– Le estaba apretando los tornillos a esta silla. Poppy me ha contado que les montó un buen numerito la semana pasada.
– Así fue, Harry, gracias.
– De nada.
Las piernas del hombre se deslizaron bajo el escritorio y desaparecieron mientras se ponía trabajosamente a gatas. Después de darse un coscorrón contra el tablero del escritorio, asomó por fin la cabeza mostrando una calva que intentaba disimular peinando los escasos cabellos de un lado a otro del cráneo.
– Ah, ahí está usted -dijo Harry levantándose, llave inglesa en mano-. Ahora el asiento no tendría que girar por su cuenta. Qué raro que hiciera eso. -Efectuó una última comprobación y luego miró a Elizabeth con la misma expresión que había adoptado para examinar la silla-. La veo distinta.
– Pues soy la misma de siempre -respondió Elizabeth dirigiéndose a su despacho.
– Es el pelo. Se lo ha soltado. Yo siempre he dicho que a las mujeres les queda mejor la melena y…
– Gracias, Harry. ¿Ya ha terminado? -preguntó Elizabeth con firmeza, poniendo fin a la conversación.
– Sí, sí, claro.
Harry se sonrojó, y después de despedirse de ella con la mano se fue escaleras abajo, sin duda para cotillear con la señora Bracken sobre la melena suelta de Elizabeth.
Elizabeth se sentó a su escritorio e intentó concentrarse en el trabajo, pero impensadamente se pasó las yemas de los dedos por los labios, reviviendo el beso que acababa de darle Ivan.
– Vale -dijo Poppy entrando sin llamar al despacho de Elizabeth para dejar una hucha encima del escritorio-. ¿Ves esto de aquí?
Elizabeth asintió mirando al cerdito. Becca estaba en la puerta del fondo.
– Bueno, pues se me ha ocurrido un plan. -Poppy hizo rechinar los dientes-. Cada vez que te pongas a tararear esa maldita canción tuya, tendrás que poner dinero en el cerdo.
Elizabeth enarcó las cejas con expresión divertida.
– Poppy, ¿has hecho tú este cerdito? -preguntó sin quitar ojo al cerdo de papel maché que tenía en el escritorio.
Poppy intentó disimular su sonrisa.
– La de anoche fue una noche muy tranquila. Pero, en serio, ya está empezando a ser algo más que irritante, Elizabeth, tienes que creerme -suplicó Poppy-. Hasta Becca está hasta la coronilla.
– ¿Es eso cierto, Becca?
Becca se ruborizó y se batió en retirada; no quería verse envuelta en aquella conversación.
– Menudo respaldo -rezongó Poppy.
– ¿Y quién se quedará con el dinero? -preguntó Elizabeth.
– El cerdo. Está recaudando fondos para una pocilga nueva. Tararea una canción y apoya a un cerdo -dijo acercando la hucha a la cara de Elizabeth.
Elizabeth se aguantó la risa.
– Fuera.
Momentos después, una vez que todas reanudaron sus tareas, Becca entró resueltamente al despacho, puso el cerdo encima de la mesa y abriendo mucho los ojos exclamó:
– ¡Paga!
– ¿Estaba tarareando otra vez?-preguntó Elizabeth, sorprendida.
– Sí -contestó Becca entre dientes, crispada, antes de darse la vuelta.
Entrada la mañana Becca hizo pasar a una visita al despacho de Elizabeth.
– Hola, señora Collins -saludó Elizabeth con cortesía al tiempo que la aprensión le encogía el estómago. La señora Collins regentaba la pensión en la que se alojaba Saoirse desde hacía unas semanas-. Siéntese, por favor.
Indicó la silla que tenía delante.
– Gracias. -La señora Collins tomó asiento-. Y llámeme Margaret.
Echó un vistazo a la habitación como un niño asustado a quien hubieran llamado al despacho del director del colegio. Mantenía las manos entrelazadas en el regazo como si temiera tocar algún objeto. Llevaba la blusa abotonada hasta el mentón.
