Выбрать главу

– Eso no habrá despertado ni a los insectos -bromeó Ivan.

– Muy bien, pues, aparta -advirtió Elizabeth enarcando una ceja.

Ivan se apartó mientras Elizabeth extendía el brazo y giraba sobre sí misma. El café salió despedido como de una fuente.

Joe asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Qué estás haciendo, Elizabeth? ¿No te he preparado un buen café? -Parecía preocupado-. Me estás haciendo quedar mal delante de esta gente.

Señaló con la cabeza al grupo de turistas que se estaba congregando en la ventana, observándola. Ivan se echó a reír.

– Me parece que esto requiere otro tazón de café -anunció.

– ¿Otro café? -preguntó Elizabeth asustada.

– De acuerdo -dijo Joe retrocediendo despacio.

– Perdone, ¿qué está pasando? -preguntó un turista a Joe, que se disponía a volver dentro.

– Ah, esto es, eh… -Joe se quedó sin saber qué decir-. Es una costumbre que tenemos aquí, en Baile na gGroíthe. Los lunes por la mañana, esto, eh… -Se volvió hacia Elizabeth que giraba sobre sí misma riendo y esparciendo café por la acera-. Como ve, nos gusta salpicarlo todo de café. Es bueno para, eh… -observó cómo Elizabeth derramaba el líquido en las jardineras de las ventanas-, para las flores.

Tragó saliva. El turista enarcó las cejas con interés y sonrió divertido.

– En ese caso, otras cinco tazas de café para mis muy queridos amigos.

Tras vacilar un momento, Joe desplegó una amplia sonrisa al ver una ocasión de ganar dinero.

– Marchando cinco tazas.

Al cabo de un momento su sumaron a Elizabeth cinco extranjeros que empezaron a bailar girando sobre sí mismos, riendo y chillando mientras derramaban café por la acera. Esto hizo que ella e Ivan rieran aún con más ganas hasta que se escabulleron de los turistas. Éstos, aunque en secreto intercambiaban miradas de perplejidad respecto de aquella tonta costumbre irlandesa de derramar café por el suelo, se decían que a fin de cuentas proporcionaba una sana diversión.

Elizabeth contemplaba el pueblo con asombro. Los tenderos habían salido a la puerta y observaban el alboroto que se había armado delante de Joe's. Los vecinos abrían las ventanas y asomaban la cabeza. Los coches aminoraban la marcha para echar un vistazo, provocando que los conductores que los seguían tocaran contrariados la bocina. En cuestión de instantes la aletargada localidad se había despertado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Ivan secándose las lágrimas de risa de los ojos-. ¿Por qué has dejado de reír?

– ¿Es que para ti no existen los sueños, Ivan? ¿No puedes hacer que ciertas cosas permanezcan sólo en tu cabeza?

Que ella supiera, Ivan era capaz de hacer que cualquier cosa ocurriera. Bueno, casi cualquier cosa. Levantó la vista a sus ojos azules y se le disparó el corazón.

Ivan le devolvió la mirada y se arrimó un paso más. Parecía muy serio y mayor de lo que hasta entonces se había mostrado, como si acabara de ver y aprender algo nuevo pocos segundos antes. Tocó suavemente la mejilla de Elizabeth y adelantó la cabeza despacio hacia su rostro.

– No -susurró, y la besó en la boca con tanta ternura que faltó poco para que a Elizabeth le fallaran las piernas-, todo debe hacerse realidad.

Joe miró por la ventana y rió al ver a los turistas bailando y derramando café delante de su local. Entrevió a Elizabeth al otro lado de la calle y se acercó a la ventana para verla mejor. Tenía la cabeza levantada y los ojos cerrados con una expresión de perfecta dicha. El pelo, de ordinario recogido en la nuca, lo llevaba suelto y ondeaba en la ligera brisa matutina. Parecía deleitarse con el brillo del sol que le bañaba la cara.

Joe habría jurado que el rostro de Elizabeth era el vivo retrato del de su fogosa madre.

