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Lo estaba perdiendo.

En ese momento la vida me pareció tenebrosa. Tan deprimente como la pintura azul cuarteada en las paredes construidas para sostener un edificio.

Geoffrey levantó despacio una mano; saltaba a la vista que estaba haciendo acopio de todas sus fuerzas. Ese movimiento nos sorprendió a todos, puesto que llevaba días sin hablar ni reaccionar a ningún estímulo. Nadie estaba tan asombrado como Opal, quien de repente sintió el roce de su mano en el rostro mientras él le enjugaba las lágrimas. Un contacto después de veinte años. Por fin podía verla. Opal besó aquella mano de grandes dimensiones que abarcó la carita de ella para confortarla en aquel trance hecho de conmoción, alivio y pesar.

Geoffrey emitió el suspiro final, su pecho se hinchó por última vez y se hundió; la mano cayó sobre el lecho.

Opal lo había perdido y me pregunté si ella todavía se diría a sí misma que Geoffrey simplemente había salido adelante.

Justo entonces decidí que debía controlar mi momento final. Tenía que decirle adiós a Elizabeth como era debido, contarle la verdad sobre mí para que no pensara que había huido abandonándola a su suerte. No, eso le habría facilitado demasiado las cosas a Elizabeth; le habría proporcionado una excusa para no volver a amar nunca más. Y ella deseaba amar otra vez. Yo no quería que ella, igual que Geoffrey, aguardara para siempre mi regreso para terminar muriendo como una anciana solitaria.

Olivia me miró con un gesto alentador cuando me levanté y besé a Opal en lo alto de la cabeza. Esta seguía sentada con el rostro hundido en la cama; todavía asía la mano de Geoffrey y gemía tan alto que supe que era el sonido de su corazón al romperse. Hasta que salí al aire frío de la calle no me di cuenta de que estaba llorando a lágrima viva.

Eché a correr.

Elizabeth estaba soñando. Se hallaba en una habitación blanca y vacía por la que bailaba mientras iba rociando y salpicando pintura de diferentes colores a su alrededor. Cantaba la canción que no había sido capaz de quitarse de la cabeza durante los dos últimos meses y se sentía dichosa y libre al brincar por la sala y observar cómo la pintura espesa y pastosa se estrellaba contra las paredes con sonoros plafs.

– Elizabeth -susurró una voz.

Ella siguió dando vueltas por la habitación. Allí no había nadie más.

– Elizabeth -susurró la voz y ella comenzó a mecerse suavemente al bailar.

– ¿Mmm? -contestó de lo más contenta.

– Despierta, Elizabeth. Tengo que hablar contigo -dijo la voz con ternura.

Entreabrió los ojos, vio a su lado el atractivo rostro de Ivan, que parecía preocupado, se frotó la cara con la mano y por un momento ambos se miraron fijamente a los ojos. Ella se deleitó con su mirada, trató de sostenerla, pero perdió la batalla contra el sueño y dejó que los temblorosos párpados se cerraran de nuevo. Estaba soñando, eso lo sabía, pero no podía mantener los ojos abiertos.

– ¿Me oyes?

– Mmm -respondió Elizabeth girando sin cesar.

– Elizabeth, he venido a decirte que tengo que marcharme.

– ¿Por qué? -murmuró un poco adormilada-. Acabas de llegar. Duerme.

– No puedo. Me encantaría, pero no puedo. Debo marcharme. ¿Recuerdas que te dije que esto sucedería?

Sentía el cálido aliento de Ivan en el cuello, olía su piel; fresca y dulce como si se hubiese bañado en arándanos.

– Mmm -contesté-. Aisatnaf -afirmó pintando arándanos en la pared. Después mojó la mano en la pintura y al probarla notó que sabía a zumo de bayas recién exprimidas.

– Algo por el estilo. Tú ya no me necesitas, Elizabeth -dijo Ivan en voz baja-. Ahora vas a dejar de verme. Otra persona va a necesitarme.

