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Otra teoría era que se había convertido en una estrella de Hollywood. Elizabeth se sentaba con la nariz pegada a la pantalla del televisor durante la función de tarde del domingo aguardando el gran debut de su madre. Pero acabó cansándose de buscar, esperar, imaginar y no preguntar, y con el tiempo hasta llegó a perder el interés.

La figura no se movía de la ventana del viejo dormitorio de Elizabeth. Habitualmente su padre la esperaba en el jardín. Hacía años que Elizabeth no pisaba el interior de la casa. Aguardó fuera por espacio de unos minutos y tras constatar que ni su padre ni Saoirse daban señales de vida se apeó del coche, empujó despacio la verja cuyo chirrido de goznes le puso la piel de gallina y avanzó tambaleándose sobre las losas irregulares del sendero de entrada por culpa de los tacones altos. La hierba se asomaba a las grietas para estudiar al extraño que entraba sin autorización en su territorio.

Elizabeth llamó dos veces a la puerta verde y descascarillada y acto seguido apartó el puño, cogiéndoselo con la otra mano como si se hubiese quemado. Aunque no contestó nadie sabía que había alguien en el dormitorio de la derecha. Dentro reinaban la quietud, y el conocido olor a humedad de lo que antaño consideraba su hogar la alcanzó haciéndola parar en seco unos instantes. Una vez se hubo adaptado a las emociones que el olfato había despertado en su fuero interno, se decidió a entrar.

Carraspeó.

– ¿Hola?

No obtuvo respuesta.

– ¿Hola? -repitió con más fuerza. Su voz de adulta sonaba mal en el hogar de su infancia.

Comenzó por dirigirse a la cocina confiando en que su padre la oyera y saliera a su encuentro. Lo último que deseaba era volver a ver su antiguo dormitorio. Los tacones altos resonaban en el suelo de piedra, otro ruido característico de la casa. Contuvo el aliento al entrar en la cocina comedor. Todo y nada seguía igual. Los olores, el reloj en la repisa de la chimenea, el mantel de encaje, la estera, el sillón junto al fuego, la tetera roja encima de la cocina Aga, las cortinas. Todo seguía teniendo su sitio, había envejecido y acusaba el paso del tiempo, pero aún era parte de la casa. Era como si nadie hubiese vivido allí desde que Elizabeth se marchara. Y tal vez nadie lo había hecho de verdad.

Se quedó un rato plantada en medio de la habitación pasando revista a los adornos, extendiendo el brazo para tocarlos, pero haciéndolo sólo con las puntas de los dedos. Todo seguía igual. Se sintió como si estuviera en un museo; hasta el sonido de los llantos, las risas, las disputas y el amor habían sido conservados y flotaban en el aire como el humo de un cigarrillo.

Finalmente no aguantó más; necesitaba hablar con su padre, averiguar dónde estaba Saoirse, y para ello tendría que ir a su dormitorio. Giró lentamente el pomo de latón que todavía colgaba suelto de la puerta como en su infancia. Abrió la puerta empujándola, no entró ni miró en derredor. Sólo miró directamente a su padre, sentado en un sillón delante de la ventana, inmóvil.

Capítulo 24

Elizabeth no apartó los ojos del cogote de su padre, le resultaba imposible dirigirlos a otra parte. Trató de no inhalar el olor, pero éste se le acumuló en la garganta, obturándole la tráquea.

– Hola -dijo con voz ronca.

Su padre no se movió. Permaneció con la vista al frente.

El corazón de Elizabeth dejó de latir un instante.

– ¿Hola? -repitió detectando un matiz de pánico en su propia voz.

Sin pensarlo dos veces entró en la habitación y corrió hacia él. Se arrodilló y le escrutó el rostro. Su padre no se movió y siguió mirando al frente. El pulso de Elizabeth se aceleró.

