Elizabeth apretó la mano contra el claxon como si haciéndolo sonar con insistencia fuese a volatilizar el autocar que tenía delante. Un mar de rostros extranjeros se volvió en la parte trasera del bus para fulminarla con la mirada. Al lado del coche de Elizabeth los parroquianos salían a la calle tras asistir a la misa matutina. Aprovechando el glorioso día soleado formaban grupos en la acera y charlaban poniéndose al corriente de lo acontecido durante la semana. Ellos también se volvieron a mirar el origen del enojado pitido, pero a Elizabeth le dio igual. Hoy se estaba saltando todas las reglas; estaba ansiosa por llegar a Joe's, ya que le constaba que Joe no podría por menos de admitir haberla visto en compañía de Ivan, lo cual pondría fin a aquella broma tan extraña y cruel.
Demasiado impaciente como para aguardar a que los autocares terminaran de cruzarse, se apeó dejando el coche en mitad del tráfico y corrió a la cafetería del otro lado de la calle.
– ¡Joe! -llamó irrumpiendo en el establecimiento. Fue incapaz de evitar que su voz sonara asustada.
– Ah, pero mira quién está aquí, justo la mujer que estaba esperando. -Joe salió de la cocina-. Quería enseñarte mi nueva máquina. Es de primera…
– Ahora no -le interrumpió Elizabeth sin resuello-. No tengo tiempo. Sólo quiero que me contestes a una pregunta, por favor. Seguro que recuerdas haberme visto aquí unas cuantas veces con un hombre, ¿verdad?
Joe miró al techo con aire pensativo, sintiéndose importante.
Elizabeth contuvo el aliento.
– Sí, me acuerdo.
Elizabeth suspiró aliviada.
– Gracias a Dios.
Se rió con cierto histerismo.
– Ahora podrás prestar atención a mi nuevo artefacto -dijo Joe, muy orgulloso-. Es mi flamante cafetera nueva. Hace espressos y capuchinos de ésos y todo. -Cogió una taza de expreso-. Aquí sólo cabrá un chorrito. Esto sí que verdaderamente puede llamarse un «café corto».
Elizabeth se echó a reír. Estaba tan contenta ante las noticias sobre Ivan y el café que habría saltado por encima del mostrador para darle un beso.
– ¿Y dónde está ese hombre? -preguntó Joe tratando de dilucidar cómo preparar un expreso para Elizabeth.
La sonrisa de Elizabeth se desvaneció.
– Pues no lo sé.
– ¿Habrá vuelto a América? Seguro, ¿no vive en Nueva York? La Gran Manzana. ¿No es así como la llaman? La he visto en la tele y qué quieres que te diga, a mí no me parece una manzana ni por asomo.
El corazón de Elizabeth empezó a palpitar más deprisa.
– No, Joe, Benjamin, no. Tú te refieres a Benjamin.
– El tipo con quien viniste a tomar copas aquí varias veces -confirmó Joe.
– ¡No! -El enojo de Elizabeth iba en aumento-. Bueno, sí que lo hice. Pero te hablo del otro hombre que estuvo conmigo aquí. Se llama Ivan. I-v-a-n -repitió lentamente.
Joe hizo una mueca y negó con la cabeza.
– No conozco a ningún Ivan.
– Claro que sí -dijo Elizabeth con convicción.
– Vamos a ver -Joe se quitó las gafas de leer y dejó el manual de instrucciones-, conozco a casi todo el mundo en este pueblo y no conozco a ningún Ivan ni he oído hablar de él.
– Pero, Joe -suplicó Elizabeth-, por favor, haz memoria. -Entonces se acordó-. El día que nos pusimos a derramar café por toda la calle, ése era Ivan.
– Ah. -Ahora Joe lo entendió-. Iba con el grupo de alemanes, ¿no?
– ¡No! -gritó Elizabeth contrariada.
– Bueno, pues ¿de dónde es? -preguntó Joe procurando calmarla.
– No lo sé -contestó ella enojada.
– Bueno, ¿y cuál es su apellido?
