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– El día de Jinny Joe fue divertido, ¿verdad?

Luke asintió con la cabeza otra vez.

– Nunca la había visto reír tanto -dijo.

– ¿Te da grandes abrazos y juega a un montón de diversos juegos contigo?

Luke me miró como si fuese una idea absurda y suspiré, preocupado por la pequeña parte de mí que se sentía aliviada.

– Ivan.

– Dime, Luke.

– ¿Te acuerdas de que me dijiste que no podrías quedarte para siempre, que tendrías que irte a ayudar a otros amigos y que por eso no tenía que ponerme triste?

– Sí. -Tragué saliva. Le tenía pavor a ese día.

– ¿Qué os pasará a ti y a tía Elizabeth cuando eso ocurra?

Y entonces me preocupó el dolor que sentía en el centro del pecho cuando pensaba en ello.

Entré en el despacho de Opal con las manos en los bolsillos, luciendo mi camiseta roja nueva y unos vaqueros negros también nuevos. El rojo me sentaba bien aquel día. Estaba enojado. No me había gustado el tono de voz que había empleado Opal al llamarme.

– Ivan -dijo posando la estilográfica adornada con una pluma y levantando la vista hacia mí. Ni rastro de la sonrisa radiante con la que solía recibirme. Se la veía cansada, tenía profundas ojeras y llevaba las trenzas de rastafari sueltas a ambos lados de la cara en vez de recogidas en su peinado habitual.

– Opal -dije a mi vez imitando su tono al tiempo que cruzaba las piernas tras sentarme delante de ella.

– ¿Qué les enseñas a tus alumnos antes de que pasen a formar parte de la vida de su nuevo amigo?

– Hay que ayudar y no entorpecer, apoyar y no oponerse, alentar y escuchar y no…

– No hace falta que sigas. -Levantó la voz interrumpiendo mi salmodia-. Ayudar y no entorpecer, Ivan. -Dejó que las palabras flotaran en el aire-. Le has hecho cancelar una cita para cenar con Benjamin West. Podría haber ganado un amigo, Ivan.

Me miraba fijamente con ojos negros como el carbón. Una pizca más de enojo y se habrían encendido.

– Permíteme recordarte que la última vez que Elizabeth Egan quedó para una cena que no fuera de negocios fue hace cinco años. Cinco años, Ivan -recalcó-. ¿Puedes decirme por qué has deshecho todo eso?

– Porque va sucio y huele mal -dije riendo.

– Porque va sucio y huele mal -repitió Opal haciendo que me sintiera idiota-. Pues deja que ella misma se dé cuenta. No te pases de la raya, Ivan.

Dicho esto bajó de nuevo la vista a su trabajo y continuó escribiendo, agitando la pluma al garabatear con furia.

– ¿Qué está pasando, Opal? -le pregunté-. Dime lo que en realidad está pasando.

Me miró con los ojos llenos de rabia y tristeza.

– No damos abasto, Ivan, y necesitamos que trabajes tan deprisa como puedas y pases a otro caso en vez de hacerte el remolón y destrozar el buen trabajo que ya has hecho. Eso es lo que está pasando.

Aturdido por su reprimenda salí en silencio del despacho. No la creí ni por un instante, pero fuera lo que fuese lo que ocurriera en su vida era asunto suyo. Ya cambiaría de opinión respecto a que Elizabeth cancelara su cena con Benjamin en cuanto viera lo que yo tenía planeado para el veintinueve.

– Ah, Ivan -me llamó Opal.

Me detuve en el umbral y me volví. Sin dejar de concentrarse en lo que estaba escribiendo, Opal me comunicó:

– Necesito que el próximo lunes vengas aquí y te hagas cargo de todo por un tiempo.

– ¿Por qué? -pregunté sin dar crédito a mis oídos.

– Voy a ausentarme unos cuantos días. Necesito que me sustituyas.

Eso no había ocurrido nunca antes.

– Pero si aún estoy en mitad de un trabajo.

