– ¿Y bien?
Vincent había encendido un puro y lo chupaba con deleite.
– Es una vista fantástica -dijo Benjamin en un tono aburrido.
– Es una vista de puta madre, joder, y no pienso permitir que un interiorista cursilón y pretencioso venga aquí y haga que esto parezca un hotel urbano cualquiera como los que hemos hecho a millones.
– ¿Qué tienes en mente, Vincent?
Lo único que Benjamin había estado oyendo a lo largo de los dos últimos meses era lo que Vincent no quería que hicieran con «su» hotel.
Vincent, enfundado en un traje gris brillante, fue con paso decidido hasta su maletín, sacó una carpeta y la lanzó a la mesa delante de Benjamin.
– Mira estos recortes de periódicos. Este lugar es una puñetera mina de oro, quiero lo mismo que quieren ellos. La gente no quiere un hotel del montón; ha de ser romántico, divertido, artístico, nada que ver con la asepsia hospitalaria de lo que llaman moderno. Si la próxima persona que entre en esta habitación tiene las mismas ideas de mierda, yo mismo me encargaré de diseñar este maldito lugar.
Volvió el rostro sonrojado de cara a la ventana y dio una calada a su puro.
Benjamin puso los ojos en blanco ante el histrionismo de Vincent.
– Quiero a un artista de verdad -prosiguió Vincent-, a un loco de atar. Alguien creativo con un poco de estilo. Estoy harto de esos trajes de ejecutivo que hablan de colores de pintura como si fuesen diagramas de tartas y que no han utilizado una brocha en su puñetera vida. Quiero al Van Gogh del interiorismo…
Unos golpes a la puerta le interrumpieron.
– ¿Quién es ahora? -dijo Vincent con aspereza, aún con el rostro colorado debido a su perorata.
– Supongo que Elizabeth Egan, que viene para la reunión.
– Creía haberte dicho que la cancelaras.
Benjamin hizo caso omiso de él y se dirigió a la puerta para abrir a Elizabeth.
– Hola -dijo Elizabeth entrando en la habitación seguida por el pelo ciruela de Poppy, toda salpicada de pintura y cargada de carpetas rebosantes de muestras de alfombras y tejidos.
– Hola, soy Benjamin West, director del proyecto. Nos conocimos el viernes.
Estrechó la mano de Elizabeth.
– Sí, lamento haber tenido que irme tan pronto -contestó Elizabeth resueltamente sin mirarle a los ojos-. No es algo que me ocurra con frecuencia, se lo aseguro. -Se volvió de cara a la apurada señorita que tenía detrás-. Ella es Poppy, mi ayudante. Confío en que no les importe que se siente con nosotros -agregó en tono cortante.
Poppy forcejeó con las carpetas para darle la mano a Benjamin y como resultado unas cuantas carpetas se le cayeron al suelo.
– Mierda -dijo Poppy en voz alta, y Elizabeth se volvió a mirarla echando chispas.
Benjamin se rió.
– No pasa nada. Permítame ayudarla.
– Señor Taylor -dijo Elizabeth levantando la voz y cruzando la habitación con la mano extendida-, me alegra volver a verle. Lamento lo de la última reunión.
Vincent se apartó de delante de la ventana, miró de arriba abajo el traje chaqueta negro de Elizabeth y dio una calada a su puro. No le estrechó la mano, sino que se volvió de nuevo de cara a la ventana.
Benjamin ayudó a Poppy a dejar sus carpetas encima de la mesa e intervino para disipar el mal ambiente de la habitación.
– ¿Por qué no nos sentamos todos?
Elizabeth, sonrojada, bajó despacio la mano y se volvió hacia la mesa. Su voz subió una octava.
– ¡Ivan!
Poppy arrugó el semblante y miró a ver si había alguien más.
– No pasa nada -le dijo Benjamin-, la gente se confunde con mi nombre constantemente. Me llamo Benjamin, señora Egan.
– Oh, no me dirigía a usted -rió Elizabeth-. Hablo con el hombre que está sentado a su lado. -Se aproximó a la mesa-. ¿Qué estás haciendo aquí? No sabía que estuvieras metido en el proyecto del hotel. Creía que trabajabas con niños.
Vincent enarcó las cejas y la observó asentir y sonreír con cortesía en el silencio reinante. El empresario se echó a reír; una sonora carcajada que acabó en un ataque de tos perruna.
– ¿Se encuentra bien, señor Taylor? -preguntó Elizabeth con preocupación.
– Sí, señora Egan, muy bien. La mar de bien, diría yo. Es un placer conocerla.
Le tendió la mano.
Mientras Poppy y Elizabeth ordenaban sus carpetas, Vincent se dirigió a Benjamín entre dientes.
– A ésta quizá no le falte mucho para cortarse la oreja, después de todo.
La puerta se abrió y entró la recepcionista con una bandeja de tazas de café.
– En fin, me ha encantado volver a verte. Adiós, Ivan -se despidió Elizabeth antes de que la mujer saliera cerrando la puerta a sus espaldas.
– ¿Ya se ha marchado? -preguntó Poppy con acritud.
– No se preocupe -dijo Benjamín a Poppy riendo por lo bajo mientras observaba admirado a Elizabeth-, ella encaja en el perfil a la perfección. Han estado escuchando al otro lado de la puerta, ¿verdad?
Poppy le miró confundida.
– No se preocupe más, no van a meterse en líos ni nada por el estilo -dijo Benjamín con aire un poco festivo-. Pero nos han escuchado hablar, ¿no?
Poppy reflexionó un ratito y luego asintió lentamente con la cabeza mostrándose todavía bastante perpleja.
Benjamín chasqueó la lengua y apartó la vista.
– Lo sabía. Chica lista-pensó en voz alta mirando a Elizabeth enfrascada en la conversación con Vincent.
Ambos prestaron atención a la charla.
– Me gusta usted, Elizabeth, en serio -estaba diciendo Vincent con franqueza-. Me gusta su excentricidad.
Elizabeth frunció el ceño.
– Ya sabe, su extravagancia. Así es como uno sabe que alguien es un genio y me agrada tener genios en mi equipo.
Elizabeth asintió despacio, absolutamente desconcertada con lo que estaba sucediendo.
– Pero -prosiguió Vincent- no me acaban de convencer sus ideas. En realidad, no estoy nada convencido. No me gustan.
Se hizo el silencio.
Elizabeth se revolvió incómoda en el asiento.
– Muy bien -dijo tratando de demostrar profesionalidad-, ¿qué tiene usted pensado exactamente?
– Amor.
– Amor -repitió Elizabeth desanimada.
– Sí. Amor.
Vincent se recostó en el respaldo del asiento con los dedos entrelazados encima del estómago.
– Tiene pensado amor -dijo Elizabeth impávidamente mirando a Benjamín para asegurarse.
Benjamín puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.
– Eh, a mí me importa una mierda el amor -aclaró Vincent-. He estado unos veinticinco años casado -añadió a modo de explicación-. Es el público irlandés quien lo quiere. ¿Dónde he podido meter eso?
Buscó con la mirada y acercó a Elizabeth la carpeta de recortes de prensa deslizándola por la mesa.
Después de pasar unas páginas Elizabeth habló. Por su tono de voz Benjamín comprendió que estaba decepcionada.
– Ah, ya lo veo. Usted quiere un hotel temático.
– Dicho así suena vulgar -repuso Vincent quitándole importancia con un ademán.
– Es que considero que los hoteles temáticos son vulgares -replicó Elizabeth con firmeza. No podía renunciar a sus principios, ni siquiera por un encargo tan fantástico como aquél.