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Seguí arrancando margaritas del suelo.

Elizabeth tardó un poco en acomodarse en el césped. Parecía incómoda y hacía muecas como si estuviera sentada encima de alfileres. Tras quitarse una pelusa invisible de los pantalones y tratar de sentarse encima de las manos para que el trasero no se le manchara de hierba volvió a fulminarme con la mirada.

– ¿Ocurre algo, Elizabeth? Algo me dice que sí.

– Muy perspicaz por tu parte.

– Gracias. Es parte de mi trabajo, pero aun así te agradezco el cumplido.-Noté su sarcasmo.

– Tengo que ajustar cuentas contigo, Ivan -dijo.

– Espero que sean divertidas. -Anudé un tallo con el siguiente-. Hete aquí otra cosa divertida: los chistes macabros. Duelen pero también te hacen reír. Como tantas cosas en la vida, supongo, o incluso la propia vida. La vida es una tragicomedia.

Elizabeth me miró confundida.

– Ivan, he venido a cantarte las cuarenta. Te hablaré con el corazón. Hoy he charlado con Benjamin después de que te marcharas y me ha dicho que eras socio de la empresa. También me ha acusado de otra cosa, pero prefiero no recordarlo siquiera -dijo echando chispas.

– Has venido a cantarme las cuarenta -repetí mirándola-. Esa frase es realmente bonita. No te he oído cantar nunca, ¿sabes? Y además, has dicho que me hablas con el corazón. Sólo se habla así con alguien de tu confianza. De modo que… gracias, Elizabeth. Me siento muy halagado. Eso significa que te caigo bien. -Hice una lazada con el último tallo y formé una cadeneta-. Te daré una cadeneta de margaritas a cambio de tu confianza.

Le puse el brazalete. Elizabeth se quedó sentada en la hierba. No se movió, no dijo nada, simplemente miró su cadeneta de margaritas. Luego sonrió y cuando habló su voz fue más dulce.

– ¿Alguna vez alguien ha conseguido estar enfadado contigo durante más de cinco minutos?

Miré el reloj.

– Sí. Tú, desde las diez de esta mañana hasta ahora.

Elizabeth se rió.

– ¿Por qué no me dijiste que trabajas con Vincent Taylor?

– Porque no trabajo con él.

– Pero si Benjamin me ha dicho que sí.

– ¿Quién es Benjamin?

– El director del proyecto. Me ha dicho que eras un socio silencioso.

Sonreí.

– Supongo que lo soy. Estaba siendo irónico, Elizabeth. No tengo nada que ver con la empresa. Soy tan silencioso que no digo nada de nada.

– Bueno, ése es un aspecto tuyo que no he tenido ocasión de conocer -sonrió-. ¿De modo que no participas activamente en este proyecto?

– Trabajo con personas, Elizabeth, no con edificios.

– De acuerdo. ¿Pues qué diablos ha querido decir Benjamin West? -Estaba perpleja-. Es un tipo raro, ese Benjamin West. ¿De qué negocio estabas hablando con Vincent? ¿Qué tienen que ver los niños con el hotel?

– Eres muy entrometida -comenté riendo-. Vincent Taylor y yo no estábamos hablando de ningún negocio. De todos modos es una buena pregunta. ¿Qué crees tú que los niños deberían tener que ver con el hotel?

– Absolutamente nada -replicó Elizabeth riendo a su vez, y luego se calló de golpe temiendo haberme ofendido-. En tu opinión el hotel debería tener en cuenta a los niños.

Sonreí.

– ¿No opinas que todo y todos deberíamos tener en cuenta a los niños?

– Se me ocurren unas cuantas excepciones -dijo Elizabeth con agudeza dirigiendo la mirada hacia Luke.

Entendí que estaba pensando en Saoirse y en su padre, puede que incluso en sí misma.

– Mañana hablaré con Vincent sobre un posible cuarto de jugar o una zona de juegos… -Se calló-. Nunca he diseñado un cuarto para los niños. ¿Qué diablos desean los niños?

– Se te ocurrirá fácilmente, Elizabeth. Una vez fuiste niña. ¿Qué deseabas entonces?

