– Porque no quiero mojarme. ¡Vamos! -Miró con ansia hacia el relativo cobijo que ofrecían los árboles.
– ¿Por qué no te gusta mojarte? Luego te secas.
– Porque no.
Lo agarró de la mano y tiró para intentar levantarlo del banco. Contrariada al no conseguirlo, dio una patada en el suelo como un niño que no se ha salido con la suya.
– ¿Porque no qué?
– No lo sé. -Tragó saliva-. Nunca me ha gustado la lluvia. ¿Tienes que enterarte de todos los motivos de mis pequeños problemas?
Se protegió la cabeza con las manos para dejar de notar cómo le caía la lluvia encima.
– Hay un motivo para todo, Elizabeth -dijo Ivan extendiendo las palmas para atrapar las gotas de lluvia.
– Bueno, tengo un motivo bastante simple. Retomando el hilo de nuestra reciente conversación, la lluvia complica las cosas. Te moja la ropa, resulta incómoda y al final te produce un resfriado.
Ivan emitió el pitido que en un programa concurso señala una respuesta errónea.
– La lluvia no te produce un resfriado, te lo produce el frío. Esto sólo es un chaparrón y es templado. -Echó la cabeza atrás, abrió la boca y dejó que las gotas cayeran dentro-. Sí, templada y buenísima. Y no me has estado diciendo la verdad, por cierto.
– ¿Qué? -dijo Elizabeth con estridencia.
– Leo entre líneas, oigo entre palabras y sé cuándo un punto y aparte no es un punto y aparte sino más bien un pero -canturreó Ivan.
Elizabeth refunfuñó y se abrazó a sí misma con ademán protector como si le estuvieran arrojando porquería encima.
– Sólo es lluvia, Elizabeth. Mira a tu alrededor -señaló frenéticamente con las manos-. ¿Ves a alguien más corriendo por aquí?
– ¡Aquí no hay nadie más!
– Au contraire! El lago, los árboles, la garza y el salmón, todos empapándose.
Volvió a echar la cabeza atrás y siguió saboreando la lluvia.
Antes de enfilar hacia la arboleda, Elizabeth le largó un último sermón.
– Ten cuidado con esta lluvia, Ivan. No es buena idea bebérsela.
– ¿Por qué?
– Porque podría ser peligrosa. ¿Sabes qué efecto surte el monóxido de carbono en el aire y la lluvia? Podría ser acida.
Ivan se escurrió en el banco agarrándose la garganta y fingió que se asfixiaba. Fue a gatas hasta la orilla del lago. Elizabeth le siguió con la mirada sin dejar de sermonearle.
Ivan hundió la mano en el lago.
– Bueno, aquí dentro no habrá ningún tipo de contaminante mortal, ¿no?
Recogió agua con la mano y se la tiró.
Elizabeth se quedó con la boca abierta y los ojos como platos mientras el agua le goteaba de la nariz. Tendió el brazo y empujó bruscamente a Ivan al lago, echándose a reír al verle desaparecer bajo el agua.
Dejó de reír al ver que no reaparecía.
Comenzó a inquietarse y se acercó a la orilla. El único movimiento eran las ondas causadas por los pesados goterones que caían sobre el lago en calma. Las gotas frías en la cara dejaron de molestarla. Transcurrió un minuto.
– ¿Ivan? -Le temblaba la voz-. Ivan, deja de jugar. Sal inmediatamente.
Se arrimó más y alargó el cuello para tratar de verlo. Canturreó nerviosa para sus adentros y contó hasta diez. Nadie podía aguantar la respiración tanto rato.
La superficie vítrea se quebró y un cohete salió disparado del agua.
– ¡Guerra de agua! -chilló la criatura acuática. La agarró de las manos y la tiró de cabeza al lago. Elizabeth estaba tan aliviada por no haberlo matado que ni siquiera le importó cuando el agua fría le golpeó el rostro y la engulló.
