– Lo que quiero decir es -Elizabeth le estrechó la mano; la suya parecía infantil al lado de la piel curtida de su padre- que yo estuve en el campo ayer. Era yo, papá, estuve cazando semillas de diente de león con Luke y un hombre.
– No. -Negó con la cabeza y puso cara de pocos amigos-. No había ningún hombre. Gráinne no estaba con ningún hombre. Pronto vendrá a casa.
– Papá, te prometo que éramos yo, Luke e Ivan. Quizá te confundiste -insistió con toda la delicadeza que pudo.
– ¡No! -chilló él para sobresalto de Elizabeth. La miró indignado-. ¡Vendrá a verme a casa! -La fulminó con la mirada-. ¡Márchate! -gritó al final soltando de un manotazo la menuda mano de Elizabeth.
– ¿Qué? -Le palpitaban las sienes-. ¿Por qué, papá?
– Eres una mentirosa -le espetó él-. Yo no vi a ningún hombre en el campo. Sabes que ella está aquí y la mantienes apartada de mí -dijo entre dientes-. Tú te pones trajes y te sientas en despachos, no tienes ni idea de lo que es bailar en los campos. Eres una mentirosa, corrompes el aire que respiras. Márchate -repitió en voz baja.
Elizabeth lo miró, consternada.
– He conocido a un hombre, papá, un hombre guapo y maravilloso que me ha estado enseñando todas esas cosas -comenzó a explicar.
Su padre acercó la cara a la de ella hasta que las narices de ambos casi se tocaron.
– ¡¡Márchate!! -gritó.
A Elizabeth se le saltaron las lágrimas y la recorrió un temblor al ponerse de pie con precipitación. Su dormitorio pareció girar como un remolino cuando vio todas las cosas que no quería ver en su desorientado estado: viejos ositos de peluche, muñecas, libros, un pupitre, la misma funda de edredón. Salió disparada hacia la puerta, sin querer ver nada más, incapaz de ver nada más. Con mano temblorosa buscó a tientas la cerradura mientras los gritos de su padre para que se marchara iban en aumento.
Abrió la puerta de un tirón y salió corriendo al jardín llenándose los pulmones de aire fresco. Unos golpes en la ventana la hicieron girar en redondo. Quedó de cara a su padre, que gesticulaba enojado echándola del jardín. Se le cortó el aliento, y mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, abrió la verja y la dejó abierta porque no quería oír el chirrido de los goznes al cerrarse.
Condujo el coche camino abajo a toda velocidad sin mirar por el retrovisor, sin querer volver a ver aquel lugar, deseosa de no tener que conducir por el camino de la decepción nunca más.
No volvería a mirar atrás.
Capítulo 25
– ¿Te pasa algo malo? -preguntó una voz desde la puerta del patio trasero.
Elizabeth estaba sentada a la mesa de la cocina con la cabeza en las manos y tan quieta como el lago Muckross en un día de calma.
– Jesús -dijo Elizabeth entre dientes sin levantar la vista y preguntándose cómo era que Ivan siempre se las arreglaba para aparecer cuando menos lo esperaba y más le necesitaba.
– ¿Jesús? ¿Te está él mortificando?
Ivan entró en la cocina. Elizabeth levantó la cara de las manos.
– En realidad es con su padre con quien realmente tengo un conflicto.
Ivan dio otro paso hacia ella; tenía la habilidad de traspasar los límites, pero nunca de una manera amenazante o entrometida.
– Eso suele ocurrir.
Elizabeth se enjugó los ojos con un pañuelo de papel arrugado y manchado de rimel.
– ¿No trabajas nunca?
– Trabajo sin parar. ¿Puedo? -dijo señalando la silla enfrente de la suya. Elizabeth asintió con la cabeza.
– ¿Sin parar? ¿Entonces esto es trabajo para ti? ¿No soy más que otro caso perdido a quien te toca atender hoy? -preguntó Elizabeth con sarcasmo, atrapando una lágrima a media mejilla con el pañuelo de papel.
– De perdida no tienes nada, Elizabeth. No obstante, eres un caso; ya te lo he dicho -dijo Ivan seriamente.
