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– ¿Y Luke? ¿Dónde está? -preguntó Marie por teléfono, devolviendo a Elizabeth al presente de golpe.

Elizabeth replicó con amargura:

– ¿De verdad crees que Saoirse se lo llevaría con ella?

Silencio.

Elizabeth suspiró.

– Está aquí.

El nombre de Saoirse había traído consigo algo más que una manera de llamar a la hermana de Elizabeth. Le había otorgado una identidad, un estilo de vida. Todo cuanto representaba ese nombre se le transmitió a la sangre. Era fogosa, independiente, alocada y libre. Seguía el patrón de conducta de una madre a quien no recordaba, y hasta tal punto lo hacía que Elizabeth a veces tenía la impresión de estar viendo a su madre. Pero cada dos por tres se perdía de vista. Saoirse quedó embarazada a los dieciséis sin que nadie supiera quién era el padre, empezando por la propia Saoirse. Una vez que tuvo el bebé no le preocupó gran cosa ponerle nombre, pero con el tiempo empezó a llamarlo Lucky, es decir «afortunado». Otro capricho. Así que Elizabeth le puso Luke de nombre. Y una vez más, a los veintiocho años de edad, Elizabeth asumió la responsabilidad de criar a un chiquillo.

Nunca aparecía una chispa de afecto en los ojos de Saoirse cuando miraba a Luke. A Elizabeth la asombraba que no existiera entre ellos ningún vínculo, ninguna clase de conexión. Elizabeth no había planeado tener hijos; en realidad había pactado consigo misma no tenerlos jamás. Se había criado a sí misma y había criado a su hermana; no tenía ningunas ganas de criar a nadie más. Por fin llegaba la hora de cuidar de sí misma. A los veintiocho años, tras haber vivido esclavizada por el colegio y la universidad, había abierto con éxito su propia empresa de diseño de interiores. La circunstancia de trabajar de firme la convertía en el único miembro de la familia capaz de proporcionar una buena vida a Luke. Había alcanzado sus metas llevando siempre el control, manteniendo el orden, sin quitarse el ojo de encima, siendo siempre realista, creyendo en hechos, no en sueños y, por encima de todo, aplicándose y trabajando duro. Su madre y su hermana le habían enseñado que no llegaría a ninguna parte persiguiendo sueños nostálgicos y abrigando esperanzas poco realistas.

Por eso ahora tenía treinta y cuatro años y vivía sola con Luke en una casa que le encantaba. Una casa que había comprado y todavía pagaba ella sólita. Una casa que había convertido en su cielo particular, el lugar al que retirarse y sentirse a salvo. Sola, porque el amor figuraba en la lista de sentimientos que una nunca controlaba. Y necesitaba controlar. Ya había amado y había sido amada, conocía el sabor de los sueños y sabía qué se sentía al no tener los pies sobre la tierra. También había aprendido lo que era aterrizar dándose un doloroso trompazo. Tener que hacerse cargo del hijo de su hermana había ahuyentado a su amado y desde entonces nadie lo había reemplazado. Elizabeth resolvió no volver a perder el control de sus sentimientos nunca más.

La puerta principal dio un portazo y acto seguido oyó el correteo de unos pies pequeños por el vestíbulo.

– ¡Luke! -llamó Elizabeth tapando el auricular con la mano.

– ¿See? -contestó Luke inocentemente, ojos azules y pelo rubio asomando a la jamba de la puerta.

– Se dice sí, no see -le corrigió Elizabeth con severidad. Su voz estaba cargada de una autoridad digna de la profesional en que se había convertido con el paso de los años.

– Sí -repitió el niño.

– ¿Qué estás haciendo?

Luke entró al vestíbulo y los ojos de Elizabeth bajaron al acto a las rodillas manchadas de hierba.

– Yo e Ivan estamos jugando con el ordenador -explicó Luke.

– Ivan y yo -le corrigió Elizabeth, y siguió escuchando a Marie al otro lado del teléfono organizando la salida de un coche de la Garda.

Luke miró a su tía y regresó al cuarto de jugar.

– Espera un momento -gritó Elizabeth al teléfono cuando por fin se dio cuenta de lo que Luke acababa de decirle. Se levantó de un salto golpeándose con la pata de la mesa y derramando el expreso sobre el cristal. Soltó un taco. Las patas de hierro forjado negro de la silla chirriaron contra el mármol. Sosteniendo el teléfono contra el pecho, corrió por el vestíbulo hasta el cuarto de jugar. Asomó la cabeza y vio a Luke sentado en el suelo con los ojos pegados a la pantalla de televisión. Aquel cuarto y su dormitorio eran las únicas habitaciones de la casa donde Elizabeth permitía que tuviera sus juguetes. Ocuparse de un niño no la había hecho cambiar, como muchos habían pensado; no había relativizado sus opiniones en lo más mínimo. Había visitado las casas de varios amigos de Luke al ir a recogerlo o acompañarlo, tan llenas de juguetes por todas partes que hacían tropezar a cualquiera que osara cruzarse en su camino. Muy a su pesar, había aceptado tazas de café ofrecidas por sus madres, sentada encima de peluches, rodeada de biberones, leche en polvo y pañales. Pero en su casa ni hablar. A Edith le había explicado las reglas al principio de su relación laboral y ésta las había obedecido a pies juntillas. A medida que fue creciendo y comprendiendo a su tía, Luke respetó obedientemente sus deseos y sólo jugaba en la habitación que Elizabeth había dedicado a las necesidades lúdicas del sobrino.

– Luke, ¿quién es Ivan? -preguntó Elizabeth barriendo la habitación con la vista-. Ya sabes que no debes traer desconocidos a casa -agregó preocupada.

– Es mi nuevo amigo -contestó Luke como un zombi, sin apartar los ojos del luchador forzudo que daba una paliza a su oponente en la pantalla.

– Te tengo dicho que quiero conocer a tus amigos antes de que los invites a casa. ¿Dónde está? -inquirió Elizabeth terminando de abrir la puerta y penetrando en el espacio de Luke. Pidió a Dios que aquel amigo fuese mejor que el último monstruito que resolvió pintar en la pared con rotuladores mágicos un retrato de su familia feliz al completo, lo cual la obligó a hacer pintar la habitación de nuevo.

– Ahí -dijo Luke señalando con la cabeza en dirección a la ventana, aún sin mover los ojos.

Elizabeth anduvo hasta la ventana y miró el jardín delantero.

Cruzó los brazos.

– ¿Está escondido?

Luke pulsó «Pausa» en el teclado del ordenador y por fin apartó los ojos de los dos luchadores de la pantalla. La confusión le arrugó el rostro.

– ¡Está justo ahí! -exclamó señalando el asiento consistente en un enorme y blando saco relleno llamado también «saco de alubias».

Elizabeth abrió los ojos como platos y miró fijamente el saco de alubias.

– ¿Dónde?

– Justo ahí -repitió Luke.

Elizabeth miró pestañeando a su sobrino. Levantó los brazos con ademán de interrogación.