Capítulo 23

Las bocas de Ivan y Elizabeth tardaron un rato en separarse y cuando por fin lo hicieron, Elizabeth, con un cosquilleo en los labios, recorrió dando brincos el camino hasta la oficina. Tenía la impresión de que si levantaba más los pies del suelo comenzaría a flotar. Tarareando mientras intentaba dominar su no-vuelo chocó de pleno contra la señora Bracken que, de pie en su portal, estudiaba a los turistas del otro lado de la calle.

– ¡Jesús! -Elizabeth dio un salto hacia atrás, asustada.

– Es el hijo de Dios, que entregó su vida y murió en la cruz para difundir la palabra del Señor y darnos una vida mejor, así que no tomes su nombre en vano -soltó de un tirón la señora Bracken. Señaló con el mentón en dirección a la cafetería-. ¿Qué diantre están haciendo esos extranjeros?

Elizabeth se mordió el labio y se aguantó la risa.

– No tengo ni idea. ¿Por qué no se une a ellos?

– Al señor Bracken no le habría gustado nada todo este jaleo. -Debió de percibir algo en la voz de Elizabeth, porque levantó la cabeza de golpe, entrecerró los ojos y la miró de hito en hito-. Te veo distinta.

Elizabeth hizo caso omiso de ella y se echó a reír al ver a Joe fregando con aire culpable el café derramado en la acera.

– ¿Has pasado mucho tiempo en la torre de allá arriba? -preguntó la señora Bracken en tono acusatorio.

– Pues claro, señora Bracken. Estoy diseñando el hotel, ¿recuerda? Por cierto, he encargado la tela; debería llegarnos dentro de tres semanas, con lo cual nos quedan dos meses para tenerlo todo listo. ¿Cree que podrá contratar personal de refuerzo?

La señora Bracken entrecerró los ojos con recelo.

– Te has soltado el pelo.

– ¿Y? -preguntó Elizabeth entrando al taller de tapicería para ver si había llegado su pedido.

– Y el señor Bracken solía decir: «cuidado con las mujeres que cambian drásticamente de peinado».

– Yo no diría que soltarse el pelo sea un cambio muy drástico.

– Elizabeth Egan, en tu caso particular, sostengo que soltarse la melena es un cambio drástico. Por cierto -agregó a renglón seguido sin dar pie a que Elizabeth replicara-, tenemos un problema con el pedido que ha llegado hoy.

– ¿Qué sucede?

– Es muy colorido. -Pronunció la palabra como si fuese una enfermedad y, abriendo mucho los ojos, lo puso aún más de relieve-: Rojo.

Elizabeth sonrió.

– Es frambuesa, no es rojo, y ¿qué tiene de malo un poco de color?

– Que qué tiene de malo un poco de color, dice. -La señora Bracken subió la voz una octava-. Hasta la semana pasada tu mundo era marrón. Es esa torre lo que te está afectando. El tipo americano, ¿verdad?

– Oh, no me venga usted también con el cuento de la torre. -Elizabeth puso cara de fastidio-. He estado allí arriba toda la semana y no es más que una muralla que se está viniendo abajo.

– Una muralla que se viene abajo, desde luego -dijo la señora Bracken sin quitarle el ojo de encima-, y es el tipo americano quien la está derribando.

Elizabeth puso los ojos en blanco.

– Adiós, señora Bracken.

Subió a la carrera la escalera de la oficina.

En la entrada la recibió un par de piernas que salían de debajo del escritorio de Poppy. Eran piernas de hombre: pantalones de pana marrón con zapatos marrones que se agitaban y retorcían.

– ¿Es usted, Elizabeth? -gritó una voz.

– Sí, Harry. -Elizabeth sonrió. Cosa curiosa, estaba encontrando extrañamente adorables a las dos personas que acostumbraban sacarla de quicio a diario. Desde luego Ivan estaba superando muy airoso la prueba de la sonrisa tonta.