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– Elizabeth, ¿estás ahí?

– Sí. -Abrió los ojos de golpe. Se estaba desconcentrando-. Perdona, ¿qué decías?

– Te he preguntado qué coche se ha llevado.

– El mismo de siempre, Marie. El mismo puñetero coche que la semana pasada y que la semana anterior y la anterior a ésa -espetó Elizabeth.

Marie se mantuvo firme.

– ¿De qué marca…?

– BMW -soltó Elizabeth-. El mismo puñetero BMW 330 Cabriolet negro. Cuatro ruedas, dos puertas, un volante, dos retrovisores, luces y…

– No marees la perdiz -interrumpió Marie-. ¿En qué estado se encontraba?

– Reluciente. Acababa de lavarlo -replicó con descaro Elizabeth.

– Estupendo, ¿y en qué estado iba Saoirse?

– En el de costumbre.

– Borracha.

– Exacto.

Elizabeth se levantó y cruzó el vestíbulo hacia la cocina, su refugio siempre soleado. Los tacones resonaban con fuerza contra el suelo de mármol en aquella habitación desnuda de techo alto. Todo estaba en su sitio. El resplandor del sol a través de los cristales del invernadero templaba el ambiente. Elizabeth entornó los ojos cansados ante tanto brillo. La cocina inmaculada relucía, las encimeras de granito negro centelleaban, la grifería y otros accesorios cromados reflejaban el día radiante. Un paraíso de acero inoxidable y nogal. Fue directa a la máquina de café expreso. Su salvadora. Necesitada de una inyección de vida en su cuerpo agotado, abrió el aparador de la cocina y sacó una tacita beis de café. Antes de cerrar el armario giró un tazón para que el asa quedara hacia el lado correcto, igual que todas las demás. Abrió el cajón ancho de la cubertería de acero, vio un cuchillo en el compartimiento de los tenedores, lo puso en su sitio, cogió una cuchara y volvió a cerrar el cajón.

Por el rabillo del ojo percibió el paño de cocina colgado de cualquier manera en el tirador del horno. Arrojó al office el paño arrugado, sacó uno limpio del pulcro montón que guardaba en el armario, lo dobló exactamente por la mitad y lo dispuso con primor en el tirador del horno. Cada cosa tenía su sitio.

– Bueno, no he cambiado la matrícula durante la última semana, o sea que sí, sigo teniendo el mismo número -contestó con aburrimiento a otra de las absurdas preguntas de Marie. Puso la taza humeante de expreso encima de un posavasos para proteger la mesa de cristal de la cocina. Se alisó los pantalones, se quitó una pelusa de la chaqueta, se sentó en el invernadero y contempló su jardín largo y estrecho y las ondulantes colinas de más allá que se perdían en el infinito. Cuarenta tonos de verde, dorado y marrón.

Inspiró el rico aroma de su expreso humeante y se tranquilizó de inmediato. Imaginó a su hermana recorriendo a toda velocidad las colinas con la capota del descapotable bajada, los brazos en alto, los ojos cerrados, la melena llameante al viento, creyéndose libre. Saoirse significaba libertad en irlandés. El nombre lo había elegido su madre en un último intento desesperado para que los deberes maternos que tanto aborrecía parecieran menos un castigo. Su deseo fue que su segunda hija la librara de las ataduras del matrimonio, la maternidad, la responsabilidad…, la realidad.

Su madre contaba sólo dieciséis años cuando conoció a su padre. Ella estaba de paso en el pueblo, viajando con un grupo de poetas, músicos y soñadores, y entabló conversación con Brendan Egan, un granjero, en el pub. Éste le llevaba doce años y quedó prendado de su misteriosa personalidad y su carácter desenvuelto. Ella se sintió halagada. De modo que se casaron. A los dos años de matrimonio tuvieron su primera hija, Elizabeth. Pero resultó que su madre era indomable y se fue adueñando de ella una creciente frustración por saberse retenida en un pueblo aletargado, rodeado de montes, que en un principio ella sólo había querido atravesar. Un bebé llorón y las noches en vela la fueron enajenando de su entorno. Los sueños de libertad personal se confundían con la realidad y comenzó a ausentarse durante varios días seguidos. Salía de exploración para descubrir sitios nuevos y conocer a otras personas.

