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Por lo general son las madres quienes más charlan conmigo. Sólo que hacen preguntas y no escuchan las respuestas o fingen ante todos los demás que he dicho otra cosa para hacerles reír. Incluso me miran al pecho cuando me hablan como si esperasen que midiera un metro escaso. Y que conste, mido metro ochenta y os aseguro que no hacemos eso de la edad en el sitio de donde procedo; pasamos a existir tal como somos y crecemos espiritualmente más que físicamente. Es nuestro cerebro el que crece. Dejadme señalar que mi cerebro es bastante grande a estas alturas, aunque siempre hay sitio para que siga creciendo. Me dedico a este trabajo desde hace mucho tiempo y se me da bien. Nunca he decepcionado a un amigo.

Los papás siempre me dicen cosas entre dientes cuando creen que no hay nadie escuchando. Por ejemplo, Barry y yo fuimos a Waterford durante las vacaciones de verano y estábamos tumbados en la playa de Brittas Bay y pasó una señora en bikini. El padre de Barry dijo entre dientes «Ésa sí que está buena, Ivan.» Los papas siempre creen que estoy de acuerdo con ellos. Siempre aseguran a mi mejor amigo que les digo cosas como «Es bueno comer verdura. Ivan me ha pedido que te diga que te comas todo el brécol» y otras tonterías por el estilo. Mis amigos íntimos saben de sobra que nunca diría nada semejante.

Pero así es como son los adultos.

Diecinueve minutos y treinta y ocho segundos más tarde Elizabeth llamó a Luke a cenar. Las tripas me hacían ruido y me apetecía un montón la pizza. Seguí a Luke a través del largo vestíbulo hasta la cocina asomándome a cada habitación al pasar. En la casa reinaba un silencio sepulcral y nuestros pasos resonaban. Cada habitación era toda blanca o toda beige, tan impecable que empezó a ponerme nervioso la idea de comer pizza, pues no quería hacer un estropicio. Hasta donde llegué a ver, no sólo no había ningún indicio de que viviera un niño en la casa, sino que no había indicios de que viviera nadie. Le faltaba lo que suele llamarse una atmósfera hogareña. Aun así, la cocina me gustó. El sol la había caldeado y como estaba rodeada de cristal daba la impresión de que estuviéramos sentados en el jardín. Como en una especie de picnic. Me fijé en que la mesa estaba puesta para dos personas, de modo que aguardé a que me dijeran dónde debía sentarme. Los platos eran grandes, negros y relucientes, el sol que entraba por los ventanales arrancaba destellos a la cubertería y las dos copas de cristal reflejaban colores de arco iris encima de la mesa. Había una ensaladera y una jarra de cristal con agua con hielo y limón en medio de la mesa. Todo estaba posado sobre individuales de mármol negro. A la vista de cómo refulgía todo, hasta ensuciar la servilleta daba miedo.

Las patas de la silla de Elizabeth chirriaron contra las baldosas cuando se sentó. Se puso la servilleta en el regazo. Reparé en que se había cambiado y llevaba un chándal marrón oscuro que combinaba con su pelo y le realzaba la piel. La silla de Luke chirrió cuando se sentó. Elizabeth cogió el tenedor y la cuchara gigantes de la ensalada y comenzó a juntar hojas y tomatitos en su plato. Luke la miró y frunció el ceño. Luke tenía un trozo de pizza margarita en el plato. Sin aceitunas. Hundí las manos en los bolsillos y empecé a apoyarme en una y otra pierna con nerviosismo.

– ¿Qué pasa, Luke? -preguntó Elizabeth aliñando su ensalada.

– ¿Dónde está el sitio de Ivan?

Elizabeth se detuvo, cerró con fuerza la tapa de la vinagrera y dejó el tarro otra vez en medio de la mesa.

– Venga, Luke, basta ya de tonterías -dijo en tono desenfadado y sin mirarle. Me constaba que le daba miedo mirar.

– No digo ninguna tontería -replicó Luke frunciendo el ceño-. Has dicho que Ivan podía quedarse a cenar.

