Olivia asentía con la cabeza mientras él le hablaba. Cuando Geoffrey se detuvo, se le saltaron las lágrimas y se dispuso a trasladar su mensaje. Entonces Ivan se vio incapaz de permanecer en la habitación.
– Me ha dicho que te dijera que el corazón le ha dolido cada momento que habéis estado separados, querida Opal -anunció Olivia.
Ivan salió de la habitación por la puerta abierta y caminó tan deprisa como pudo por el pasillo en dirección a la calle.
Capítulo 37
En Fucsia Lane, un aguacero golpeaba los cristales del dormitorio de Elizabeth como si llovieran guijarros. El viento comenzó a calentar sus cuerdas vocales preparándose para la noche y Elizabeth, arropada en la cama, retrocedió en el tiempo hasta la vez en que salió a la larga noche invernal en busca de su madre.
Había metido unas pocas cosas en la mochila de la escuela; ropa interior, dos faldas y dos jerséis, el libro que le regalara su madre y su osito de peluche. En la hucha había encontrado 4 libras con 42 peniques y después de ponerse el impermeable encima de su vestido floreado predilecto y de calzarse sus botas de agua rojas salió a la noche fría. Saltó el murete del jardín para evitar que el ruido de la verja alertara a su padre, que por aquel entonces dormía con un ojo abierto, como el perro de la granja. Se mantuvo arrimada a los setos para no ser divisada en medio del camino recto. El viento agitaba las ramas que le rascaban el rostro y las piernas, y los besos mojados de las hojas empapadas le rozaban la piel. Aquella noche soplaba un vendaval terrible que le azotaba las piernas y le hacía escocer las orejas y las mejillas. Arremetía contra su rostro con tanta furia que le cortaba la respiración. En cuestión de minutos tuvo los dedos, la nariz y los labios entumecidos y el cuerpo helado hasta los huesos, pero la perspectiva de ver a su madre aquella noche la hizo seguir adelante. Y adelante siguió.
Veinte minutos después llegó al puente de Baile na gCroíthe. Nunca había visto el pueblo a las once de la noche; era como un pueblo fantasma, oscuro, vacío y silencioso, como si estuviera a punto de ser testigo de algo de lo que jamás iba a decir palabra.
Se dirigió muy nerviosa a Flanagan's sin sentir la acometida del frío, sólo pura euforia ante la emocionante perspectiva de reunirse con su madre. Antes de ver el pub, oyó los sonidos que emergían del local. El Flanagan's y el Camel's Hump eran las únicas casas del pueblo que tenían las luces encendidas. Por una ventana abierta salían flotando las notas del piano, el violín y el badhrán, [4] así como una melodía entonada a voz en cuello entre las risotadas del público y ocasionales gritos y ovaciones. Elizabeth rió para sus adentros; parecía que allí todos lo estaban pasando en grande.
Delante del pub vio aparcado el coche de la tía Kathleen y automáticamente Elizabeth apretó el paso. La puerta de la calle estaba abierta y daba a un pequeño vestíbulo, pero la puerta del pub, con cristales emplomados y todo, estaba cerrada. Elizabeth se detuvo bajo la marquesina para sacudirse la lluvia del impermeable; lo colgó junto a los paraguas en el perchero de la pared. Tenía el negro pelo empapado y la nariz enrojecida le goteaba. La lluvia se las había ingeniado para metérsele en las botas, de modo que las piernas le temblaban de frío y los pies, bañados en agua, producían leves chapoteos con cada paso que daba.
El piano se calló de repente y el jolgorio de los parroquianos sobresaltó a la pobre Elizabeth.
– Venga, Gránnie, canta otra -gritó un hombre con voz pastosa y los demás le aclamaron.
