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– Lo hizo ante Luke.

– Luke se lo inventó.

– Tal vez no.

– Bueno, yo no le vi.

– A mí me ves.

– ¿Qué relación tienes tú con el amigo invisible de Luke?

– Tal vez yo sea el amigo de Luke, sólo que no me gusta que me llamen invisible. No es muy políticamente correcto, que digamos.

– Pero yo te veo.

– Exacto, por eso no entiendo por qué la gente insiste en decir «invisible». Si alguien puede verme está claro que no soy invisible. Piénsalo. ¿Acaso Ivan, el amigo de Luke, y yo hemos estado alguna vez en el mismo sitio en el mismo momento?

– Bueno, podría estar aquí ahora mismo, por lo que sé, comiendo aceitunas o lo que sea. -Rió y al cabo se calló de golpe al ver que Ivan había dejado de sonreír-. ¿Qué intentas decirme, Ivan?

– Es muy sencillo, Elizabeth. Has dicho que Ivan desapareció cuando yo entré en escena.

– Sí.

– ¿No crees que eso significa que yo soy Ivan y que de repente has empezado a verme?

Elizabeth puso cara de pocos amigos.

– No, porque tú eres una persona real con una vida real y tienes una esposa y un hijo y tú…

– No estoy casado con Fiona, Elizabeth.

– Ex esposa, entonces, no importa.

– Nunca he estado casado con ella.

– Bueno, nada más lejos de mi intención que juzgarte.

– No, quiero decir que Sam no es mi hijo.

Mi voz sonó más contundente de lo que me proponía. Los niños entienden mucho mejor estas cosas. Los adultos siempre lo complican todo.

Elizabeth dulcificó su expresión y apoyó una mano en la mía. Sus manos eran delicadas, con la piel suave como la de un bebé y dedos largos y delgados.

– Ivan -dijo con ternura-, tenemos algo en común. Luke tampoco es mi hijo -sonrió-. Pero me parece fantástico que aún quieras ver a Sam.

– No, no, no lo entiendes, Elizabeth. No soy nada para Fiona, no soy nada para Sam. No me ven como tú me ves, ni siquiera me conocen, eso es lo que intento decirte. Para ellos soy invisible. Soy invisible para todo el mundo excepto para ti y para Luke.

Los ojos de Elizabeth se llenaron totalmente de lágrimas y me apretó la mano.

– Lo entiendo -dijo Elizabeth con voz un poco temblorosa. Puso la otra mano en la mía y me la estrechó con fuerza. Batallaba con sus pensamientos. Me di cuenta de que quería decir algo y no podía. Sus ojos castaños escrutaron los míos y tras unos momentos de silencio por lo visto había encontrado lo que andaba buscando y su rostro por fin se relajó-. Ivan, no tienes ni idea de lo semejantes que somos tú y yo, y es un gran alivio oírte hablar así porque a veces yo también pienso que soy invisible para el resto del mundo, ¿entiendes? -Su voz tenía un deje de soledad-. Es como si nadie me conociera, como si nadie me viera tal como realmente soy… excepto tú.

Parecía tan disgustada que la estreché entre mis brazos. Aún me decepcionaba sobremanera que me hubiese malinterpretado por completo, cosa bien extraña, ya que se supone que mis amistades no se fundamentan en mí o en lo que yo deseo. Y hasta entonces nunca me había visto involucrado.

Pero aquella noche, mientras estaba tumbado solo en la cama procesando toda la información del día, me di cuenta de que, al fin y al cabo, por primera vez en mi vida Elizabeth era la única amiga que me había comprendido por completo.

Y para cualquier persona que alguna vez haya tenido esa conexión con alguien, aunque sólo haya durado cinco minutos, es importante. Por una vez no tenía la impresión de estar viviendo en un mundo diferente al de todos los demás, sino que, de hecho, existía una persona, una persona que me gustaba y a quien respetaba, alguien a quien había entregado un trozo de mi corazón, que sentía lo mismo que yo.

Todos sabéis exactamente cómo me sentía aquella noche.

No me sentía tan solo. Incluso mejor que eso, me sentía como si estuviera flotando en el aire.

