– ¿Qué haces ahí fuera, Ivan? -chilló Luke.
– ¡Es el día de Jinny Joe! -anunció Ivan extendiendo los brazos para indicar cuanto le rodeaba.
– ¿Y eso qué es? -preguntó Luke mirando confundido a Elizabeth.
– No tengo ni idea -contestó ella encogiéndose de hombros.
– ¿Qué es el día de Jinny Joe, Ivan? -chilló Luke.
– ¡Si bajáis os lo enseñaré a los dos! -contestó Ivan. Su ropa holgada ondeaba y se pegaba a su cuerpo.
– ¡No vamos vestidos! ¡Estamos en pijama! -exclamó Luke riendo.
– ¿Pues a qué esperáis? ¡Poneos cualquier cosa, son las seis de la mañana, no nos verá nadie!
– ¡Vamos! -exclamó Luke entusiasmado a Elizabeth al tiempo que saltaba del alféizar de la ventana. Salió corriendo de la habitación y regresó minutos después con una pierna en los pantalones del chándal, un suéter puesto del revés y las zapatillas cambiadas de pie.
Elizabeth se echó a reír.
– ¡Venga, date prisa! -instó Luke respirando entre jadeos.
– Cálmate, Luke.
– No. -Luke abrió de golpe el armario ropero de Elizabeth-. ¡Vístete, es el día de Jinny Joe! -gritó con una radiante sonrisa desdentada.
– Pero, Luke -rezongó Elizabeth, incómoda-, ¿adonde se supone que vamos?
Estaba buscando seguridad en un niño de seis años.
Luke se encogió de hombros.
– ¿A un sitio divertido? -apuntó.
Elizabeth lo meditó, vio el entusiasmo en los ojos de Luke, se sintió invadida por la curiosidad, supo que cometía un error, pero se endosó un chándal y salió corriendo con Luke.
Al salir, el viento cálido le dio de pleno y la dejó sin aliento.
– ¡Al Batmóvil! -anunció Ivan reuniéndose con ellos junto a la puerta principal.
Luke soltó una risita alborozada.
Elizabeth se quedó paralizada.
– ¿Adonde?
– Al coche -explicó Luke.
– ¿Adonde vamos?
– Tú conduce que yo ya te avisaré cuando lleguemos. Es una sorpresa.
– No -repuso Elizabeth como si fuese lo más absurdo que hubiese oído en la vida-. Nunca me subo a un coche sin saber exactamente adonde voy -declaró con altanería.
– Lo haces cada mañana -observó Ivan con ternura.
Elizabeth no le hizo caso.
Luke sostuvo la portezuela abierta para que subiera Ivan, y una vez todos a bordo, Elizabeth emprendió muy contra su voluntad aquel viaje hacia un destino desconocido, deseosa de dar media vuelta en cada curva y preguntándose por qué no lo hacía.
Tras conducir durante veinte minutos por carreteras sinuosas, una nerviosa Elizabeth obedeció la última indicación de Ivan y detuvo el coche junto a un campo que, para ella, era igual a todos los demás que habían dejando atrás por el camino. Sólo que aquél tenía vistas sobre el resplandeciente océano Atlántico. Desentendiéndose del panorama miró por el retrovisor lateral y dio un bufido al ver el barro que salpicaba el reluciente costado del coche.
– ¡Uau! ¿Qué son? -Luke se puso de un salto entre los dos asientos delanteros y señaló hacia el parabrisas.
– Amigo Luke -anunció Ivan con alegría-, son lo que la gente llama Jinny Joes.
Elizabeth levantó la vista. Delante de ella cientos de semillas de diente de león revoloteaban en el aire; la luz del sol se reflejaba en sus suaves y esponjosos hilos blancos y flotaban como sueños hacia los tres ocupantes del coche.
– Parecen hadas -dijo atónito Luke.
Elizabeth puso los ojos en blanco.