Sus ojos castaños se ensombrecieron y apartó la vista.

– Ahora todo es distinto. Los niños no desean lo que yo deseaba entonces. Los tiempos cambian.

– Tampoco tanto. Los niños siempre desean lo mismo, porque todos necesitan las mismas cosas básicas.

– ¿Como qué?

– Bueno, ¿por qué no me dices lo que tú deseabas y dejas que te diga si ellos desean las mismas cosas?

Elizabeth se rió un poco.

– ¿Siempre estás jugando, Ivan?

– Siempre. -Sonreí-. Cuéntame.

Me estudió los ojos batallando consigo misma sobre si hablar o no y al cabo de unos instantes suspiró.

– Cuando era niña, mi madre y yo nos sentábamos a la mesa de la cocina cada sábado por la noche con nuestros lápices de colores y papel y escribíamos un plan de lo que haríamos al día siguiente. -Sus preciados recuerdos le hacían brillar los ojos-. Cada sábado por la noche me entusiasmaba tanto pensando en cómo pasaríamos el día siguiente que colgaba el programa con chinchetas en la pared de mi dormitorio y me obligaba a dormir para que la mañana llegara cuanto antes. -La sonrisa se le desvaneció y salió de su trance-. Pero no es posible incorporar esas cosas a un cuarto de jugar; los niños quieren Play Stations y Xboxes y esa clase de cosas.

– ¿Por qué no me cuentas qué actividades había en el programa del domingo?

Miró a lo lejos.

– Eran colecciones de sueños imposibles. Mí madre me prometía que nos tumbaríamos en el campo por la noche y que veríamos un sinfín de estrellas fugaces que harían realidad nuestros deseos. Nos imaginábamos recostadas en grandes bañeras llenas a rebosar de flores de cerezo, tomando duchas de sol, girando alrededor de los aspersores del pueblo que regaban el césped en verano, cenando a la luz de la luna en la playa y bailando zapateado en sordina descalzas por la arena. – Elizabeth rió al recordarlo-. Son tonterías, sobre todo si las dices en voz en alta, pero ella era así. Juguetona y aventurera, alocada y despreocupada, cuando no una pizca excéntrica. Siempre ansiaba cosas nuevas que ver, probar y descubrir.

– Todo eso debía de ser muy divertido -dije intimidado por su madre. Darse una ducha de sol ganaba de largo a cualquier telescopio hecho con rollos de cartón del papel higiénico.

– No lo sé, la verdad. -Elizabeth apartó la vista y tragó saliva-. En realidad nunca hicimos ninguna de esas cosas.

– Pero apuesto a que las hiciste un millón de veces mentalmente -dije.

– Bueno, hubo una cosa que hicimos juntas. Justo después de tener a Saoirse me llevó al campo, extendió una manta y dispuso una cesta de picnic. Comimos pan moreno recién horneado con mermelada casera de fresa. -Elizabeth cerró los ojos e inspiró-. Todavía recuerdo el olor y el sabor. -Meneó la cabeza maravillada-. Pero mi madre había elegido tomar la merienda en el campo de nuestras vacas. Allí estábamos las dos, en mitad del campo, merendando rodeadas de vacas curiosas.

Ambos nos echamos a reír.

– Pero eso fue cuando me dijo que se marchaba. Era una persona demasiado grande para este pueblo tan pequeño. No es lo que me dijo entonces, pero me consta que era lo que debía de sentir.

A Elizabeth le tembló la voz y dejó de hablar. Miraba a Luke y Sam persiguiéndose por el jardín, pero no los veía, escuchaba sus infantiles chillidos de alegría pero no los oía. Estaba absorta.

– En fin -su voz sonó seria otra vez y carraspeó-, eso es irrelevante. No tiene nada que ver con el hotel; ni siquiera sé por qué lo he sacado a colación.

Estaba avergonzada. Adiviné que Elizabeth no había contado nunca aquello en voz alta, ni una sola vez en su vida, de modo que dejé que el silencio se prolongara mientras ponía en orden sus ideas.