Oyó que su hija lloraba, la vio abrir la verja chirriante, calada hasta los huesos, y tal como hiciera veinte años atrás tendió los brazos para recibirla con un fuerte abrazo.
– Estoy aquí, no te preocupes -la tranquilizó dándole palmaditas en la cabeza y meciéndola-. Papá está aquí.
Capítulo 38
El día del cumpleaños de Elizabeth, su jardín parecía la escena de la merienda del Sombrerero Loco en el País de las Maravillas. Había dispuesto una mesa larga en medio del jardín decorada con un mantel rojo y blanco. Cubriendo cada centímetro de la mesa había un fabuloso despliegue de fuentes con salchichas de aperitivo, patatas fritas, ganchitos al queso, picos de pan, salsas, emparedados, ensaladas, fiambres y dulces. El jardín estaba podado a conciencia, habían plantado flores nuevas y el aire olía a hierba recién cortada mezclada con el aroma procedente del rincón de la barbacoa. El día era caluroso, el cielo de un azul añil sin una nube a la vista, las colinas de los alrededores de un intenso verde esmeralda, las ovejas que en ellas pastaban parecían copos de nieve y a Ivan le dolía en lo más vivo tener que abandonar un lugar tan hermoso y a la gente que había en él.
Elizabeth salió apresurada de la cocina.
– Ivan, me alegra mucho que hayas venido.
– Gracias. -Ivan sonrió y se volvió para saludarla-. ¡Caramba, estás preciosa! -Se quedó boquiabierto. Elizabeth llevaba un sencillo vestido de verano de lino blanco que realzaba con suma elegancia el tono oliváceo de su piel; lucía la larga melena ligeramente rizada y suelta por encima de los hombros-. Date una vuelta para que te vea bien -dijo Ivan, aún sorprendido por su aspecto. Sus rasgos se habían suavizado y todo en ella parecía más amable.
– Dejé de dar vueltas ante los hombres a los ocho años. Y basta de mirarme embobado, hay mucho que hacer -le espetó ella.
Bueno, quizá no todo en ella fuese más amable.
Elizabeth echó un vistazo al jardín con los brazos en jarras como si estuviera de patrulla.
– Bien, deja que te enseñe cómo lo he organizado.
Agarró a Ivan del brazo y tiró de él hacia la mesa.
– Cuando los invitados entren por la verja lateral vendrán primero aquí. Recogerán las servilletas, platos y cubiertos y continuarán por ahí. -Avanzó sin soltarle el brazo y hablando deprisa-. Cuando lleguen aquí, tú estarás detrás de esta barbacoa en la que asarás lo que elijan de esta selección. -Señaló una mesa auxiliar con fuentes llenas de carne-. La de la izquierda es la carne de soja y la de la derecha la normal. No las confundas.
Ivan abrió la boca para protestar, pero ella levantó un dedo y prosiguió.
– Entonces, después de coger un panecillo, pasarán a las ensaladas. Por favor, fíjate en que las salsas para las hamburguesas son estas de aquí.
Ivan cogió una aceituna y Elizabeth, sin dejar de hablar, le dio una palmada en la mano haciendo que la echara de nuevo al cuenco.
– Los postres están aquí, el té y el café aquí, la leche orgánica en la jarra de la izquierda, la normal en la de la derecha, el aseo entrando por esa puerta a la izquierda y punto. No quiero que vayan de acá para allá por toda la casa, ¿entendido?
Ivan asintió con la cabeza.
– ¿Alguna pregunta?
– Sólo una. -Cogió una aceituna y se la metió en la boca sin darle tiempo a arrebatársela-. ¿Por qué me cuentas todo esto?
Elizabeth puso los ojos en blanco.
– Porque -se secó las manos sudorosas con una servilleta- nunca he dado una recepción como ésta y puesto que tú eres quien me ha metido en este berenjenal, tendrás que ayudarme.
Ivan se echó a reír.
– Elizabeth, lo harás la mar de bien, pero te aseguro que ponerme a cargo de la barbacoa no es una buena idea.
