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– ¿Tenéis una buena relación tú y Fiona? -preguntó resistiéndose aún a mirarme a los ojos después de lo que me había contado.

– ¿Fiona?

– Sí, la mujer con quien no estás casado.

Sonrió por primera vez y pareció más compuesta.

– Fiona no me habla -respondí sin salir de mi asombro. Aún no comprendía por qué pensaba que era el padre de Sam. Tendría que hablar con Luke para que me lo aclarase. Me incomodaba bastante aquella confusión de identidad.

– ¿Acabaron mal las cosas entre vosotros dos?

– Nunca empezaron, así que no podían terminar -contesté con sinceridad.

– Conozco esa sensación. -Puso los ojos en blanco y rió-. Pero al menos salió algo bueno de ello. -Apartó la vista y miró jugar a Sam y Luke. Se había referido a Sam, pero tuve la impresión de que estaba mirando a Luke y eso me alegró.

Antes de que nos marcháramos de casa de Sam, Elizabeth se volvió hacia mí.

– Ivan, nunca había hablado con nadie de lo que te acabo de contar -tragó saliva-, jamás. No sé qué me ha hecho soltarlo.

– Ya lo sé -sonreí-, así que gracias por hablarme con el corazón. Creo que eso se merece otra cadeneta de margaritas.

Le ofrecí otro brazalete que acababa de hacer.

Error número dos: cuando se lo puse en la muñeca sentí como si le estuviera dando un trozo de mi corazón.

Capítulo 19

Después del día en que di a Elizabeth las cadenetas de margaritas… y mi corazón, aprendí mucho más acerca de ella aparte de lo que hacía con su madre los sábados por la noche. Me di cuenta de que es como uno de esos berberechos pegados a las rocas en la playa de Fermoy. Al verlos sabes que están sueltos, pero en cuanto los tocas o te acercas se paralizan y adhieren a la superficie de la roca para salvar la vida. Así es como era Elizabeth: abierta hasta que alguien se acercaba y entonces se ponía tensa y se encerraba en sí misma. Desde luego, se había abierto a mí aquel día en el jardín trasero, pero cuando al día siguiente fui a verla estaba enojada conmigo por habérseme confiado. Pero así era como estaba siempre Elizabeth, enojada con todo el mundo incluida ella misma, y probablemente estaba avergonzada. Elizabeth rara vez hablaba de sí misma salvo cuando lo hacía con sus clientes a propósito de su empresa.

Resultaba complicado pasar tiempo con Luke ahora que Elizabeth podía verme y, a decir verdad, se habría preocupado si yo hubiese llamado a su puerta fucsia para preguntar si Luke iba a salir a jugar. Tenía sus manías en cuanto a la edad de los amigos de su sobrino. Lo más importante, no obstante, era que a Luke no parecía importarle. Siempre andaba jugando con Sam y cada vez que decidía incluirme en sus juegos el pobre Sam se frustraba porque no podía verme, claro. Me parece que estaba interfiriendo en la amistad entre Luke y Sam y no creo que a Luke le importara demasiado que yo apareciera o no, dado que él no era el motivo de mi presencia allí y si no me equivoco él lo sabía de sobra. Ya he dicho que los niños siempre saben lo que está ocurriendo, a veces incluso antes que nosotros mismos.

En cuanto a Elizabeth, creo que la habría sacado de quicio que me presentara sin más en su sala de estar a medianoche. Una nueva clase de amistad conllevaba establecer nuevos límites. Tenía que ser sutil, ir a visitarla con menos frecuencia, pero no dejar de estar a su disposición cuando me necesitara. Como si de una amistad entre adultos se tratara.

Una cosa que me desagradaba sobremanera era que Elizabeth creyera que yo era el papá de Sam. No sé cómo comenzó aquello, y sin que yo dijera nada la cosa fue a más. Nunca miento a mis amigos, nunca, por eso intenté decirle muchas veces que yo no era el papá de Sam. En una de esas ocasiones la conversación fue como sigue.

– Dime, Ivan, ¿de dónde eres?

