió a su lado para darle palmaditas en la espalda. Sus ojos preocupados miraron directamente a los de ella. Arrugó la frente con inquietud.