– ¿Papi? -El apelativo infantil le salió sin querer, debido al pánico. Antaño le parecía normal. Esa palabra significaba algo. Tendió los brazos hacia su padre para tocarlo, le puso una mano en la cara y otra en el hombro-. Papá, soy yo. ¿Estás bien? Háblame -instó con voz temblorosa. Notó que él tenía la piel cálida.

Su padre parpadeó y Elizabeth soltó un suspiro de alivio. Poco a poco él se volvió hacia su hija.

– Ah, Elizabeth, no te he oído entrar.

Su voz sonaba como si llegara de otra habitación. Era amable; ni rastro del tono de aspereza.

– Te he llamado -dijo Elizabeth en voz baja-. He entrado por el camino en coche. ¿No me has visto?

– No -contestó sorprendido volviéndose de cara a la ventana.

– ¿Pues qué mirabas entonces?

También ella se volvió hacia la ventana y el panorama la dejó sin aliento. La escena (el sendero, la verja del jardín y el largo trecho de camino) la sumió por un momento en el mismo trance que a su padre. Las mismas esperanzas y deseos del pasado regresaron en ese instante. En el alféizar de la ventana había una fotografía de su madre que nunca antes había estado allí. De hecho, Elizabeth creía que su padre se había deshecho de todas las fotografías después de que su madre se marchara.

Pero aquella imagen suya silenció a Elizabeth. Hacía mucho tiempo que no veía a su madre; carecía de rostro en la mente de Elizabeth. Ya sólo era un recuerdo borroso, más un sentimiento que una imagen. Verla le causó una gran impresión. Fue como mirarse a sí misma, su perfecta imagen reflejada. Cuando recobró la voz habló trastornada en voz baja.

– ¿Qué estás haciendo, papá?

Él no movió la cabeza, no pestañeó, sólo tenía la mirada ausente y una voz desconocida que le salía de lo más hondo.

– La he visto, Elizabeth.

Palpitaciones.

– ¿A quién? -Pero ella sabía a quién.

– A Gráinne, tu madre. La he visto. Al menos eso es lo que creo. Hacía tanto tiempo que no la veía que no estoy seguro. Busqué la foto para que me ayudara a recordar. Para que cuando venga a pie por el camino me acuerde.

Elizabeth tragó saliva.

– ¿Dónde la viste, papá?

Su voz sonó más aguda y ligeramente perpleja:

– En un campo.

– ¿En un campo? ¿Qué campo?

– Un campo de sueños, lo llaman. Se la veía tan contenta bailando y riendo tal como hacía siempre. No ha envejecido ni un día -añadió perplejo-. Pero tendría que haberlo hecho, ¿no? Tendría que ser mayor, como yo.

– ¿Seguro que era ella, papá?

Elizabeth se estremeció.

– ¡Claro que sí! Se balanceaba en el viento como los dientes de león, el sol resplandecía sobre ella como si fuese un ángel. Era ella, seguro.

Ocupaba muy erguido el sillón, ambas manos apoyadas en los brazos, y parecía más relajado que nunca.

– Aunque iba un niño con ella y no era Saoirse. No, Saoirse ya es adulta -se recordó a sí mismo-. Era un chaval, me parece. Un crío rubio, como el chico de Saoirse…

Sus pobladas cejas semejantes a orugas se fruncieron por primera vez.

– ¿Cuándo la has visto? -preguntó Elizabeth sintiendo a un tiempo miedo y alivio al darse cuenta de que era a ella a quien su padre había visto en el campo.

– Ayer -dijo él sonriendo al recordar-. Ayer por la mañana temprano. Vendrá a verme pronto.

Las lágrimas inundaron los ojos de Elizabeth.

– ¿Has estado sentado aquí desde ayer, papá?

– Sí, no me importa. No tardará en venir, pero tengo que recordar su cara. A veces no me acuerdo, ¿sabes?

– Papá -la voz de Elizabeth era un susurro-, ¿no había nadie con ella en el campo?

– No -Brendan sonrió-, sólo ella y el chico, que también parecía muy feliz.