Elizabeth se echó a reír.
– Una chiflada.
Ivan se mostró triste. Incomprendido otra vez.
– ¿Este es tu uniforme? -preguntó Elizabeth indicando su atuendo. Ivan se miró a sí mismo un poco sorprendido-. Siempre te he visto con esa misma ropa -prosiguió ella sonriendo-, o sea que o bien es un uniforme o bien no eres muy higiénico y te falta imaginación.
Ivan abrió mucho los ojos.
– Vamos, Elizabeth, imaginación tengo de sobra. -Sin darse cuenta de lo que había dado a entender, agregó-: ¿Quieres que hablemos de por qué estás tan triste?
– No, siempre hablamos de mí y de mis problemas -replicó Elizabeth- Hablemos de ti, un poco para variar. ¿Qué has hecho hoy? -preguntó tratando de animarse. Parecía que hubiese transcurrido mucho tiempo desde que había besado a Ivan en la calle mayor aquella mañana. Llevaba todo el día pensando en ello y le preocupaba quién los habría visto, pero asombrosamente, tratándose de un pueblo que se enteraba de todo antes que el programa Sky News, nadie había dicho ni pío acerca del hombre misterioso.
Deseosa de volver a besar a Ivan y temerosa de ese anhelo, había intentado adormecer en su corazón cualquier sentimiento hacia él, pero no lo había conseguido. Había en Ivan algo puro y sin tacha y, no obstante, era un hombre de carácter y buen conocedor de la vida. Era como una droga que ella sabía que no debía tomar pero que la hacía regresar una y otra vez a nutrir su adicción. Cuando la fatiga se apoderó de ella al final del día, el recuerdo del beso se convirtió en un consuelo y su desazón se esfumó. Lo único que quería ahora era repetir aquel momento durante el que sus problemas habían desaparecido.
– ¿Qué he hecho hoy? -Ivan hizo girar los pulgares y pensó en voz alta-. Bueno, hoy he dado un buen toque de diana a todo Baile na gGroíthe, he besado a una mujer preciosa y luego me he pasado el resto del día sin lograr hacer otra cosa que pensar en ella.
El rostro de Elizabeth se iluminó y los penetrantes ojos azules de Ivan le caldearon el corazón.
– Y como no podía dejar de pensar -prosiguió Ivan-, pues me he pasado el día sentado pensando.
– ¿Sobre qué?
– ¿Aparte de la mujer preciosa?
– Aparte de ella. -Elizabeth desplegó una amplia sonrisa.
– Mejor no te lo cuento.
– Podré soportarlo.
Ivan no las tenía todas consigo.
– Vale, si de verdad quieres saberlo -suspiró profundamente-, he estado pensando en los Borrowers.
Elizabeth frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Los Borrowers -repitió Ivan con aire pensativo.
– ¿El programa de televisión? -exclamó Elizabeth, airada. Se había dispuesto a oír dulces susurros sobre naderías como hacían en las películas, no aquella improvisada conversación falta de amor.
– Sí-Ivan puso los ojos en blanco sin reparar en el tono de Elizabeth-, si quieres referirte a ese aspecto comercial de su carrera. -Parecía enojado-. Pero después de pensar largo y tendido acerca de ellos he llegado a la conclusión de que no tomaban prestado. [3]
Lo que hacían era robar. Robaban descaradamente, y todo el mundo lo sabe, pero nadie dice nada al respecto. Tomar prestado significa hacer uso de algo que pertenece a otro y luego devolvérselo. Vamos a ver, ¿cuándo les has visto devolver algo? No recuerdo que Pocho devolviera nada a los Prestamistas. Sobre todo la comida. ¿Cómo vas a pedir que te presten comida? Te la comes y desaparece; no se puede devolver. Al menos cuando tomas la cena sabes adonde va. -Se apoyó en el respaldo y cruzó los brazos con aire enojado-. Y consiguen que hagan una película sobre ellos, un atajo de ladrones, mientras que nosotros… No hacemos más que el bien, pero nos etiquetan como producto de la imaginación de la gente y todavía somos -hizo una mueca e indicó las comillas con los dedos- «invisibles». Por favor…
[3] En inglés,