A los doce años de edad Elizabeth cuidaba de sí misma y de su silencioso y amargado padre, y no preguntaba cuándo volvería a casa su madre porque en el fondo de su corazón sabía que tarde o temprano regresaría con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, hablando sin tregua sobre el mundo y todo lo que éste tenía que ofrecer. Entraría flotando en sus vidas como una brisa fresca en verano, trayendo consigo entusiasmo y esperanza. Elizabeth se sentaría a los pies de la cama de su madre para escuchar encandilada el relato de sus aventuras. Este ambiente sólo se prolongaría unos pocos días hasta que su madre de súbito se cansase de referir historias en vez de vivirlas.

A menudo traía recuerdos como conchas, piedras, hojas. Elizabeth recordaba un jarrón de hierbas recién cortadas que solía ocupar el centro de la mesa del comedor como si fueran las plantas más exóticas de toda la creación. Si preguntaba a su madre sobre el campo de donde habían sido arrancadas, su madre le guiñaba el ojo y le daba un toque en la punta de la nariz prometiendo a Elizabeth que algún día lo entendería. Su padre guardaba silencio en su sillón junto a la chimenea, leyendo el periódico, pero sin pasar nunca la página. Estaba tan perdido como su esposa en el mundo de las palabras de ésta.

Cuando Elizabeth contaba doce años su madre volvió a quedarse embarazada y, pese a ponerle el nombre de Saoirse a la recién nacida, aquella criatura no le brindó la libertad que ella tanto ansiaba. Por eso emprendió otra expedición. Y no regresó. Su padre, Brendan, no manifestó el menor interés por la vida en ciernes que le había arrebatado a su esposa, de modo que aguardó a su mujer en silencio sentado en su sillón junto al fuego, leyendo el periódico sin pasar nunca la página. Durante años. Para siempre. El corazón de Elizabeth no tardó en cansarse de esperar el regreso de su madre y así fue como Saoirse pasó a ser responsabilidad de su hermana mayor.

Saoirse había heredado los rasgos celtas de su padre, pelo rubio rojizo y piel clara, mientras que Elizabeth era el vivo retrato de su madre. Piel olivácea, cabellos marrón chocolate, ojos casi negros; rasgos que ambas llevaban en la sangre desde la influencia española de cientos de años atrás. Elizabeth cada día se parecía más a su madre y era consciente de la desazón que eso causaba en su padre. Llegó a odiarse a sí misma por ello, y además de esforzarse por entablar conversación con su padre, aún puso mayor ahínco en demostrarle a él y también a sí misma que no tenía nada que ver con su madre: que sabía lo que era la lealtad.

Cuando Elizabeth terminó la escuela a los dieciocho años se enfrentó con el dilema de quedarse en casa o mudarse a Cork para ir a la universidad, decisión ésta que tomó haciendo acopio de todo su coraje. Su padre consideró que el escoger esa alternativa equivalía a abandono; también era abandono que ella trabara amistad con quienquiera que fuese. Él tenía ansias de atención, siempre exigía ser la única persona en la vida de sus hijas, como si eso fuera a impedir que un buen día se emanciparan. Bueno, faltó poco para que lo consiguiera y desde luego era uno de los motivos por los que Elizabeth carecía de vida social y de un círculo de amistades. Se veía obligada a marcharse en cuanto empezaba el intercambio de frases corteses, sabedora del precio que le tocaría pagar por el tiempo innecesario pasado fuera de la granja, un precio consistente en soportar palabras cargadas de resentimiento y fulminantes miradas desaprobadoras. En cualquier caso, cuidar de Saoirse y acudir al instituto constituía un trabajo a jornada completa. Brendan la acusaba de ser como su madre, de pensar que estaba por encima de él y que era superior al común de la gente de Baile na gCroíthe. Elizabeth encontraba claustrofóbico el pueblo y tenía la impresión de que aquella casa de campo tan fea estaba hundida en la oscuridad, ajena al paso del tiempo. Era como si el reloj del abuelo estuviera aguardando el regreso de su madre en la entrada.