Era una tarde, poco después de que Elizabeth saliera de trabajar. Acababa de reunirse con Vincent Taylor para tratar del hotel y al parecer, según ella, se dirigió directamente a él y le dijo que había estado hablando con Ivan y que ambos consideraban que el hotel necesitaba una zona infantil para que los padres dispusieran de más tiempo para vivir su romance a solas. Bueno, el caso es que Vincent se rió tanto que dio su brazo a torcer y accedió. Elizabeth aún no entendía por qué Vincent había encontrado tan divertida la propuesta. Le dije que era porque Vincent no tenía ni la menor idea acerca de quién era yo, pero ella se limitó a poner los ojos en blanco y acusarme de ser demasiado reservado. Sea como fuere, gracias a aquello Elizabeth estaba de muy buen humor y con ganas de conversar, para variar. Yo me preguntaba cuándo empezaría a hacerme preguntas (aparte de las consabidas acerca de mi trabajo, cuánto personal teníamos, la facturación anual… Me aburría como una ostra con todos aquellos asuntos).

Pero finalmente me preguntó de dónde era, tan contenta que le contesté alegremente que de Aisatnaf.

Elizabeth frunció el ceño.

– Ese nombre me suena; lo he oído alguna vez. ¿Dónde queda?

– A un millón de kilómetros de aquí.

– Baile na gCroíthe está a un millón de kilómetros de todas partes. Aisatnaf… -pronunció Elizabeth despacio-. ¿Qué significa? No es irlandés ni inglés, ¿verdad?

– Es anticuado.

– ¿Anticuado? -repitió enarcando una ceja-. Francamente, Ivan, a veces eres tan malo como Luke. Me parece que saca la mayoría de sus ocurrencias de ti.

Me reí.

– En realidad -Elizabeth se inclinó hacia delante-, no he querido decírtelo antes, pero creo que te admira.

– ¿En serio? -Me sentí halagado.

– Bueno, sí, porque…, bueno -buscaba las palabras adecuadas-, por favor, no pienses que mi sobrino esté mal de la cabeza ni nada por el estilo, pero la semana pasada se inventó un amigo. -Rió con nerviosismo-. Su amigo se quedó a cenar unas cuantas veces en casa, correteaban juntos por el jardín y jugaban a toda clase de juegos, de fútbol a naipes pasando por el ordenador, ¿te lo figuras? Pero lo más curioso es que se llamaba Ivan.

Al ver que no reaccionaba lamentó haberlo dicho y se puso muy colorada.

– Bueno, en verdad no tiene nada de divertido, es completamente ridículo, por supuesto, pero se me ocurrió que a lo mejor quería decir que te admiraba y que te veía como una especie de modelo de conducta masculina… -Se calló-. En fin, ahora Ivan se ha marchado. Nos ha dejado. Por su cuenta. Resultó demoledor, como puedes imaginarte. Me habían dicho que podían prolongar su estancia hasta tres meses. -Hizo una mueca-. Gracias a Dios se marchó. Yo tenía la fecha señalada en el calendario y todo -agregó con el rostro aún colorado-. De hecho, por curioso que resulte, se fue cuando llegaste tú. Creo que asustaste a Ivan…, Ivan. -Trató de reír, pero mi rostro imperturbable hizo que se detuviera y suspirara-. Ivan, ¿por qué sólo estoy hablando yo?

– Porque estoy escuchando.

– Pues ya he terminado así que podrías decir algo -espetó.

Me reí. Cada vez que se sentía estúpida se enfadaba.

– Tengo una teoría.

– Bien, pues por una vez podrías contármela. Salvo que sea para meternos a mi sobrino y a mí en un edificio de hormigón gris dirigido por monjas y con barrotes en las ventanas.

La miré horrorizado.

– Venga -instó Elizabeth riendo.

– Veamos, ¿quién dice que Ivan ha desaparecido?

Elizabeth hizo una mueca de horror.

– Nadie dice que haya desaparecido, ya que para empezar nunca apareció.