– ¿Por qué? ¿Es que no hacéis barbacoas en Aisatnaf? -preguntó Elizabeth con sarcasmo.
Ivan hizo caso omiso de su comentario.
– Oye, hoy no necesitas reglas ni horarios. Deja que la gente haga lo que quiera, que deambulen por el jardín, que alternen con todo el mundo y que elijan lo que quieran comer por sí mismos. ¿Qué más da si empiezan por la tarta de manzana?
Elizabeth se mostró horrorizada.
– ¿Empezar por la tarta de manzana? -contestó farfullando-. Pero si está en la otra punta de la mesa. No, Ivan, tienes que decirles dónde empieza y acaba la cola. A mí no me dará tiempo. -Se dirigió presurosa hacia la cocina-. Papá, espero que no te estés comiendo todas las salchichas de aperitivo ahí dentro -gritó.
– ¿Papá? -Ivan abrió unos ojos como platos-. ¿Ha venido?
– Sí. -Alzó los ojos como pidiendo paciencia, pero Ivan tuvo claro que era pura comedia-. Menos mal que has estado fuera estos últimos días, pues me he encontrado inmersa en secretos de familia, lágrimas, rupturas y reconciliaciones. Pero vamos progresando.
Se relajó un instante y sonrió a Ivan. Pero cuando sonó el timbre, dio un respingo y se le contrajo el rostro de pánico.
– ¡Cálmate, Elizabeth! -rió Ivan.
– ¡Por la entrada lateral! -gritó Elizabeth al visitante.
– Antes de que lleguen quería hacerte un regalo -dijo Ivan alargando el brazo que tenía escondido detrás de la espalda. Le entregó un paraguas rojo muy grande y Elizabeth arrugó la frente confundida.
– Es para protegerte de la lluvia -explicó Ivan en voz baja-. Te hubiese venido bien la otra noche, supongo.
La frente de Elizabeth se despejó al comprenderlo.
– Es todo un detalle por tu parte, gracias. -Lo abrazó. Levantó la cabeza de golpe-. Pero ¿cómo es que sabes lo de la otra noche?
Benjamin apareció en la verja con un ramo de flores y una botella de vino.
– Feliz cumpleaños, Elizabeth.
Elizabeth giró en redondo y las mejillas se le sonrojaron. No le había visto desde aquel día en la obra después de que Ivan pintara en la pared su presunto amor por él con grandes letras rojas.
– Gracias -contestó Elizabeth yendo a su encuentro.
Benjamin le dio los regalos y Elizabeth se las vio y deseó para sostenerlos sin soltar el paraguas. Benjamin reparó en el paraguas y se rió.
– Creo que hoy no vas a necesitar eso.
– Ah, ¿esto? -Elizabeth se puso aún más colorada-. Es un regalo de Ivan.
Benjamin enarcó las cejas.
– ¿En serio? Se las haces pasar canutas, ¿verdad? Estoy comenzando a pensar que hay algo entre vosotros dos.
Elizabeth no permitió que su sonrisa titubeara. O al menos eso deseó.
– Lo cierto es que anda por aquí. Quizá finalmente podré presentaros como es debido.
Buscó a Ivan con la mirada por el jardín al tiempo que se preguntaba por qué Benjamin siempre la encontraba tan graciosa.
– ¿Ivan?
Elizabeth me estaba llamando.
– Sí -contesté sin dejar de ayudar a Luke a ponerse su sombrero de fiesta.
– ¿Ivan? -llamó Elizabeth otra vez.
– Sííí -dije con impaciencia poniéndome de pie y mirándola. Sus ojos no se posaron en mí, sino que siguieron buscándome por el jardín.
El corazón me dejó de latir; juro que noté cómo se detenía. Respiré profundamente y procuré no dejarme llevar por el pánico.
– Elizabeth -dije con voz tan temblorosa y distante que apenas me reconocí a mí mismo.
No se volvió.
– No entiendo dónde se ha metido -dijo-. Estaba aquí hace un momento. -Parecía enojada-. Se supone que tenía que preparar la barbacoa.