Opal observó cómo el rostro de Ivan mostraba muchas emociones distintas en cuestión de segundos. La confusión y el asombro iniciales dieron paso a la incredulidad y la compasión, y a renglón seguido, en cuanto aplicó las palabras de Opal a su propia situación, apareció el desespero. Arrugó el semblante y palideció, y Opal corrió a su lado para sostenerle al ver que se tambaleaba. Ivan se agarró a ella con fuerza.
– Eso es lo que he estado intentando decirte, Ivan -susurró Opal-. Tú y Elizabeth podéis vivir juntos perfectamente felices en vuestro propio nido sin que nadie se entere, pero te olvidas de que ella celebrará su cumpleaños cada año y tú no.
Ivan comenzó a temblar y Opal estrechó su abrazo.
– ¡Ay, Ivan, de verdad, cuánto lo siento! -dijo-. ¡Cuánto, cuánto lo siento!
Lo meció durante largo rato mientras Ivan no dejaba de llorar.
– Lo conocí en circunstancias muy semejantes a las tuyas con Elizabeth -explicó Opal al cabo de unos minutos, cuando Ivan se hubo serenado.
Estaban sentados en unas butacas de la sala de estar de Geoffrey, el amor de Opal. Él seguía ocupando en silencio su sillón junto a la ventana, mirando a su alrededor, y de vez en cuando le daban unos espantosos ataques de tos que hacían que Opal corriera a su lado con ademán protector.
Mientras relataba su historia Opal retorcía un pañuelo entre las manos, tenía los ojos y las mejillas húmedos y las trenzas de rastafari le caían sobre el rostro.
– Cometí todos y cada uno de los errores que tú has cometido -dijo sorbiendo por la nariz y obligándose a sonreír-, e incluso cometí el que ibas a cometer esta noche.
Ivan tragó saliva.
– Tenía cuarenta años cuando le conocí, Ivan, y permanecimos juntos durante veinte años, hasta que la situación resultó demasiado complicada.
Ivan abrió los ojos y la esperanza volvió a llenarle el corazón.
– No, Ivan. -Opal negó apenada con la cabeza, aunque fue la debilidad de su voz lo que le convenció. De haber hablado con firmeza, Ivan habría respondido del mismo modo, pero aquella voz puso de relieve el dolor de Opal-. No te saldría bien.
No necesitó añadir nada más.
– Parece haber viajado un montón -observó Ivan echando un vistazo a las fotos. Geoffrey delante de la Torre Eiffel, Geoffrey delante de la Torre Inclinada de Pisa, Geoffrey tumbado en la arena dorada de una playa de un país lejano, sonriente y rebosante de salud y felicidad, con edades distintas en cada foto-. Al menos consiguió salir adelante de un modo u otro y tuvo el ánimo de hacer todos estos viajes solo -añadió con una sonrisa alentadora.
Opal le miró confundida.
– Pero yo estaba allí con él, Ivan -dijo Opal arrugando un poco la frente.
– Ah, qué bien. -Ivan estaba sorprendido-. ¿Hiciste tú las fotos?
– No. -Se le demudó el semblante-. Yo también salgo en las fotos. ¿No puedes verme?
Ivan negó lentamente con la cabeza.
– Oh… -dijo Opal estudiándolas y viendo una imagen distinta a lo que veía Ivan.
– ¿Por qué ya no puede verte? -preguntó Ivan observando a Geoffrey coger un puñado de pastillas que engulló con un gran trago de agua.
– Porque ya no soy la que era, cosa que probablemente explique por qué tampoco tú me ves en las fotos. Está buscando a una persona diferente; la conexión que una vez tuvimos se ha desvanecido -contestó Opal.
Geoffrey se levantó de la butaca, esta vez apoyándose en el bastón, y se encaminó de nuevo a la puerta principal.
– Vamos, es hora de irse -dijo Opal levantándose a su vez y dirigiéndose al vestíbulo.
Ivan la miró con aire interrogante.
– Cuando empezamos a vernos yo venía a visitarlo cada tarde de siete a nueve -explicó Opal-, y como no puedo abrir puertas, él solía aguardarme ahí. Lleva haciendo lo mismo cada día desde que nos conocimos. Por eso se negó a vender la casa. Cree que es el único medio que tengo para dar con él.
