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– Yo tampoco -dijo Elizabeth entre dientes con aire de culpabilidad, pensando en su incapacidad para conectar con Luke como lo hacía Edith. Aunque desde que conocía a Ivan había descubierto que le dedicaba más tiempo a su sobrino. Aquella mañana pasada en el campo con Ivan y Luke había marcado el comienzo de una nueva etapa para ella, aunque cuando estaba a solas con Luke todavía no conseguía soltarse. Era Ivan quien lograba que saliera a la luz la parte infantil de sí misma.

Benjamin se puso en cuclillas y apoyó una mano en el suelo polvoriento para equilibrarse.

– Vaya, eso no me lo creo ni en broma. Usted tiene un hijo, ¿no?

– No, no, qué va… -comenzó a decir Elizabeth y luego se calló-. Es mi sobrino. Lo adopté, es verdad, pero si hay algo que no entiendo en este mundo son los niños.

Hoy en día soltaba cualquier cosa cada vez que abría la boca.

Echó de menos a la Elizabeth que sabía mantener una conversación sin desvelar el menor detalle sobre sí misma, pero al parecer de un tiempo a esta parte le habían abierto las compuertas del corazón y las cosas salían corriendo de allí con impulso propio.

– Vaya, pues parecía tener una idea bastante aproximada de lo que quería su sobrino el domingo por la mañana -dijo Benjamín en voz baja, mirándola de otra manera-. Pasé en coche cerca de ustedes mientras correteaban por aquel campo.

Elizabeth puso los ojos en blanco y su piel cetrina se sonrosó.

– Usted y el resto del pueblo, según parece. Pero eso fue idea de Ivan -se apresuró a añadir.

Benjamín se rió.

– ¿Siempre le da todo el mérito a Ivan?

Elizabeth se puso a pensarlo, pero Benjamin no aguardó su respuesta.

– Supongo que en ese caso tendrá que quedarse aquí sentada tal como está y colocarse en el lugar de los chicos. Saque partido a esa imaginación suya tan portentosa. Si fuese un niño, ¿qué le gustaría hacer en esta habitación?

– ¿Aparte de salir y hacerme mayor enseguida?

Benjamin volvió a ponerse de pie.

– ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse en la gran urbe de Baile na gGroíthe? -preguntó Elizabeth enseguida. Calculó que mientras él se quedara allí charlando, ella no tendría que reconocer ante sí misma que por primera vez en su vida no sabía qué hacer con una habitación.

Benjamin, percibiendo las ganas que tenía de conversar, se sentó en el suelo mugriento y Elizabeth tuvo que apartar de su mente la imagen de millones de ácaros del polvo arrastrándose sobre su cuerpo.

– Mi plan es marcharme en cuanto se haya dado la última mano de pintura en las paredes y el último clavo haya sido clavado.

– Salta a la vista que está perdidamente enamorado de este lugar-dijo Elizabeth con sarcasmo-. ¿No le impresionan las despampanantes vistas panorámicas de Ferry?

– Sí, las vistas están bien, pero ya llevo seis meses viendo hermosos paisajes y lo cierto es que me conformaría con poder tomar una taza de café aceptable, poder elegir entre más de una tienda de ropa y poder andar por la calle sin que todos me miren fijamente como si me hubiese escapado de un zoo.

Elizabeth se echó a reír. Benjamin levantó las manos.

– No es con ánimo de ofender ni nada, Irlanda es fantástica, pero no me entusiasman los pueblos pequeños.

– A mí tampoco… -La sonrisa de Elizabeth se desvaneció al pensarlo-. Entonces, ¿de dónde se escapó usted?

– De Nueva York.

Elizabeth sacudió la cabeza.

– No es acento de Nueva York lo que oyen mis oídos.

– No, me ha pillado; soy de un lugar que se llama Haxtun, en Colorado, seguro que lo ha oído mencionar. Es muy conocido por un montón de cosas.

– ¿Por ejemplo?

Benjamin enarcó las cejas.

– Absolutamente nada. Es un villorrio en un terreno semidesértico expuesto a la erosión del viento, un asentamiento estable de buenos granjeros con una población de mil almas.