– He venido a hablarle de Saoirse. Siento no haber tenido ocasión de comunicarle ninguna de las notas y mensajes telefónicos que usted le mandó durante estos últimos días -dijo Margaret con evidente embarazo, toqueteando el dobladillo de su blusa-. Lleva tres días sin pasarse por la pensión.
– Vaya -dijo Elizabeth incómoda-. Gracias por informarme, Margaret, pero no hay de qué preocuparse. Seguro que no tardará en llamarme.
Estaba harta de ser la última en enterarse de todo, de ser informada sobre las actividades de su familia por perfectos desconocidos. A pesar de la atención que había prestado a Ivan, Elizabeth había procurado tener a Saoirse vigilada en la medida de lo posible. Faltaban pocas semanas para la vista, pero Elizabeth no había conseguido dar con ella en ninguna parte, siendo «ninguna parte» el pub, la casa de su padre y la pensión.
– Bueno, en realidad no se trata de eso. Es sólo que, bueno, en esta época tenemos mucho trabajo. Hay un montón de turistas que pasan por aquí buscando alojamiento y necesitamos la habitación de Saoirse.
– Ya. -Se apoyó contra el respaldo como movida por un resorte, sintiéndose estúpida. ¡Claro!-. Eso es perfectamente comprensible -dijo Elizabeth con torpeza-. Pasaré después del trabajo a recoger sus cosas, si le parece.
– No será necesario. -Margaret sonrió con dulzura y de repente gritó-: ¡Chicos!
Acto seguido entraron los dos hijos adolescentes de Margaret, cada uno con una maleta.
– Me he tomado la libertad de reunir todas sus pertenencias -prosiguió Margaret con su falsa sonrisa estampada en el rostro-. Ahora sólo me falta cobrar tres días de alojamiento y el asunto estará zanjado.
Elizabeth se quedó helada.
– Margaret, sin duda comprenderá que las deudas de Saoirse no son de mi incumbencia. Que sea su hermana no significa que deba saldarlas yo. No tardará en regresar, estoy convencida.
– Ya lo sé, Elizabeth. -Margaret volvió a sonreír revelando una pequeña mancha de pintalabios de color rosa en un diente delantero-. Pero habida cuenta de que la mía es hoy por hoy la única pensión que aceptaría a Saoirse como huésped, estoy segura de que usted…
– ¿Cuánto? -le espetó Elizabeth.
– Quince por noche -dijo Margaret con dulzura.
Elizabeth rebuscó en su billetero. Suspiró.
– Mire, Margaret, ahora no dispongo de efec…
– Un cheque me va bien -repuso alegremente.
Tras entregar el cheque a Margaret, por primera vez en los últimos días Elizabeth dejó de pensar en Ivan y comenzó a preocuparse por Saoirse. Igual que en los viejos tiempos.
A las diez de la noche, en el centro de Nueva York, Elizabeth y Mark miraban a través de los inmensos ventanales negros del bar del piso ciento catorce que Elizabeth acababa de diseñar. Aquella noche se inauguraba el Club Zoo, un piso entero dedicado a los estampados de animales, los sofás de piel y los cojines con un poco de verde y bambú colocados en sitios estratégicos. La decoración era un compendio de todo lo que más detestaba Elizabeth en un diseño, pero le habían hecho un encargo muy concreto y se había ceñido a las instrucciones. El éxito era formidable, todo el mundo disfrutaba de la velada, y la actuación en vivo de unos percusionistas tocando ritmos selváticos y el constante rumor de animadas conversaciones redondeaban el ambiente festivo. Elizabeth y Mark entrechocaron sus copas de champán y contemplaron el mar de rascacielos, las luces que punteaban los edificios al azar y la marea de taxis amarillos circulando a sus pies.
– Por otro de tus éxitos -brindó Mark y bebió un sorbo de la copa llena de burbujas.
Elizabeth sonrió, henchida de orgullo.
– Ahora sí que estamos lejos de casa, ¿verdad? -reflexionó con la vista perdida en el panorama y viendo el reflejo de la fiesta que tenía lugar detrás de ella. Distinguió al propietario, Henry Hakala, que se abría paso entre la concurrencia.