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Elizabeth lo contempló con la boca abierta.

Hubo un largo silencio mientras Ivan recorría con la vista la cocina meneando con enfado la cabeza. Luego volvió su atención hacia Elizabeth.

– ¿Qué te parece?

Silencio.

– Bueno, no importa -comentó él agitando la mano como para desechar el asunto-. Ya te dije que era mejor que no te lo contara. Dejemos, pues, mis problemas. Dime, ¿qué es lo que ha ocurrido?

Elizabeth hizo una profunda inspiración. La cuestión de Saoirse le hizo olvidar la charla desconcertante sobre los Borrowers.

– Saoirse ha desaparecido. Joe, el hombre que sabe todo lo que sucede en Baile na gCroíthe, me ha dicho que se ha marchado con el grupo con el que se juntaba. Él lo ha sabido a través de un pariente del tipo que era la pareja de mi hermana. Pero ella lleva tres días sin aparecer y nadie sabe adonde se han ido.

– ¡Oh! -exclamó sorprendido Ivan-. Y yo venga a darte la lata con mis problemas. ¿Se lo has comunicado al gardaí?

– Tuve que hacerlo -contestó Elizabeth con tristeza-. Me sentí como una soplona, pero la policía debe saberlo por si acaso Saoirse no se presenta a la vista que tendrá lugar dentro de unas semanas, cosa de la que no me cabe la menor duda. Habré de contratar a un abogado que la represente, y eso la va a perjudicar. -Se frotó la cara con aire cansado.

Ivan le tomó las manos entre las suyas.

– Volverá -le dijo en tono convencido-. Quizá no llegue a tiempo para la vista, pero volverá. Créeme. No debes preocuparte. -Su voz suave sonaba muy firme.

Elizabeth le miró al fondo de los ojos, buscando saber si decía la verdad.

– Te creo -dijo. Pero en lo más hondo de su corazón tenía miedo. Miedo de creer a Ivan, pero también miedo de creer a secas, pues cada vez que lo hacía sus esperanzas eran tan ostensibles como un banderín que ondeara en lo alto de un mástil, de un modo bien visible para todo el mundo. Allí arriba soportaba los vientos y las tormentas, sólo para acabar siendo arriado, descolorido y hecho jirones.

Además, Elizabeth no se veía capaz de pasar más años escudriñando el camino a través de la ventana de su habitación, esperando el regreso de una segunda persona. Estaba exhausta y tenía necesidad de cerrar los ojos.

Capítulo 26

En cuanto salí de casa de Elizabeth a la mañana siguiente decidí ir directamente a ver a Opal. En realidad había decidido hacerlo mucho antes de salir de casa de Elizabeth. Algo de lo que había dicho me había tocado en lo más vivo. En realidad, todo lo que decía me tocaba en lo más vivo. Cuando estaba con ella me volvía como un erizo, quisquilloso y susceptible, como si tuviera todos los sentidos alerta. Lo más divertido del caso es que yo creía que todos mis sentidos ya estaban alerta, pues como amigo íntimo profesional deberían de haberlo estado, pero sentía una emoción que no había experimentado antes y esa emoción era amor. Por descontado yo amaba a todos mis amigos, pero no de este modo, no del modo que me hacía palpitar el corazón cuando miraba a Elizabeth, no de un modo que me hiciera desear estar con ella todo el rato. Y lo bueno era que no quería estar con ella por ella, sino que me di cuenta de que era por mí. Ese amor había despertado en mi cuerpo un grupo de sentidos adormecidos cuya existencia yo desconocía.

Me aclaré la garganta, comprobé mi aspecto y entré en el despacho de Opal. En Aisatnaf no había puertas porque nadie podía abrirlas, pero había otra razón: las puertas actuaban como barreras; eran cosas gruesas y poco gratas que podías utilizar para encerrar a la gente dentro o fuera y nosotros no estábamos de acuerdo con eso.

Optamos por oficinas de planta abierta en aras de una atmósfera más abierta y agradable. Aunque eso era lo que siempre nos enseñaron, últimamente encontraba que la puerta principal fucsia de Elizabeth, con su buzón sonriente, era la puerta más simpática que había visto en la vida, y eso dio al traste con aquella teoría en concreto. Elizabeth hacía que me cuestionara toda suerte de cosas.

Sin siquiera levantar la vista, Opal me llamó.

– Adelante, Ivan.

Estaba sentada a su escritorio vestida de morado como de costumbre y llevaba los rizos de rastafari recogidos en lo alto y sembrados de purpurina, de modo que con cada movimiento su cabeza resplandecía. En cada una de las paredes había fotos enmarcadas de cientos de niños, todos sonriendo felices. Las fotos cubrían incluso los estantes, la mesa de centro, el aparador, la repisa de la chimenea y el alféizar de la ventana. Allí donde mirara había filas y más filas de retratos de personas con quienes Opal había trabajado y compartido amistad en el pasado. Su escritorio era la única superficie despejada y encima sólo había una foto en su marco. El marco llevaba años puesto allí de cara a Opal, de modo que en realidad nadie tuviera ocasión de ver quién o qué salía en la foto. Sabíamos que si se lo preguntábamos nos lo diría, pero nadie había cometido nunca la grosería de preguntar. Porque lo que no necesitábamos saber, no necesitábamos preguntarlo. Hay gente que no capta el meollo de esa cuestión. Puedes mantener un sinfín de conversaciones con la gente, conversaciones profundas, sin ponerte en un terreno demasiado personal. Existe un límite, ¿sabes? Una especie de campo invisible que rodea a las personas y que por instinto sabes que no debes traspasar, y yo jamás lo he cruzado con Opal; ni con nadie más, si a eso vamos. Hay personas que no alcanzan a ver ni eso.

Elizabeth habría aborrecido aquella habitación, pensé echando un vistazo en derredor. La habría vaciado en un instante, dispuesta a quitar polvo y sacar brillo hasta que todo relumbrara con los destellos clínicos de un hospital. Hasta en la cafetería había tenido que disponer la sal, la pimienta y el azucarero formando un triángulo equilátero en el centro de la mesa. Siempre movía las cosas un par de centímetros a la izquierda o a la derecha, adelante y atrás hasta que dejaban de fastidiarla permitiéndole concentrarse de nuevo. Lo más gracioso era que a veces terminaba volviendo a poner las cosas exactamente tal como estaban antes de empezar y entonces tenía que convencerse de que le agradaban de ese modo. Eso decía mucho acerca de Elizabeth.

Pero ¿por qué me puse a pensar en Elizabeth justo entonces? La verdad es que no paraba de hacerlo. En situaciones que no guardaban ninguna relación con ella, me ponía a pensar en ella y ella terminaba siendo parte del guión. De repente me preguntaba qué pensaría, cómo se sentiría, qué haría o diría si estuviera conmigo. Todo era consecuencia de entregar un trozo de tu corazón; acababan por coger todo un pedazo de tu mente y por quedárselo.

En fin; me di cuenta de que, desde que había entrado, me mantenía de pie delante del escritorio sin decir esta boca es mía.

– ¿Cómo has sabido que era yo? -dije por fin.

Opal levantó la vista y esgrimió una de aquellas sonrisas que hacían que pareciera saberlo todo.

– Te estaba esperando.

Sus labios eran como dos grandes almohadones y los llevaba pintados de color púrpura a juego con el vestido. Pensé en lo que había sentido al besar los labios de Elizabeth.