Capítulo 20

El tiempo cambió de la noche a la mañana. La última semana de junio el sol había abrasado la hierba, secado el suelo y traído avispas a miles, que pululaban por todas partes molestando a todo quisqui. La noche del sábado todo eso cambió. El cielo se oscureció dando paso a las nubes. Pero eso era típico del clima irlandés: pasar sin solución de continuidad de una ola de calor a un vendaval tormentoso. Era predeciblemente impredecible.

Elizabeth temblaba en la cama y se subió el edredón hasta la barbilla. No había puesto la calefacción y pese a que la necesitara se negaba a ponerla durante los meses de verano por una cuestión de principios. Fuera los grandes árboles temblaban también; el viento agitaba sus hojas. Proyectaban sombras fabulosas en las paredes del dormitorio. Las fortísimas rachas que soplaban sonaban como olas gigantes estrellándose contra los acantilados. Dentro, las puertas vibraban. El balancín del jardín oscilaba adelante y atrás chirriando. Todo se movía súbita y violentamente, sin ningún ritmo ni coherencia.

Elizabeth pensaba en Ivan. Se preguntaba por qué se sentía atraída hacia él y por qué cada vez que abría la boca soltaba sin tapujos los secretos mejor guardados del mundo. Se preguntaba por qué le había hecho un sitio en su casa y en su cabeza. A Elizabeth le encantaba estar sola, no ansiaba compañía, pero ansiaba la compañía de Ivan. Se preguntaba si debería retirarse un poco, habida cuenta de que Fiona vivía a un tiro de piedra de su casa. ¿Acaso su proximidad con Ivan, aunque sólo fuesen amigos, podría ser perturbadora para Sam y Fiona? Elizabeth siempre había confiado en Fiona para que ésta cuidara de Luke casi sin aviso previo.

Como de costumbre, Elizabeth intentó hacer caso omiso de tales pensamientos. Intentó fingir que todo seguía siendo como siempre, que nada había cambiado en su fuero interno, que sus murallas no se estaban desmoronando, franqueando el paso a invitados inoportunos. No quería que eso sucediera, no sabría enfrentarse a un cambio.

Finalmente se centró en lo único que permanecía constante e inalterable en las enérgicas rachas. Y a cambio de eso la luna no le quitó el ojo de encima cuando por fin se sumió en un sueño intranquilo.

– ¡Quiquiriquí!

Elizabeth abrió un ojo, confundida por el ruido. La habitación estaba llena de luz. Poco a poco abrió el otro ojo y vio que el sol había vuelto y se estaba encaramando en un cielo azul y sin nubes, aunque los árboles seguían bailando como posesos en la discoteca improvisada del jardín trasero.

– ¡ Quiquiriquí!

Ahí estaba otra vez. Atontada por el sueño, logró levantarse de la cama y acercarse a la ventana. En medio del jardín estaba Ivan haciendo bocina con las manos alrededor de la boca y gritando:

– ¡Quiquiriquí!

Elizabeth se tapó la boca, riendo, y abrió la ventana. El viento entró en el dormitorio.

– ¡Ivan! ¿Qué estás haciendo?

– ¡Es hora de levantarse! -gritó Ivan. El viento le arrebató el final de la frase y se la llevó hacia el norte.

– ¡Estás loco! -chilló Elizabeth.

Luke se asomó asustado a la puerta del dormitorio.

– ¿Qué está pasando?

Elizabeth hizo señas a Luke para que se acercara a la ventana y éste se tranquilizó en cuanto vio a Ivan.

– ¡Hola, Ivan! -gritó Luke.

Éste levantó la vista y sonrió, y después alzó la mano con la que se sujetaba la gorra para saludar a Luke. La gorra desapareció de su cabeza, arrebatada por una súbita racha fortísima. El niño y Elizabeth estuvieron observando, muertos de risa, cómo Ivan daba caza a la gorra por todo el jardín, corriendo de aquí para allá a tenor de los caprichosos cambios de dirección del viento. Finalmente se sirvió de una rama rota para hacerla caer del árbol donde quedó atrapada.