– ¡Hadas! -Chasqueó la lengua en señal de desaprobación-. ¿Qué clase de libros has estado leyendo? Son semillas de diente de león, Luke.
Ivan la miró con expresión frustrada.
– ¿Por qué sabía que dirías eso? Bueno, por lo menos te he traído aquí. Algo es algo.
Elizabeth le miró sorprendida. Nunca hasta entonces se había dirigido a ella con semejante brusquedad.
– Luke -Ivan se volvió hacia él-, también se conocen como la Margarita Irlandesa pero no son sólo semillas de diente de león, son lo que la mayoría de la gente normal -miró con reproche a Elizabeth- llama Jinny Joes. Se encargan de llevar deseos en el viento y la cosa está en atraparlos con la mano, pedir un deseo y luego soltarlos para que puedan entregarlos.
Elizabeth resopló.
– ¿De veras? -dijo susurrando Luke-. Pero ¿por qué hace eso la gente?
Elizabeth soltó una carcajada.
– ¡Este es mi chico!
Ivan hizo caso omiso de ella.
– Hace cientos de años la gente comía las hojas verdes del diente de león porque contienen muchas vitaminas -explicó-, lo cual justifica su nombre en latín, que se traduce como la «cura oficial de todos los males». Por eso la gente cree que traen buena suerte y piden deseos a las semillas.
– ¿Y los deseos se cumplen? -preguntó Luke esperanzado.
Elizabeth miró a Ivan, enojada al verle llenar la cabeza de su sobrino con falsas esperanzas.
– Sólo los que se entregan en condiciones, así que, ¿quién sabe? Recuerda que a veces hasta el correo se pierde, Luke.
Luke asintió con la cabeza; lo había entendido.
– Vale. Muy bien. ¡Pues vayamos a atraparlos!
– Id vosotros dos. Yo esperaré en el coche -dijo Elizabeth con la mirada clavada al frente.
Ivan suspiró.
– Eliza…
– Esperaré aquí -repitió con firmeza. Encendió la radio y se acomodó para dejarles claro que no iba a cambiar de opinión.
Luke bajó del coche y ella se volvió hacia Ivan.
– Me parece ridículo que le llenes la cabeza con esa sarta de mentiras -le soltó muy enfadada-. ¿Qué piensas decirle cuando ninguno de sus deseos se haga realidad?
– ¿Cómo sabes que no se harán realidad?
– Tengo sentido común. Algo de lo que por lo visto tú careces.
– Tienes razón, no tengo sentido común. No quiero creer lo mismo que creen todos los demás. Tengo mis propios pensamientos, cosas que nadie me ha enseñado y que tampoco he leído en ningún libro. Aprendo de la experiencia, en cambio tú… A ti te da miedo experimentar lo que sea y por eso siempre tendrás tu sentido común y nada más que tu sentido común.
Elizabeth miró por la ventanilla y contó hasta diez para no explotar. Detestaba toda aquella verborrea new age; contrariamente a lo que él decía, estaba convencida de que aquéllas eran la clase de cosas que sólo podían aprenderse en los libros. Libros escritos y leídos por personas que se pasaban la vida buscando algo, cualquier cosa, con tal de abstraerse del aburrimiento de su vida real. Personas que necesitaban creer que siempre y para todo existía otro motivo además del más evidente.
– ¿Sabes una cosa, Elizabeth? El diente de león también se conoce como filtro de amor. Hay quien dice que si soplas las semillas al viento éstas llevarán tu amor a tu amado. Si soplas la delicada bola blanca mientras pides un deseo y consigues arrancar todas las semillas tu deseo se hará realidad.
Elizabeth torció el gesto, desconcertada.
– Ya basta de esa jerigonza, Ivan.
– Muy bien. Porque hoy Luke y yo nos disponemos a atrapar Jinny Joes. Creía que siempre habías soñado en querer alcanzar un deseo -dijo Ivan.
Elizabeth apartó la mirada.