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– Pero si no había pedido cita -protesté. Sabía que, aunque a mí no me faltaba intuición, Opal me daba cien mil vueltas. Volvió a sonreír.

– ¿En qué puedo servirte?

– Pensaba que lo sabrías sin necesidad de preguntármelo -bromeé sentándome en la silla giratoria. Y al recordar la silla giratoria del despacho de Elizabeth, la evoqué a ella, evoqué lo que sentía al abrazarla, reír con ella y oír su entrecortada respiración mientras dormía anoche.

– ¿Recuerdas el vestido que llevaba Caléndula en la reunión de la semana pasada? -pregunté.

– Sí.

– ¿Sabes dónde lo consiguió?

– ¿Por qué, tú también quieres uno? -preguntó Opal con ojos chispeantes.

– Sí -contesté retorciéndome los dedos-. O sea, no -agregué enseguida. Suspiré-. Quiero decir que sí, en realidad. Me gustaría saber dónde puedo conseguir ropa nueva.

¡Ea!, ya lo había soltado.

– Departamento de vestuario, dos pisos más abajo -indicó Opal.

– No sabía que hubiera un departamento de vestuario -dije sorprendido.

– Siempre ha estado ahí-dijo Opal entrecerrando los ojos-. ¿Puedo preguntar para qué lo necesitas?

– No lo sé. -Me encogí de hombros-. Es sólo que Elizabeth, ¿sabes?, es, em, es diferente de todos mis demás amigos. Se fija en esas cosas, ¿sabes?

Opal cabeceó lentamente.

Sentí que debía explicarme mejor. El silencio me hacía sentir violento.

– Verás, Elizabeth hoy me ha dicho que cree que si llevo siempre la misma ropa es porque se trata de un uniforme, o bien porque soy antihigiénico o porque carezco de imaginación. -Suspiré, meditándolo-. Pero si algo no me falta es imaginación.

Opal sonrió.

– Y me consta que no soy antihigiénico -proseguí-. Por eso me puse a pensar en lo del uniforme -me miré de arriba abajo-, y tal vez tenga razón, ¿sabes?

Opal frunció los labios.

– Una de las peculiaridades de Elizabeth es que ella también va de uniforme. Viste de negro, siempre los mismos trajes recatados, su maquillaje no la favorece, lleva el pelo siempre recogido, todo es muy convencional. Trabaja sin parar y se toma su trabajo muy en serio. -Levanté la mirada hacia Opal, pasmado al caer en la cuenta de algo-: ¡Es exactamente como yo, Opal!

Opal permaneció callada.

– Y todo este tiempo he estado llamándola adirruba.

Opal soltó una risita.

– Quería enseñarle a pasarlo bien, a vestirse de otro modo, a maquillarse con gracia, a que cambiara su vida para estar en condiciones de hallar felicidad, pero ¿cómo voy a hacerlo si soy exactamente como ella?

Opal asintió levemente con la cabeza.

– Te comprendo, Ivan. Tú también estás aprendiendo mucho de Elizabeth, eso es evidente. Ella te ayuda a sacar algo de tu interior mientras tú le enseñas toda una nueva forma de vida.

– El domingo estuvimos cazando Jinny Joes -dije en voz baja, corroborando así la teoría de Opal.

Ella abrió un armarito a sus espaldas y sonrió.

– Ya lo sé.

– ¡Vaya, qué bien, ya llegaron! -exclamé con alegría al ver los Jinny Joes que flotaban dentro de un tarro en el armarito.

– También llegó uno de los tuyos, Ivan -anunció Opal con seriedad.

Me puse colorado. Cambié de tema.

– Anoche consiguió dormir seis horas seguidas sin interrupción. Es la primera vez que lo hace.

La expresión de Opal no se dulcificó.

– ¿Te lo ha contado ella, Ivan?

– No, la vi… -Me interrumpí, sin saber qué decir-. Oye, Opal, me quedé a pasar la noche, sólo la sostuve entre mis brazos hasta que se quedó dormida, no ocurrió nada especial. Ella me lo pidió. -Procuré sonar convincente-. Y pensándolo bien, lo hago cada dos por tres con otros amigos. Les leo cuentos, les hago compañía hasta que se duermen y a veces hasta duermo en el suelo junto a sus camas. Lo de Elizabeth no es diferente.