Elizabeth le acarició la piel suave y bien rasurada del mentón. Corrió hasta la otra punta de la sala rozando con la mano la pintura roja. Tenía sabor a fresas. Bajó la vista al bote que llevaba en la mano y las vio: un montón de fresas recién recogidas.

– He comprendido una cosa, Elizabeth. He comprendido en qué consiste mi vida y no es tan diferente de la tuya.

– Mmm -respondió Elizabeth sonriendo.

– La vida está hecha de encuentros y separaciones. La gente entra en tu vida a diario, les dices buenos días, les dices buenas noches, algunos se quedan unos minutos, otros se quedan unos meses, algunos un año, otros toda una vida. Pero con todos ocurre lo mismo, os encontráis y os separáis. Estoy muy contento de haberte conocido, Elizabeth Egan; doy las gracias a mi buena estrella por ello. Creo que te he deseado toda mi vida -susurró-. Pero ahora ha llegado el momento de separarnos.

– Mmm -murmuró con voz soñolienta-. No te vayas.

Ahora Ivan estaba con ella en la sala, se perseguían, se arrojaban pintura, se tomaban el pelo. No quería que se marchara; lo estaba pasando en grande.

– Tengo que irme. -Se le quebró la voz-. Compréndelo, por favor.

El tono de su voz hizo que Elizabeth dejara de correr. Dejó caer la brocha, que dejó una mancha roja en la alfombra blanca recién estrenada. Levantó la vista hacia él y vio su rostro transido de pena.

– Te amé en cuanto te vi y siempre te amaré, Elizabeth.

Le dio un beso debajo de la oreja izquierda, tan delicado y sensual que ella deseó que no acabara nunca.

– Yo también te amo -dijo medio dormida.

Pero el beso terminó. Elizabeth miró a su alrededor en la sala salpicada de pintura: Ivan se había esfumado.

Abrió los ojos de golpe al oír su propia voz. ¿Acababa de decir «te amo»? Se apoyó sobre un codo e inspeccionó aturdida el dormitorio.

Pero la habitación estaba vacía. Elizabeth estaba sola. El sol asomaba entre los picos de las montañas, la noche había concluido y empezaba un nuevo día. Cerró los ojos y siguió soñando.

Capítulo 40

Una semana después de aquella madrugada, Elizabeth se encontró limpiando la casa en pijama, arrastrando las pantuflas de una habitación a otra a primera hora del domingo. Se detenía en el umbral de cada pieza, miraba dentro y buscaba… algo, aunque no sabía bien qué. Como ninguna de las habitaciones le daba la solución al enigma siguió deambulando. Más tarde se quedó plantada en el vestíbulo y mientras se calentaba las manos con un tazón de café trató de decidir qué hacer. Por lo general no se mostraba tan lenta y nunca había tenido la mente tan ofuscada, pero lo cierto era que de un tiempo a esa parte muchos aspectos de su carácter ya no eran los de antes.

Tampoco se trataba de que no tuviera cosas que hacer; la casa tenía pendiente la segunda limpieza general de cada semana y aún quedaba por resolver el problema de la sala infantil del hotel, que continuaba inacabada. Aunque el caso era que no estaba siquiera empezada. Vincent y Benjamin habían estado apremiándola toda la semana, y por las noches ella había perdido más horas de sueño de lo habitual, porque simple y llanamente no se le ocurría ningún diseño y, siendo tan perfeccionista como era, no podía comenzarla hasta tener muy claro lo que iba a hacer. Pasarle el muerto a Poppy constituiría un fracaso por su parte. Era una profesional competente, pero ese mes se había vuelto a sentir como una colegiala que despreciara sus lápices y bolígrafos y evitara el ordenador portátil para no tener que hacer los deberes. Buscaba una distracción, una excusa aceptable que la librara por una vez del estúpido bloqueo en el que se encontraba.