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– ¿Ves ese grupo de estrellas de ahí? -preguntó Ivan señalando hacia arriba.

Elizabeth siguió la dirección de su mano, avergonzada de haberle hecho cambiar de tema con su aburrida parrafada sobre la familia. Asintió con la cabeza.

– Casi todos los meteoritos de una misma lluvia de meteoritos son paralelos entre sí. Parece que emerjan de un mismo punto del cielo que se llama «el radiante» y que viajan en todas direcciones a partir de allí.

– Ah, ya lo entiendo -dijo Elizabeth.

– No, no lo entiendes. -Ivan volvió la cabeza para verle de frente la cara-. Los astros son como las personas, Elizabeth. Sólo porque parezca que emergen del mismo punto no significa que lo hagan. Eso es una ilusión óptica debida a la perspectiva que genera la distancia. -Y como si Elizabeth no hubiese captado bien el significado, agregó-: No todas las familias se mantienen unidas, Elizabeth. Cada cual avanza en direcciones distintas. Que todos surjamos del mismo punto es una idea falsa, porque el impulso innato de todo ser viviente y toda cosa existente consiste en tomar rumbos distintos.

Elizabeth volvió a mirar el cielo tratando de ver si lo que decía Ivan era cierto.

– Bueno, pues yo habría creído que partían del mismo sitio -dijo en voz baja observando la constante aparición de más estrellas fugaces desde la negrura.

Se estremeció y se arrebujó estrechamente en el chaclass="underline" la arena se iba enfriando con el paso de las horas.

– ¿Tienes frío? -preguntó Ivan, preocupado.

– Un poco -admitió Elizabeth.

– De acuerdo, bueno, la noche es joven -dijo Ivan poniéndose de pie de un salto-. Es hora de entrar en calor. ¿Te importa prestarme las llaves del coche?

– No; a no ser que intentes largarte -bromeó ella al entregárselas.

De nuevo Ivan sacó algo de debajo de la mesa y se lo llevó al coche. Momentos después la música sonaba suavemente saliendo por la puerta abierta del coche.

Ivan comenzó a bailar.

Elizabeth soltó una risita nerviosa.

– Ivan, ¿qué estás haciendo?

– ¡Bailar! -contestó ofendido.

– ¿Qué clase de baile?

Elizabeth tomó la mano que él le tendía y dejó que le ayudara a levantarse.

– Es un zapateado -anunció Ivan danzando en círculos a su alrededor cual bailarín consumado-. Te gustará saber que también lo llaman el baile de la arena, lo cual significa que al fin y al cabo tú madre no estaba tan loca por querer marcarse un zapateado en la arena.

A Elizabeth se le fueron las manos a la boca y los ojos se le llenaron de lágrimas de felicidad al darse cuenta de que estaba cumpliendo un deseo más de la lista de actividades que tanto habían ansiado realizar ella y su madre.

– ¿Por qué estás haciendo realidad los sueños de mi madre? -preguntó escrutándole el rostro en busca de respuestas.

– Para que no huyas como hizo ella para ir en su busca -contestó Ivan cogiéndole la mano-. ¡Vamos, acompáñame!

– ¡No sé hacerlo!

– Sólo tienes que imitarme.

Le dio la espalda y se alejó de ella contoneando las caderas con exageración.

Subiéndose el vestido por encima de las rodillas, Elizabeth mandó a paseo toda su contención y se puso a bailar zapateado sobre la arena a la luz de la luna, riendo hasta que le dolió el estómago y le faltó el aliento.

– ¡Ay, haces que me sienta tan alegre, Ivan! -dijo entrecortadamente al desplomarse en la arena algo más tarde.

– Sólo hago mi trabajo -comentó Ivan sonriendo. Pero en cuanto esas palabras salieron de su boca se le borró la sonrisa y Elizabeth detectó un atisbo de tristeza en aquellos ojos azules.