– Celebro que sigas llamándolo así -me espetó. Acto seguido suspiró, dejó la estilográfica y levantó la mirada-. Estoy convencida de que la cena del sábado será un éxito tan grande que no será preciso que estés allí la semana siguiente, Ivan.

Su voz sonó tan tierna y sincera que olvidé que estaba enojado con ella y por primera vez entendí que si aquella situación no me atañera le daría la razón.

Capítulo 29

Ivan dio los toques finales a la mesa de la cena, cortó una rama de fucsia silvestre y la puso en un jarroncito en el medio. Encendió una vela y observó la llama danzar en la brisa como un perro que corriera por un jardín pero encadenado a su caseta. Cobh Cúin era tan silencioso como su nombre -que significa Cala del Silencio- daba a entender, habiendo sido bautizado por los lugareños cientos de años atrás sin que nadie hubiese osado llamarlo de otra manera desde entonces. El único sonido era el borboteo del agua que lamía la arena haciéndole cosquillas. Ivan cerró los ojos y se balanceó al ritmo de esa música. Un bote de pesca amarrado al muelle cabeceaba en el mar y golpeaba de vez en cuando el embarcadero añadiendo un tenue son de tambor.

El cielo era azul y comenzaba a oscurecerse a causa de unos jirones de nubes adolescentes que flotaban a la zaga de otras nubes mayores presentes horas atrás. Los astros titilaban brillantes e Ivan les guiñó el ojo; ellas también sabían lo que se avecinaba. Ivan había pedido al cocinero jefe de la cantina del trabajo que le echara una mano en la organización de la velada. Era el mismo cocinero responsable del servicio de comida y bebida para las fiestas que sus amigos íntimos celebraban en los patios traseros de sus casas, pero esa vez se había excedido a sí mismo. Había preparado el festín más exquisito que Ivan pudiera haber soñado. De entrante había foie gras y tostadas cortadas en cuadraditos perfectos, a continuación salmón salvaje irlandés con espárragos al ajillo y de postre una mousse de chocolate blanco con hilos de salsa de frambuesa. El viento cálido del golfo hacía subir los aromas hasta su nariz excitándole las papilas gustativas.

Jugueteó inquieto con la cubertería poniendo en orden todo lo que precisaba ser ordenado, estrechó el nudo de su corbata nueva de seda azul, volvió a aflojarlo, se desabrochó el botón de la chaqueta azul marino y decidió volver a abrocharlo. Había pasado el día entero tan atareado preparándolo todo que apenas se había detenido a pensar en los sentimientos que se estaban despertando en su interior. Echando un vistazo a su reloj de pulsera y al cielo que se oscurecía esperó que Elizabeth acudiera a la cita.

Elizabeth conducía despacio cuesta abajo por la estrecha carretera sinuosa y a duras penas veía más allá del capó en la densa negrura del campo. Flores silvestres y brotes de seto rozaban los costados del coche a su paso. Las luces largas de los faros asustaban palomillas, mosquitos y murciélagos mientras avanzaba en dirección al mar. De súbito las tinieblas se abrieron al salir a un claro y vio el mundo entero extendido a sus pies.

Frente a ella, miles de millas de mar negro refulgían a la luz de la luna. Dentro de la cala había una barquita de pesca amarrada junto a los escalones, y la marea incipiente lamía la arena de un marrón aterciopelado jugueteando con ella. Aunque lo que la dejó sin habla no fue la visión del mar, sino la de Ivan de pie en la playa, vestido con un elegante traje nuevo, junto a una mesita primorosamente puesta para dos en cuyo centro parpadeaba una vela que proyectaba sombras sobre el rostro sonriente de su amigo.

Era una visión arrebatadora, una imagen que su madre le había inculcado en la mente, una escena que le había susurrado entusiasmada al oído describiendo íntimos festines en la playa a la luz de la luna, de tal modo que los sueños de su madre habían pasado a ser los suyos. Y allí estaba Ivan, plantado en el cuadro que Elizabeth y su madre habían pintado tan vividamente y que permanecía grabado en su memoria. Elizabeth entendió la frase de no saber si reír o llorar y por tanto hizo ambas cosas sin ninguna vergüenza.