Ivan observó cómo el viejo cuerpo de Geoffrey se tambaleaba mientras volvía a fijar la mirada en la lejanía, tal vez pensando en aquel día en que habían retozado en la playa o visitado la Torre Eif fel. Ivan no quería que le sucediera lo mismo a Elizabeth.
– Adiós, querida Opal -dijo Geoffrey quedamente con voz ronca.
– Buenas noches, amor mío. -Opal le dio un beso en la mejilla y él cerró los ojos despacio-. Hasta mañana.
Capítulo 32
Me quedó claro. Sabía qué debía hacer a continuación. Tenía que hacer lo que me habían enviado a hacer: que la vida de Elizabeth fuera lo más agradable posible para ella. Sólo que ahora me había involucrado tanto con ella que tendría que ayudarla a curar viejas heridas además de las nuevas que tan estúpidamente le había infligido. Estaba enojado conmigo mismo por estropearlo todo, por haberme abstraído y apartado el ojo de la pelota. El enfado que sentía era más fuerte que el dolor, cosa que me alegraba, porque, con vistas a ayudar a Elizabeth, debía hacer caso omiso de mis propios sentimientos y hacer lo que fuese mejor para ella. Que era lo que tendría que haber hecho de buen principio. Pero así son las lecciones: siempre las aprendes cuando menos te lo esperas o deseas. Tendría tiempo de sobra a lo largo de mi vida para ocuparme del dolor que me causaba perderla.
Había pasado toda la noche caminando, pensando sobre las últimas semanas y sobre mi vida. No lo había hecho nunca, eso de pensar sobre mi vida. Nunca me había parecido necesario para mi propósito, pero me había equivocado. A la mañana siguiente me encontré de nuevo en Fucsia Lane, sentado en el murete del jardín donde había conocido a Luke hacía poco más de un mes. La puerta fucsia volvió a sonreírme y le devolví el saludo. Al menos ella no estaba enojada conmigo; no me cabía duda que Elizabeth lo estaría. Le indignaba que la gente llegara tarde a reuniones de trabajo, por no hablar de las citas para cenar. Yo le había dado plantón. No intencionadamente. No por malevolencia, sino por amor. Imaginad defraudar a alguien porque le amas mucho. Imaginad hacerle daño a alguien, enojarle, hacerle sentir solo y que nadie lo ama porque tú consideras que es lo mejor para él. Todas estas reglas nuevas me estaban haciendo poner en tela de juicio mis aptitudes como amigo íntimo. Me sobrepasaban, eran leyes con las que no me sentía nada a gusto. ¿Cómo iba a enseñar nada a Elizabeth acerca de la esperanza, la felicidad, la alegría y el amor cuando yo mismo no sabía si todavía creía en todas esas cosas? Bueno, sabía que eran posibles, vale, pero la posibilidad trae aparejada la imposibilidad. Una palabra nueva en mi vocabulario.
A las seis en punto la puerta fucsia se abrió y me puse firme como si un maestro hubiese entrado en el aula. Elizabeth salió, cerró la puerta a sus espaldas, echó la llave y bajó por la rampa adoquinada. Se había puesto otra vez el chándal marrón chocolate, el único conjunto informal de su vestuario. Llevaba el pelo recogido atrás sin mucho miramiento, iba sin maquillar y no creo que vuelva a verla tan guapa en toda mi vida. Una mano me alcanzó el corazón y me lo apretó. Me dolió.
Elizabeth levantó la vista, me vio y paró en seco. Su rostro no se iluminó con una sonrisa como de costumbre. La mano que me apresaba el corazón me lo retorció. Pero al menos me veía y eso era lo principal. Nunca hay que subestimar el hecho de que te miren a los ojos, no sabéis lo afortunados que sois. En realidad, al diablo con la suerte, no tenéis ni idea de lo importante que es que te reconozcan, aunque sea con una mirada fulminante. Es cuando te ignoran, cuando miran directamente a través de ti, cuando debes comenzar a preocuparte. Elizabeth por lo general desdeñaba sus problemas; acostumbraba mirarlos por encima del hombro y nunca de hito en hito. Pero resultaba obvio que yo constituía un problema que merecía la pena resolver.