Capítulo 30

Elizabeth dejó que el vestido rojo se le deslizara hasta los pies y se lo quitó dando un simple paso. Se envolvió con un albornoz seco, se recogió el pelo con horquillas y trepó a la cama con una taza de café que se había traído de abajo. Había deseado que Ivan viniera a la cama con ella esa noche; pese a sus protestas de antes había deseado que la estrechara entre sus brazos sobre la arena misma de la cala, pero parecía que cuanto más atraída se sentía hacia él, más se alejaba Ivan de ella.

Después de contemplar la lluvia de estrellas en el cielo y bailar en la arena, Ivan se había ido encerrando en sí mismo durante el trayecto en coche de regreso a casa. Le había pedido a Elizabeth que se detuviera en el casco antiguo desde donde se iría a su casa, dondequiera que estuviera su hogar. Aún no la había llevado allí ni presentado a sus amigos y familiares. Elizabeth nunca hasta entonces había tenido interés por conocer a las personas que formaban parte de la vida de su compañero. Se decía que mientras fuera feliz con él, resultaba irrelevante que le gustara o dejara de gustar la compañía de quienes le rodeaban. Pero en el caso de Ivan sentía necesidad de ver alguna otra faceta suya. Necesitaba presenciar su relación con otras personas, pues de ese modo se convertiría para ella en un personaje tridimensional. Este tema había sido siempre motivo de discusión entre Elizabeth y sus antiguos compañeros y ahora por fin entendía qué era lo que éstos deseaban.

Cuando Ivan se apeó del coche, Elizabeth arrancó y lo estuvo observando por el retrovisor, intrigada por saber qué dirección tomaría. Después de mirar a derecha e izquierda de la calle, desierta a tan altas horas de la noche, Ivan se encaminó hacia la izquierda en dirección a los montes y el hotel. Sin embargo, tras unos cuantos metros se detuvo, dio media vuelta y avanzó en la dirección opuesta. Cruzó la calle y avivó el paso con aire resuelto hacia Killarney, pero se paró en seco; al cabo, cruzó los brazos sobre el pecho y se sentó en el alféizar de piedra de la ventana de la carnicería.

Elizabeth se dijo que tal vez Ivan no supiera dónde estaba su hogar o que, en caso de saberlo, no sabía cómo regresar allí. Ella conocía esta sensación.

El lunes por la tarde Ivan tuvo que aguardar diez minutos junto a la puerta del despacho de Opal. Se le escapaba la risa al oír cómo Oscar despotricaba ante su jefa. Pero, por entretenida y graciosa que fuese su diatriba, Ivan deseaba que aquella reunión acabase, ya que él había quedado en encontrarse con Elizabeth a las seis. Disponía de veinte minutos. No la veía desde que fueran a contemplar los Delta Acuáridos el sábado por la noche, la mejor noche de su larguísima vida. Había procurado alejarse de ella después de aquello. Había intentado marcharse de Baile na gCroíthe, ocuparse de otra persona que necesitara su ayuda, pero no había podido. No se sentía atraído hacia ninguna otra dirección que no fuese Elizabeth y esa atracción era más fuerte que cualquier otra que hubiera experimentado nunca. Esta vez no era sólo su mente lo que tiraba de él, también lo hacía el corazón.

– Opal -la voz de acento serio de Oscar salió flotando al pasillo-, necesito urgentemente más personal para la semana que viene.

– Sí, lo entiendo, Oscar y ya lo hemos organizado para que Suki te ayude en el laboratorio -explicó Opal con tanta amabilidad como firmeza-. No podemos hacer nada más, de momento.

– Pues con eso no será suficiente. -Oscar estaba que echaba chispas-. El sábado por la noche millones de personas contemplaron los Delta Acuáridos. ¿Sabes cuántos deseos van a llegar disparados aquí durante las próximas semanas? -No aguardó una respuesta y Opal tampoco intentó dársela-. Es un procedimiento peliagudo, Opal, y necesito más ayuda. Por más que Suki sea extremadamente eficiente en el departamento de administración, no está cualificada para efectuar análisis de deseos. O dispongo de más personal profesional o tendrás que buscar un analista de deseos nuevo -dijo bufando. Salió hecho una furia del despacho pasando junto a Ivan y enfiló el pasillo murmurando-: ¡Tantos años de estudio para ser meteorólogo y acabar haciendo esto!