– Buenos días, señor O'Callaghan; buenos días, Maureen; hola, Fidelma; hola, Connor; padre Murphy…
Saludaba con severidad a sus vecinos al cruzar el pueblo aletargado. Silenciosas miradas de asombro la seguían mientras sus zapatillas hacían un ruido como de succión y la ropa le chorreaba.
– Te sienta muy bien ese aspecto -rió Benjamin levantando un tazón de café hacia ella desde detrás de un pequeño grupo de turistas que bailaban, reían y esparcían café por la acera de Joe's.
– Gracias, Benjamin -contestó Elizabeth muy seria siguiendo su camino a través del pueblo con los ojos chispeantes.
El sol bañaba la calle donde aún no había llovido una gota esa mañana y cuyos habitantes observaban, cuchicheaban y reían al paso de Elizabeth Egan, que caminaba con la cabeza bien alta, balanceando los brazos y con un trozo de alga pegado a su cabello enredado.
Elizabeth tiró otro lápiz de colorear al suelo, estrujó la hoja en la que había estado trabajando y la lanzó a través del despacho. No encestó en la papelera, pero le dio igual; que se quedara donde estaba, con las otras diez bolas de papel. Hizo una mueca a su calendario. Una X roja que originalmente señalaba la fecha tope para Ivan, el amigo invisible de Luke que hacía mucho que se había marchado, ahora señalaba el final de su propia carrera. Bueno, quizá se estaba poniendo melodramática: el hotel se inauguraría en septiembre y todo marchaba según lo previsto. Todos los materiales habían llegado a tiempo con sólo los desastres menores de unos pocos pedidos equivocados. La señora Bracken tenía a su equipo haciendo horas extraordinarias para confeccionar almohadones, cortinas y cubrecamas, pero, cosa rara en ella, era la misma Elizabeth quien estaba ralentizando las cosas. No conseguía dar con un diseño para el cuarto de jugar de los niños y estaba comenzando a detestarse por haber mencionado siquiera la idea a Vincent. Andaba demasiado distraída últimamente.
Se sentó en su sitio favorito de la mesa de la cocina y rió para sí al recordar el «baño» que se había dado unas horas antes.
Entre ella e Ivan las cosas eran más insólitas que nunca. Hoy Elizabeth había puesto punto final a su relación y se le había partido el corazón al hacerlo, pero ahí estaba él, todavía con ella en su casa, haciéndola reír como si no hubiese sucedido nada. Pero algo había cambiado, algo inmenso, y notaba su efecto justo en medio del pecho. A medida que transcurría el día se había ido dando cuenta de que nunca se había sentido a gusto con un hombre al que había dado el despido en el plano amoroso, y sin embargo, ahora le ocurría. Ninguno de los dos estaba preparado para más, todavía no, al menos, aunque Elizabeth deseaba con toda su alma que Ivan lo estuviera.
La cena con Benjamin la noche anterior había resultado agradable. Se había sobrepuesto a la aversión que le inspiraban las cenas en restaurantes, la comida en general y la cháchara baladí, y si bien se las arreglaba para aguantar esas cosas con Ivan -a veces llegaban incluso a gustarle-, seguía considerándolas una pesadez. Por más cosas que tuviera en común con Benjamin, a Elizabeth no le gustaba hacer vida social. Conversaron con fluidez y cenaron muy bien, pero Elizabeth no se disgustó cuando todo hubo terminado y llegón la hora de irse a casa. Estaba totalmente abstraída preguntándose sobre su futuro con Ivan.
Las carcajadas de Luke la sacaron de su ensoñación.
Ivan saludó:
– Bonjour, madame.
Elizabeth levantó la vista y vio que Ivan y Luke entraban al invernadero desde el jardín. Ambos sostenían sendas lupas delante del respectivo ojo derecho, que a través de la lente se veía gigantesco. Lucían bigotes pintados con rotulador negro en el labio superior. Ella rompió a reír sin remedio.
– Ah, pejo esto no es cosa de jisa, madame. Tse ha cometido un cjimen.