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Anduvo hacia mí con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza alta, los ojos cansados pero determinados.

– ¿Te encuentras bien, Ivan?

Su pregunta me desconcertó. Contaba con que estuviera enojada, con que me gritara y no escuchase ni creyera mi versión de lo ocurrido, igual que en las películas, pero no fue así. Estaba serena, aunque con la furia burbujeando debajo de la superficie, lista para entrar en erupción según lo que yo contestara. Me escrutaba el semblante buscando respuestas que jamás creería.

Me pareció que era la primera vez que me hacían aquella pregunta. En eso iba pensando mientras ella me estudiaba la cara. No, para mí estaba claro como el agua que no me encontraba bien. Estaba crispado, cansado, enojado, ansioso y dolorido, mas no se trataba de una punzada de ansia, sino de un dolor que nacía en mi pecho y se extendía por mi cuerpo y mi cabeza. Era como si mis opiniones y filosofías hubiesen cambiado de la noche a la mañana. Las mismas filosofías que de buena gana había tallado en piedra, recitado y a cuyo son había bailado. Como si el mago de la vida hubiese revelado cruelmente sus cartas ocultas y no hubiese ninguna magia, sólo un mero truco. O una mentira.

– ¿Ivan?

Parecía preocupada. Su rostro se dulcificó, descruzó los brazos dejándolos caer y se acercó levantando la mano para tocarme.

Yo no podía contestar.

– Vamos, ven conmigo.

Me tomó del brazo y salimos de Fucsia Lane.

Caminaron en silencio y se adentraron en la campiña. Los pájaros cantaban a voz en cuello al amanecer, el aire frío y vigorizante les llenaba los pulmones, los conejos brincaban con osadía a través del sendero y las mariposas revoloteaban a su alrededor mientras avanzaban a grandes zancadas por el arbolado. El sol brillaba entre las hojas de los predominantes robles esparciendo luz en sus rostros como si fuese polvo de oro. El rumor del agua se desgranaba junto a ellos mientras el aroma de los eucaliptos refrescaba el ambiente. Finalmente llegaron a un claro donde los árboles extendían las ramas formando un espléndido marco que presentaba con orgullo el lago. Cruzaron un puente de madera, se sentaron en un duro banco tallado y guardaron silencio contemplando los salmones saltar a la superficie del agua para atrapar moscas bajo un sol que ya calentaba.

Elizabeth fue la primera en hablar.

– Ivan, con lo complicada que es la vida, me esfuerzo en hacer las cosas tan simples como sea posible. Sé a qué atenerme, sé lo que voy a hacer, adonde me dirijo y a quién veré cada día. Con lo complicada e imprevisible que es la gente que me rodea, lo que necesito es estabilidad. -Apartó la vista del lago y miró a Ivan a los ojos por primera vez desde que se sentaran-. Y tú -tomó aire-, tú le robas simplicidad a mi vida. Cambias las cosas de sitio y las pones patas arriba. Y a veces me gusta, Ivan. Me haces reír, me haces bailar por las calles y las playas como una loca y haces que me sienta como alguien que no soy. -Dejó de sonreír-. Pero anoche me hiciste sentir como alguien que no quiero ser. Necesito que las cosas sean simples, Ivan -repitió.

Se hizo el silencio entre ellos. Finalmente habló Ivan.

– Siento mucho lo de anoche, Elizabeth. Me conoces: no lo hice con mala intención. -Se interrumpió para dilucidar la conveniencia y el modo de explicar los acontecimientos de la víspera. Resolvió no hacerlo por el momento-. ¿Sabes? Cuanto más intentas simplificar las cosas, Elizabeth, más las complicas. Estableces unas reglas, construyes unos muros, ahuyentas a la gente, te engañas a ti misma y haces caso omiso de sentimientos verdaderos. Eso no es simplificar las cosas.

Elizabeth se atusó el pelo.

– Tengo una hermana desaparecida, un sobrino de seis años al que mimar de quien no sé nada, un padre que lleva semanas sin apartarse de una ventana porque está aguardando el regreso de su esposa, que desapareció hace veinte años. Anoche me di cuenta de que era igual que él, porque estaba sentada en la escalera mirando por la ventana aguardando a un hombre sin apellido que me dice que es de un lugar llamado Aisatnaf, un lugar que ha sido buscado en Internet y en el puñetero atlas al menos una vez al día y que ahora me consta que no existe. -Tomó aire-. Te tengo afecto, Ivan, de verdad, pero en un momento dado me das un beso y al siguiente me das plantón. No sé qué está pasando entre nosotros. Bastante sufro ya con los quebraderos de cabeza que tengo como para ofrecerme a soportar más.

Se restregó los ojos con cansancio. Ambos se sumieron en la contemplación de la actividad en el lago, donde los saltos del salmón rizaban la superficie del agua con un relajante ruido de salpicaduras. Al otro lado del lago una garza real avanzaba silenciosa y hábilmente por la orilla sobre sus patas como zancos. Semejante a un pescador experto, observaba y aguardaba pacientemente el momento oportuno para romper la superficie vítrea del agua con el pico. Ivan no pudo por menos de constatar que en ese momento la tarea de la garza se parecía mucho a la de él.

Cuando te cae un vaso o un plato al suelo se oye un estrépito. Cuando una ventana se hace añicos, una pata de mesa se quiebra o cuando un cuadro se desprende de la pared se oye un chasquido. Pero en lo que al corazón atañe, cuando éste se rompe lo hace en el más absoluto silencio. Dirías que siendo algo tan importante debería hacer el ruido más fuerte del mundo entero, o incluso emitir algún sonido ceremonioso como la vibrante resonancia de un címbalo o el tañido de una campana. Pero guarda silencio y casi deseas que haga un ruido que te distraiga del dolor.

Si hay algún sonido es interno. El corazón grita y sólo lo oyes tú. Es un grito tan fuerte que te zumban los oídos y te duele la cabeza. Se retuerce dentro de tu pecho como un gran tiburón blanco atrapado en el mar; ruge como una osa a la que han arrebatado su osezno. Eso es lo que parece y así es cómo suena, como una enorme bestia que se revuelve presa del pánico en una trampa, rugiendo como si fuese prisionera de sus propias emociones. Pero así es el amor: nadie queda fuera de su alcance. Es tan desaforado como eso, tan vulnerable como una herida en carne viva expuesta al agua salada del mar, pero cuando el corazón se rompe, lo hace en silencio. Sólo gritas por dentro y nadie te oye.

Sin embargo, Elizabeth supo ver mi congoja y yo la suya, y sin necesidad de hablar de ello ambos lo supimos. Había llegado la hora de dejar de andar por las nubes y en cambio mantener los pies en la tierra a la que siempre debimos haber permanecido arraigados.

Capítulo 33

– Tendríamos que regresar a casa-dijo Elizabeth levantándose del banco de un salto.

– ¿Por qué?

– Porque está comenzando a llover.

Miró a Ivan como si fuese un perro verde y pestañeó al caerle otra gota de lluvia en la cara.

– ¿Qué pasa contigo? -Ivan se echó a reír y se acomodó en el banco dando a entender que no tenía intención de moverse-. ¿Por qué siempre entras y sales disparada de los coches y las casas cuando llueve?