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Elizabeth volvió su atención al despeinadísimo Benjamín. Su abundante cabello oscuro formaba una corona de rizos alrededor de su cabeza y tenía una sombra de barba negra como el azabache que le crecía desde el inicio del peludo pecho hasta los pómulos. Llevaba unos téjanos gastados y mugrientos, una cazadora tejana igualmente sucia, unas botas cubiertas de turba que habían dejado un rastro desde la puerta hasta la mesa bajo la cual estaban formando un montoncito de barro seco. Una raya de mugre negra se acumulaba debajo de sus uñas y, cuando apoyó las manos encima de la mesa delante de Elizabeth, ésta se sintió obligada a desviar la mirada hacia otro lado.

– La felicito por lo de hoy -dijo Benjamin pareciendo sinceramente contento-. Ha sido una reunión muy exitosa para usted. Ha conseguido llevarse el gato al agua. En estos pagos dicen sláinte, ¿verdad? -Levantó su tazón de café.

– ¿Cómo dice? -preguntó Elizabeth con frialdad.

– Sláinte. ¿No se dice así?

Parecía preocupado.

– No -dijo Elizabeth contrariada-, quiero decir, sí, pero no me refería a eso. -Negó con la cabeza-. No me he llevado ningún gato al agua, como dice usted, señor West. Conseguir este contrato no ha sido ningún golpe de suerte.

El cutis tostado por el sol de Benjamin se sonrosó levemente.

– Oh, no pretendía dar a entender eso ni mucho menos y, por favor, llámeme Benjamin. Señor West suena muy formal. -Se revolvió incómodo en su silla-. Su ayudante, Poppy… -desvió la mirada intentando encontrar las palabras adecuadas- es una muchacha con mucho talento, tiene montones de ideas muy pasadas de rosca y Vincent tiene una filosofía bastante parecida a la suya, aunque a veces se deja llevar y nos toca a nosotros decirle que vuele más bajo. Verá, parte de mi trabajo consiste en asegurarme de que esto se construya a tiempo y respetando el presupuesto, de ahí que me proponga hacer lo que normalmente hago, a saber, demostrar a Vincent que no disponemos de suficiente dinero para trasladar las ideas de Poppy del papel a la práctica.

El pulso de Elizabeth se aceleró.

– Entonces querrá un diseñador que no resulte tan caro. Señor West, ¿ha venido aquí para convencerme de que renuncie al proyecto? -preguntó Elizabeth con frialdad.

– No. -Benjamin suspiró-. Llámeme Benjamin -insistió-, y no, no estoy intentando convencerla de que renuncie al proyecto. -Lo dijo de una manera que hizo que Elizabeth se sintiera tonta-. Oiga, sólo intento echarle una mano. Me doy perfecta cuenta de que no está contenta con la idea en general y, a decir verdad, tampoco yo creo que los lugareños vayan a quedar muy contentos con ella. -Hizo un gesto que abarcó a toda la clientela de la cafetería y Elizabeth intentó imaginarse a Joe yendo a almorzar un domingo a un «útero de terciopelo». No, decididamente no tendría éxito, al menos no en aquella localidad.

Benjamin prosiguió.

– Me importan mucho los proyectos en los que trabajo y creo que este hotel tiene un enorme potencial. No quiero que termine pareciendo un santuario de Las Vegas consagrado al Moulin Rouge.

Elizabeth había iniciado el gesto de levantarse de su asiento.

– Bueno -dijo Benjamin muy seguro de sí mismo-, he venido aquí a verla porque me gustan sus ideas. Son sofisticadas al mismo tiempo que confortables, son modernas pero no demasiado modernas, y la ambientación que propone atraerá a un amplio abanico de gente. La idea de Poppy y Vincent resulta demasiado temática y distanciará a tres cuartas partes del país de inmediato. No obstante, usted quizá podría inducirles a poner un poco más de color local. Coincido con Vincent en que el concepto que usted defiende necesita parecerse menos a un albergue rural y más a un hotel. No queremos que la gente crea que tiene que seguir la tradición consistente en caminar descalza hasta los Macgillycuddy's Reeks para arrojar un anillo justo en medio.

