– ¿Ha perdido la chaveta o qué? -cuchicheó sin bajar la voz una de las mujeres.
– No, más bien al contrario. -Elizabeth notó por su voz que la señora Bracken sonreía-. Diríase que la ha estado buscando a cuatro patas.
Las mujeres produjeron con la lengua nuevos chasquidos de censura y se retiraron murmurando que Elizabeth no era la única que había perdido la chaveta.
Haciendo caso omiso de la mirada fija de Becca y del grito de Poppy «¡Así me gusta!», Elizabeth entró decidida en su despacho y cerró la puerta con suavidad a sus espaldas, dejando todo lo demás fuera. Apoyó la espalda contra la puerta e intentó explicarse por qué temblaba tanto. ¿Qué demonios había surgido en su interior? ¿Qué monstruos habían despertado de su sueño para escapar burbujeando a través de su piel? Inhaló profundamente por la nariz y exhaló despacio contando una, dos y tres veces hasta que sus debilitadas rodillas dejaron de temblar.
Todo había ido bien, por más que resultara embarazoso, mientras caminaba por el pueblo con el aspecto de haberse metido en un bote de pintura de los colores del arco iris. Todo había ido bien hasta que Ivan había dicho algo. ¿Qué había dicho…? Había dicho… Y entonces lo recordó y un escalofrío le sacudió todo el cuerpo.
El pub Flanagan's. Siempre evitaba el pub Flanagan's, le había dicho. No se había dado cuenta hasta que él se lo señaló. ¿Por qué lo hacía? ¿Por Saoirse? No, Saoirse bebía en el pub Camel's Hump, en la carretera de la colina. Se quedó apoyada contra la puerta devanándose los sesos hasta que empezó a marearse. La habitación daba vueltas y decidió que tenía que irse a casa. A su casa, donde controlaba lo que sucedía, quién podía entrar, quién podía salir, donde cada cosa tenía su sitio y todos los recuerdos estaban claros. Necesitaba orden.
– ¿Dónde está tu saco de alubias, Ivan? -preguntó Caléndula mirándome desde su silla de madera pintada de amarillo.
– Bah, ya me he cansado de eso -contesté-. Ahora mi asiento favorito son las sillas giratorias.
– Qué bien -asintió Caléndula con aprobación.
– Opal se está retrasando mucho -dijo Tommy limpiándose con el brazo la nariz que no le paraba de moquear.
Caléndula apartó la vista con asco, alisó su lindo vestido amarillo, cruzó los tobillos y balanceó sus zapatos blancos de charol y los calcetines con volantes tarareando la canción del tarareo.
Olivia hacía punto en su mecedora.
– Estará al caer -dijo con aspereza.
Jamie-Lynn se acercó a la mesa de centro y cogió un bollo de chocolate Rice Krispie y un gran vaso de leche, pero le dio un ataque de tos y se derramó el vaso de leche por el brazo. Ni corta ni perezosa, la limpió a lametones.
– ¿Has estado jugando otra vez en la sala de espera del médico, Jamie-Lynn? -preguntó Olivia fulminándola con la mirada por encima de la montura de sus gafas.
Jamie-Lynn asintió con la cabeza, volvió a toser encima del bollo y le dio otro mordisco.
Caléndula arrugó la nariz con repugnancia y siguió desenredando el cabello de su Barbie con un peinecito.
– Ya sabes lo que te dijo Opal, Jamie-Lynn. Esos sitios están llenos de bacterias. Esos juguetes con los que tanto te gusta jugar son la causa de que estés enferma.
– Ya lo sé -dijo Jamie-Lynn con la boca aún llena-, pero alguien tiene que hacer compañía a los niños mientras esperan la visita del doctor.
Transcurrieron veinte minutos y por fin Opal llegó. Todos cruzaron miradas de preocupación. Parecía como si la sombra de Opal hubiese reemplazado a la auténtica Opal. A diferencia de otras veces, no entró flotando en la sala como una bocanada de aire fresco; era como si a cada paso que diera levantara con los pies pesados cubos de cemento. Los demás se callaron de inmediato al ver la nube de color azul oscuro, casi negro, que entró con ella.