– ¿No le gustaba aquello?

– No, no me gustaba nada -dijo él con firmeza-. Podría decirse que sufría claustrofobia -agregó con una sonrisa.

– Sé lo que se siente -dijo Elizabeth asintiendo con la cabeza-. Se parece a lo de aquí.

– Es un poco como aquí, sí. -Benjamín miró por la ventana. Entonces se relajó-. Todo el mundo te saluda al pasar. No tienen la más remota idea de quién eres, pero te saludan.

Elizabeth no se había dado cuenta de ello hasta entonces. Imaginó a su padre en el campo, con la gorra sombreándole la cara, levantando el brazo en forma de L a los coches que pasaban.

– Saludan en los campos y por la calle -prosiguió Benjamin-, granjeros, ancianas, niños, adolescentes, recién nacidos y asesinos en serie. Y he estudiado esa costumbre hasta elevarla a la categoría de arte. -Los ojos le chispearon al mirarla-. Los conductores aún te saludan alzando el índice por encima del volante al cruzarte con su coche. Caray, acabarías saludando a las vacas si no fueras con cuidado.

– Y las vacas probablemente te saludarían a su vez.

Benjamin rió a carcajadas.

– ¿Alguna vez ha pensado en marcharse? -preguntó.

– Hice algo más que pensarlo. -La sonrisa de Elizabeth se esfumó-. Yo también me fui a Nueva York, pero tengo compromisos aquí -dijo apartando la vista con rapidez.

– Su sobrino, ¿verdad?

– Sí -contestó Elizabeth en voz baja.

– Bueno, lo de vivir en un pueblo pequeño tiene una cosa buena. Todos te extrañan cuando no estás. Todos se dan cuenta.

Se miraron de hito en hito.

– Supongo que tiene razón -dijo Elizabeth-. Aunque no deja de ser irónico que, con la intención de aislarnos, ambos nos mudáramos a una gran ciudad donde estábamos rodeados por más gente y más edificios de los que habíamos visto jamás.

– Aja. -Benjamin la miraba sin pestañear. Elizabeth fue consciente de que él no veía su cara; estaba absorto en su propio mundo. Y por un momento pareció estar en efecto perdido-. En fin -espetó saliendo del trance-, ha sido un placer volver a conversar con usted, señorita Egan.

Elizabeth se sonrió por su manera de dirigirse a ella.

– Mejor será que me vaya y la deje mirando la pared un rato más. -Al llegar al umbral se detuvo y se volvió-. Ah, por cierto -a Elizabeth se le encogió el estómago-, sin la menor intención de incomodarla, le digo esto del modo más inocente posible. ¿Le apetecería que quedáramos fuera del trabajo? Resultaría agradable conversar con una persona de ideas afines para variar.

– Por supuesto.

Le gustó aquella invitación informal. Nada de expectativas.

– Seguro que conoce los mejores sitios del lugar. Seis meses atrás, estando recién llegado, cometí el error de preguntar a Joe dónde estaba el bar de sushi más cercano. Tuve que explicarle que era pescado crudo, y me indicó el modo de llegar a un lago que queda como a una hora de aquí en coche y me aconsejó que preguntara por un tipo que se llama Tom.

Elizabeth se echó a reír. El sonido de su risa, que últimamente estaba empezando a resultarle familiar, levantó un eco en la habitación.

– Es su hermano, el pescador.

– Pues eso, hasta la vista.

La habitación se quedó vacía otra vez y Elizabeth se enfrentó al mismo dilema. Pensó en lo que Benjamin había dicho a propósito de que usara su imaginación y se pusiera en el lugar de un niño. Cerró los ojos e imaginó el alboroto de niños chillando, riendo, llorando y peleando. El ruido de los juguetes al chocar, el tabaleo de los piececitos en el suelo durante las infantiles carrerillas, los golpes sordos de los cuerpos al caer, un silencio pasmado y luego sollozos. Se vio a sí misma como una niña sentada sola en una habitación, sin conocer a nadie, y de pronto se le ocurrió lo que habría deseado.