Elizabeth tragó saliva.
– Eso… tampoco lo sé.
– Pues ya me dirás cómo quieres que te ayude si no sabes su apellido ni de dónde es. Algo me dice que tú tampoco le conoces muy bien, que digamos. Que yo recuerde te pusiste a bailar dando vueltas ahí fuera como si estuvieras loca. No sé qué te mosca te picó aquel día. Estabas desconocida.
Elizabeth de pronto tuvo una idea, agarró las llaves del coche, que estaban encima de la barra, y salió disparada hacia la calle.
– Oye, ¿no quieres tu cafelito? -gritó Joe cuando Elizabeth desapareció dando un portazo.
– ¡Benjamin! -llamó Elizabeth cerrando de golpe la portezuela del coche y corriendo por la grava hacia él. Benjamin, junto con un grupo de albañiles, estaba encorvado sobre unos documentos extendidos sobre una mesa. Todos se volvieron a mirarla.
– ¿Puedo hablar un momento contigo? -pidió con voz entrecortada mientras el viento que barría la cima de la colina le alborotaba el pelo alrededor del rostro.
– Claro -dijo Benjamin separándose del grupo de hombres silenciosos y conduciéndola a una zona aún más tranquila-. ¿Va todo bien?
– Sí -asintió con escaso aplomo-, sólo quería hacerte una pregunta, ¿te importa?
Benjamin se preparó para escuchar lo que Elizabeth tenía que decirle.
– Tú has conocido a mi amigo Ivan, ¿verdad? -dijo Elizabeth haciendo crujir sus nudillos y apoyándose ora sobre un pie, ora sobre el otro a la espera de su respuesta.
Benjamin se ajustó el casco, estudió el semblante de Elizabeth y aguardó a que ella se echara a reír o le dijera que era broma, pero no vio ninguna chispa maliciosa en sus oscuros ojos llenos de preocupación.
– ¿Es una broma?
Elizabeth negó con la cabeza y se mordió nerviosamente el interior de la mejilla con el ceño fruncido.
Benjamin carraspeó.
– Elizabeth, en realidad no sé qué quieres que diga.
– La verdad -dijo ella enseguida-, quiero que me digas la verdad. Bueno, quiero que me digas que le has visto, pero quiero que sea cierto, ¿entiendes? -Tragó saliva.
Benjamin escudriñó su rostro un rato más y finalmente negó despacio con la cabeza.
– ¿No? -preguntó Elizabeth en voz baja.
Benjamin volvió a hacer un gesto negativo.
Los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas y miraron hacia otra parte.
– ¿Estás bien? -Benjamin quiso tocarle el brazo, pero ella se apartó-. Di por sentado que se trataba de una broma -dijo Benjamin con ternura, un tanto confundido.
– ¿No le viste en la reunión con Vincent?
Él negó con la cabeza.
– ¿En la barbacoa de la semana pasada?
Otra negativa.
– ¿Paseando por el pueblo conmigo? ¿En el cuarto de jugar el día en que esa… esa… cosa estaba escrita en la pared? -preguntó esperanzada con la voz cargada de emoción.
– No, lo siento -contesto Benjamin con amabilidad procurando disimular su confusión tan bien como podía.
Elizabeth volvió a apartar la vista, le dio la espalda para ponerse de cara al paisaje. Desde allí arriba se alcanzaba a ver el mar, las montañas y el cuidado pueblecito enclavado en el seno de las colinas.
Finalmente habló.
– Era tan real, Benjamin.
Benjamin no supo qué decir y optó por permanecer callado.
– ¿Te ha ocurrido sentir una presencia junto a ti? ¿Y aunque no todo el mundo crea en esa persona tú sabes que está ahí?
Benjamin reflexionó un instante y asintió, comprensivo.
– Mi abuelo falleció y estábamos muy unidos. -Pateó la gravilla, algo cohibido-. Mi familia nunca terminó de creerlo, son bastante escépticos, pero a veces yo sabía que él estaba conmigo. ¿Conocías bien a Ivan?