A la niña el corazón le dio un vuelco al oír el nombre de su madre. ¡Estaba dentro! Era una cantante maravillosa. Siempre andaba tarareando por la casa, improvisando para sí misma nanas y canciones infantiles, y por las mañanas a Elizabeth le encantaba quedarse en la cama y escuchar a su madre canturrear por las habitaciones de la casa. Pero la voz que ahora rompió el silencio seguida por los groseros vítores de los borrachos no era la dulce voz de su madre que tan bien conocía.
En Fucsia Lane Elizabeth abrió los ojos de golpe y se incorporó en la cama. Fuera el viento aullaba como un animal herido. El corazón le martilleaba en el pecho; tenía la boca seca y el cuerpo sudoroso. Se destapó de un tirón, agarró las llaves del coche de la mesita de noche, bajó la escalera corriendo, se cubrió los hombros con el impermeable y salió de la casa a toda prisa en busca del coche. Al notar las frías gotas de lluvia recordó por qué detestaba tanto notar que la lluvia le cayera en la cara: le recordaba aquella noche aciaga. Corrió hasta el coche temblando mientras el viento le lanzaba el pelo contra los ojos y las mejillas y al sentarse detrás del volante toda ella ya estaba chorreando.
Los limpiaparabrisas se agitaban frenéticamente mientras conducía por las carreteras oscuras. Al cruzar el puente se encontró frente al pueblo fantasma. Todo el mundo se había encerrado a resguardo del temporal en sus casas y albergues. Aparte del Flanagan's y el Camel's Hump no había vida nocturna. Elizabeth aparcó el coche y se apeó en la acera de enfrente de Flanagan's. Ajena a la lluvia fría se quedó mirando el edificio del otro lado de la calle, recordando. Recordando aquella noche.
Las palabras de la tonada que cantaba la mujer herían la sensibilidad de Elizabeth. Era una canción chabacana, con letra de pésimo gusto que las inflexiones de la cantante hacían aún más obscena. Todas aquellas palabrotas que su padre le había enseñado a no decir eran recibidas con aplausos por aquel hatajo de brutos borrachos como cubas.
Se puso de puntillas para mirar a través del rojo cristal de una ventana emplomada a fin de descubrir a qué espantosa mujer pertenecía la voz ronca que interpretaba tan asquerosa canción. Estaba segura de que su madre estaría sentada con Kathleen, absolutamente indignada.
El corazón se le subió a la garganta y se le cortó la respiración, pues encima del piano de madera estaba sentada su madre, que abría la boca y soltaba todas aquellas palabras repugnantes. Llevaba una falda que Elizabeth no le conocía levantada hasta los muslos y a su alrededor un puñado de hombres la jaleaban con lascivia, bromeando y riendo mientras ella se contoneaba y adoptaba posturas que Elizabeth nunca había visto en ninguna otra mujer.
– Vamos, vamos, chicos, calmaos un poco -gritó el joven Flanagan desde detrás de la barra.
Sin hacerle caso, los hombres siguieron lanzando miradas lujuriosas a la madre de Elizabeth.
– Mamá -lloriqueó Elizabeth.
Elizabeth cruzó despacio la calle hacia el pub Flanagan's; el corazón le latía por lo punzante del recuerdo. Tendió el brazo y empujó la puerta para abrirla. Detrás del mostrador, el señor Flanagan levantó la vista y le dedicó una sonrisa contenida, como si esperara verla.
La pequeña Elizabeth tendió el brazo y con mano insegura empujó la puerta del bar para abrirla. El pelo mojado le goteaba por la cara. El labio inferior le temblaba. Sus grandes ojos castaños recorrieron con pánico el local al ver que un hombre se disponía a tocar a su madre.
– ¡Déjala en paz! -gritó Elizabeth en voz tan alta que en la sala se hizo el silencio. Su madre dejó de cantar y todas las cabezas se volvieron hacia la chiquilla plantada junto a la puerta.
En el rincón donde estaba su madre los borrachos estallaron en risotadas. Las lágrimas asomaron a los aterrados ojos de Elizabeth.