– Sí, pero ¿dónde está Ivan? -preguntó Elizabeth procurando que no se le crispara la voz mientras espolvoreaba queso rallado. Me di cuenta de que no quería que aquello se convirtiera en un problema. Lo apartaría de la mente enseguida y ya no se hablaría más de amigos invisibles.

– Está de pie justo a tu lado.

Elizabeth golpeó la mesa con el tenedor y el cuchillo y Luke pegó un bote en la silla. Su tía abrió la boca para hacerle callar, pero la interrumpió el timbre de la puerta. En cuanto salió de la cocina, Luke se levantó de la silla y sacó un plato del aparador. Grande y negro, igual que los otros dos. Sirvió un trozo de pizza en el plato, cogió cubiertos y una servilleta y lo puso todo encima de un individual al lado del suyo.

– Este es tu sitio, Ivan -dijo alegremente, y le hincó el diente a su pizza. Le quedó colgando de la barbilla un trozo de queso fundido. Parecía un cordel amarillo.

A decir verdad, no me habría sentado a la mesa si mi estómago no hubiese estado gritándome que comiera. Me constaba que Elizabeth se pondría fuera de sí, pero si engullía la comida muy deprisa antes de que regresara a la cocina quizá no llegaría a enterarse.

– ¿Quieres que le pongamos aceitunas? -preguntó Luke limpiándose el tomate de la boca con la manga.

Me reí y asentí con la cabeza. Se me hacía la boca agua.

Elizabeth regresó a toda prisa a la cocina justo cuando Luke trataba de alcanzar el estante donde estaban las aceitunas.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó rebuscando en uno de los cajones.

– Cojo las aceitunas para Ivan -explicó Luke-. Le gusta la pizza con aceitunas, ¿recuerdas?

Elizabeth miró hacia la mesa de la cocina y vio que estaba puesta para tres. Se frotó los ojos con ademán cansado.

– Oye, Luke, ¿no te parece que es desperdiciar la comida lo de poner aceitunas en la pizza? No te gustan nada y voy a tener que tirarlas.

– Bueno, no será ningún desperdicio, ya que se las comerá Ivan, ¿verdad, Ivan?

– Desde luego -dije relamiéndome los labios y apretándome la barriga.

– ¿Y bien? -Elizabeth levantó una ceja-. ¿Qué ha dicho?

Luke frunció el ceño.

– ¿Me estás diciendo que tampoco le oyes? -Me miró e hizo girar un dedo junto a la sien, dándome a entender que su tía estaba loca-. Ha dicho que se las comerá todas encantado.

– ¡Qué bien educado! -farfulló Elizabeth sin dejar de rebuscar en el cajón-. Pero más vale que te asegures de que desaparece hasta la última miga, porque de lo contrario será la última vez que Ivan coma con nosotros.

– No te preocupes, Elizabeth, pienso zampármelo todo -le dije justo antes de probar el primer bocado. No quería ni oír hablar de no volver a comer con Luke y su tía otra vez. Elizabeth tenía los ojos tristes, tristes ojos castaños, y yo estaba convencido de que la haría feliz comiéndome hasta la última miga. Comí deprisa.

– Gracias, Colm -dijo Elizabeth cansinamente cogiendo las llaves que le alcanzaba el garda. Dio la vuelta al coche lentamente inspeccionando la pintura con detenimiento.

– No ha habido daños -dijo Colm observándola.

– Al menos no en el coche -respondió Elizabeth intentando hacer un chiste y dando unas palmaditas al capó. Siempre pasaba vergüenza. Como mínimo una vez por semana ocurría alguna clase de incidente que implicaba a los gardaí y, aunque la policía siempre se mostraba profesional y educada ante la situación, ella no podía evitar sentirse avergonzada. En su presencia se esforzaba más de lo acostumbrado para parecer «normal» y así demostrar que no era culpa suya y que no toda la familia estaba chiflada. Limpió las salpicaduras de barro seco con un pañuelo de papel. Colm le sonrió con tristeza.