Sintiéndose ofendida, Elizabeth se quedó boquiabierta.

– ¿Cree que usted podría trabajar codo con codo con Poppy? -preguntó Benjamín haciendo caso omiso de su reacción-. Ya sabe, ¿atenuando sus ideas… considerablemente?

Elizabeth se había preparado una vez más para repeler un ataque furtivo, pero resultó que Benjamín estaba allí para ayudarla. Carraspeó para aclarar una garganta que no precisaba ser aclarada y se estiró el faldón de la chaqueta del traje sintiéndose torpe. Una vez compuesta dijo:

– Bueno, me alegra que ambos estemos en el mismo bando, pero aun así…

Indicó a Joe con gestos que le sirviera otro café y pensó en la fusión de sus colores naturales con los tonos chillones de Poppy.

Benjamín rechazó enérgicamente con la cabeza el ofrecimiento que le hizo Joe de otro café. El primer tazón seguía intacto delante de él.

– Bebe mucho café -comentó cuando Joe puso el tercer tazón en la mesa delante de Elizabeth.

– Me ayuda a pensar -respondió Elizabeth tomando un gran sorbo.

Hubo un momento de silencio.

Elizabeth salió de su trance.

– Muy bien, tengo una idea.

– Caramba, eso sí que es un efecto rápido -sonrió Benjamín.

– ¿Cómo? -Elizabeth frunció el ceño.

– He dicho que…

– Vale -interrumpió Elizabeth sin siquiera oírle, arrastrada por sus ideas-. Digamos que el señor Taylor tiene razón, que la leyenda sigue viva y que la gente ve este sitio como un nido de amor y tal y cual. -Hizo una mueca, obviamente nada impresionada por semejante creencia-. Nos encontramos con un mercado que hay que satisfacer, que es donde las ideas de Poppy darán resultado, pero las mantendremos a un nivel mínimo. Quizás una suite de luna de miel y un rincón íntimo aquí y allí; el resto podrían ser mis diseños -añadió, contenta-. Con un poco más de color -añadió con menos entusiasmo.

Benjamin sonrió.

– Yo me encargo de Vincent. Por cierto, cuando antes he dicho que usted se ha llevado el gato al agua en la reunión no he querido decir que careciera de talento para respaldar sus ideas. Me refería al truco de hacerse la loca. -Se tocó la sien con un dedo manchado y lo hizo girar.

El buen humor de Elizabeth se esfumó.

– ¿Cómo dice?

– Ya sabe -Benjamin sonrió de oreja a oreja-, el papel de «veo a los muertos».

Elizabeth le miró de hito en hito sin comprender nada.

– Caray, el tío sentado a la mesa. Ese con el que hablaba. ¿Le suena lo que le estoy diciendo?

– ¿Ivan? -preguntó Elizabeth insegura.

– ¡Así se llama! -Benjamin chasqueó los dedos y se recostó en el respaldo de su silla riendo-. Eso es, Ivan, el socio silencioso.

Las cejas de Elizabeth subieron hasta casi salírsele de la frente.

– ¿Socio?

Benjamin rió aún con más ganas.

– Sí, exacto, pero no le diga que se lo he dicho, por favor. Me resultaría muy violento que se enterara.

– No se preocupe -dijo Elizabeth con sequedad, perpleja ante aquella información-. Tengo que verle más tarde, pero no le diré una palabra.

– Él tampoco -repuso Benjamin con otra carcajada.

– Bueno, eso está aún por ver -contestó Elizabeth, enfurruñada-. Aunque anoche estuve con él y tampoco soltó prenda.

Benjamin se mostró indignado con ella.

– Me parece que esas cosas no están permitidas en Taylor Constructions. Se ven con muy malos ojos las citas entre colegas. Quién sabe, podría ser que Ivan fuese el motivo por el que ha conseguido el contrato. -Se frotó los ojos con aire de cansancio y su risa remitió-. Pensándolo bien, ¿no es sorprendente lo que llegamos a hacer para conseguir un trabajo hoy en día?