– ¿Ah, no?

No contesté.

Opal cogió su estilográfica rematada con una gran pluma de color púrpura, bajó la vista y reanudó su escritura caligráfica.

– ¿Cuánto tiempo más crees que necesitarás trabajar con ella?

Me quedé de una pieza. El corazón me dio un brinco. Opal nunca me había preguntado eso hasta ahora. Nunca abordábamos un caso como una cuestión de tiempo, siempre era una progresión natural. A veces bastaba con que pasaras un solo día con alguien, otras veces debías dedicarle meses. Cuando tus amigos estaban listos, estaban listos, y nunca antes habíamos tenido que fijar una fecha.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Oh -estaba nerviosa, inquieta-, sólo me lo preguntaba. Como cuestión de interés… Eres el mejor que tengo aquí, Ivan, y simplemente quiero que recuerdes que hay muchas otras personas que te necesitan.

– Eso ya lo sé -contesté con energía. La voz de Opal presentaba toda una gama de tonos que no había oído antes, tonos negativos que lanzaban colores azules y negros al aire y que no me gustaban ni pizca.

– Fantástico -dijo Opal con intencionado y excesivo desenfado-. ¿Puedes entregar esto en el laboratorio de análisis camino del vestuario?

Me alcanzó el tarro de Jinny Joes.

– Claro -cogí el tarro de sus manos. Había tres Jinny Joes dentro, uno de Luke, uno de Elizabeth y un tercero mío. Yacían en el fondo del tarro, descansando de su viaje en el viento-. Adiós -dije a Opal con notable torpeza retirándome del despacho. Me sentía como si acabásemos de discutir, aunque no había sido así.

Crucé el vestíbulo y me encaminé al laboratorio de análisis manteniendo la tapa del tarro bien cerrada para que no pudieran escapar. Cuando llegué a la entrada del laboratorio, Oscar corría de un lado a otro con cara de pánico.

– ¡Abre la trampilla! -me gritó al pasar frente a la puerta con los brazos extendidos y la bata blanca aleteando como la de un personaje de dibujos animados.

Dejé el tarro apartado del peligro y corrí hacia la trampilla. Oscar se precipitó hacia mí y en el último instante saltó hacia un lado engañando así a la cosa que le perseguía para que se metiera derecho en la jaula.

– ¡Ja! -exclamó dando vuelta a la llave y agitándola frente a la jaula. Tenía la frente perlada de sudor.

– ¿Qué bicho es ése? -pregunté acercándome a la jaula.

– ¡Ten cuidado! -gritó Oscar, y di un salto hacia atrás-. Te equivocas al preguntar qué bicho es porque no lo es.

Se secó la frente dándose toques con un pañuelo.

– ¿No es qué?

– Un bicho -contestó-. ¿No has visto nunca una estrella fugaz, Ivan?

– Por supuesto que las he visto. -Rodeé la jaula-. Pero no tan de cerca.

– Por supuesto -repitió Oscar en un tono más bien empalagoso-. Sólo las veis a lo lejos, tan bonitas y brillantes, atravesando el firmamento, y les pedís vuestros deseos. Pero -añadió en tono desagradable- nadie se acuerda de Oscar, que tiene que recoger vuestros deseos de la estrella.

– Lo siento, Oscar, de verdad que lo había olvidado. No sabía que las estrellas fuesen tan peligrosas.

– ¿Cómo? -espetó Oscar-. ¿Creías que un asteroide incandescente, situado a millones de kilómetros y visible desde la Tierra, bajaría disparado hacia mí para darme un beso en la mejilla? En fin, da igual. ¿Qué me has traído? Hombre, genial, un tarro de Jinny Joes. Justo lo que necesitaba después de esa bola de fuego -gritó levantando la voz en dirección a la jaula-, algo que tenga un poco de respeto.

La bola de fuego respondió dando botes, enojada.