– Buenas tardes, amigos.
La voz de Opal sonaba diferente, como sorda y retenida en otra dimensión.
– Hola, Opal -bisbisearon los presentes con cautela, como si algo más fuerte que un susurro pudiera derribarla al suelo.
Opal les dedicó una tierna sonrisa agradeciendo su apoyo.
– Alguien que ha sido amigo mío durante muchísimo tiempo está enfermo. Muy enfermo. Se va a morir y me da mucha pena perderlo -explicó.
Se oyeron murmullos compasivos. Olivia dejó de mecerse, Bobby dejó de mover adelante y atrás su monopatín, las piernas de Caléndula dejaron de balancearse, hasta Tommy dejó de sorberse los mocos y yo dejé de dar vueltas en mi silla. Aquello era serio y el grupo conversó sobre lo que se siente al perder a un ser querido. Todos lo entendíamos, porque eso ocurría de continuo con los amigos íntimos, y cada vez que ocurría, la tristeza era la misma.
No pude participar en la conversación. Todas y cada una de las emociones que alguna vez había sentido por Elizabeth se juntaron y formaron un atasco en mi garganta, como un corazón palpitante que, al recibir más y más amor a cada momento, se dilata y se hincha de orgullo. El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar, al igual que mi corazón encendido me impedía dejar de amar a Elizabeth.
Hacia el final de la reunión Opal fijó la vista en mí.
– Ivan, ¿cómo van las cosas con Elizabeth?
Todos me miraban. Logré encontrar en mi garganta un agujero minúsculo por el que filtrar algún sonido.
– Le he dado tiempo hasta mañana para que entienda una cosa.
Pensé en el semblante de Elizabeth y el corazón me latió más deprisa y se hinchó, y aquel agujero diminuto en la obstrucción de mi garganta se cerró.
Y sin que nadie estuviera al corriente de mi situación, todos comprendieron que mis palabras significaban «ya queda poco». Por la premura de Opal al recoger sus carpetas dando por concluida la reunión, supuse que ocurría lo mismo en su caso.
Elizabeth daba pesados pasos sobre la cinta sin fin situada de cara al jardín trasero de su casa. Contempló las colinas, los lagos y montes que se extendían delante de ella y se puso a andar más deprisa. Luego arrancó a correr; los cabellos le ondeaban a la espalda, la frente le brillaba, los brazos se movían al compás de las piernas y se imaginaba, tal como hacía cada día, que corría más allá de las colinas, hasta el otro lado del mar, lejos, muy lejos. Al cabo de media hora de estar corriendo sin moverse del sitio se detuvo, salió del pequeño gimnasio jadeando y acto seguido se puso a limpiar, frotando furiosamente superficies que ya resplandecían.
En cuanto hubo aseado la casa de arriba abajo, quitando todas las telarañas y despejando cualquier rincón oscuro y escondido, comenzó a hacer lo mismo con los rincones lóbregos de su mente. Las telarañas y el polvo se habían asentado en ellos y a la sazón ya estaba preparada para librarlos de impurezas. Algo intentaba arrastrarse fuera de aquella oscuridad y ella estaba en disposición de ayudarlo a aparecer. Basta de huir.
Se sentó a la mesa de la cocina y contempló la campiña extendida ante su vista, colinas retozonas, valles y lagos unidos por un fino encaje de fucsia y montbretia. El cielo se ensombrecía más temprano con la llegada de agosto.
Pensó largo y tendido sobre esto y aquello, dejando que lo que la inquietaba tuviera ocasión de salir de las sombras y mostrarse. Era la misma sensación tan fastidiosa de la que huía cuando tumbada en la cama intentaba dormir, la sensación que combatía limpiando la casa con frenesí. Pero ahora estaba sentada a la mesa como una mujer que se rindiera con las manos en alto frente a su propia arma, permitiendo que sus pensamientos la arrestaran. Había sido como un criminal fugitivo que llevase demasiado tiempo huyendo.