– No tan bien como él a mí.
Elizabeth rió quitándole importancia. Sorbió por la nariz y se enjugó las lágrimas.
– ¿Entonces era una persona real? ¿Ha fallecido hace mucho? -preguntó Benjamin cada vez más desconcertado.
– Yo creía tanto en él… No sabes cuánto me ha ayudado estos últimos meses. -Se calló de nuevo y contempló el panorama-. Yo odiaba este pueblo, Benjamin. -Una lágrima le resbaló por la mejilla-. Odiaba cada brizna de hierba de cada colina, pero él me enseñó muchas cosas. Me enseñó que no era el pueblo el que tenía la responsabilidad de hacer que yo fuera feliz. No es culpa de Baile na gCroíthe que yo no encaje aquí. No importa el lugar donde estés porque lo que cuenta es dónde está tu mente -se dio unos golpecitos en la sien-. Lo que cuenta es el otro mundo que habitamos: el mundo de los sueños, la esperanza, la imaginación y los recuerdos. Y ahora soy feliz aquí arriba -volvió a tocarse la sien-, por eso también soy feliz aquí. -Extendió los brazos abarcando el paisaje que los rodeaba. Cerró los ojos y dejó que el viento le secara las lágrimas. Su rostro se había dulcificado cuando se volvió hacia Benjamin-. Simplemente he pensado que era importante que precisamente tú lo supieras.
Sin añadir nada más se encaminó despacio hacia el coche.
Apoyado contra la vieja torre, Benjamin la siguió con la vista. No había llegado a conocer a Elizabeth tan bien como le hubiese gustado, pero tenía la impresión de que ella le había dejado entrar en su vida más que al resto de la gente. Y él había hecho otro tanto. Habían conversado lo suficiente como para que él constatara lo semejantes que eran. La había visto madurar y cambiar y ahora su inestable amiga se había estabilizado. Fijó la mirada en el paisaje que Elizabeth había estado viendo durante tanto tiempo y por primera vez en todo el año que llevaba allí abrió los ojos y lo vio.
De madrugada, Elizabeth se incorporó en la cama, completamente despierta. Echó un vistazo a la habitación, vio la hora, las cuatro menos cuarto, y cuando habló en voz alta para sí su voz sonó firme y confiada.
– Podéis iros todos al cuerno. Yo sí creo.
Se destapó de un tirón y saltó de la cama imaginando que Ivan lo celebraba riendo a carcajadas.
Capítulo 43
– ¿Dónde está Elizabeth? -siseó enojado Vincent a Benjamin tratando de que no le oyera la muchedumbre reunida para la inauguración del hotel.
– Todavía está en el cuarto de los niños.
Benjamin suspiró con la sensación de que el muro de aprensión que había ido creciendo durante la última semana por fin se había solidificado y se asentaba pesadamente sobre sus doloridos hombros.
– ¿Todavía? -gritó Vincent, y unas cuantas personas se volvieron dejando de escuchar el discurso que alguien estaba pronunciando en los jardines del hotel. Un político del municipio de Baile na gCroíthe había acudido para la apertura oficial del establecimiento y los oradores se sucedían junto a la torre que desde hacía más de mil años se erguía en lo alto de la montaña. La multitud no tardaría en deambular por el hotel inspeccionando una habitación tras otra para admirar el trabajo realizado, y los dos hombres aún no sabían qué estaba haciendo Elizabeth en el cuarto de jugar. La última vez que tanto uno como otro habían entrado en él era cuatro días atrás y entonces seguía siendo una tela en blanco.
Elizabeth prácticamente no había salido de esa habitación en los últimos días. Benjamin le había llevado bebidas y bocadillos de una máquina expendedora. Ella los recogía precipitadamente en la puerta para acto seguido cerrarla otra vez. Benjamin no tenía ni idea de cómo estaba quedando el interior y había pasado una semana infernal tratando de calmar el nerviosismo de Vincent. Hacía ya tiempo que a éste no le seducía la extravagancia de Elizabeth consistente en hablar con una persona invisible. Jamás se había encontrado en la situación de inaugurar un edificio mientras aún se estaba trabajando en alguna habitación, cosa que resultaba ridícula y extremadamente poco profesional.
Los discursos por fin concluyeron, los asistentes aplaudieron con cortesía y pasaron al interior, donde inspeccionaron el nuevo mobiliario inhalando el olor a pintura fresca mientras escuchaban las explicaciones de la azafata que guiaba la visita.
Vincent no cesaba de soltar palabrotas en voz alta, para disgusto de los padres, que le lanzaban miradas de enojo. Habitación tras habitación se iban acercando al cuarto de jugar. Benjamin casi no podía soportar el suspense y andaba de allá para acá detrás del gentío. Entre la multitud reconoció al padre de Elizabeth, apoyado en su bastón con aire aburrido, y a su sobrino acompañado de la niñera. Rogó a Dios que Elizabeth no los defraudara. A juzgar por la última conversación que mantuvo con ella en lo alto de la colina creía que a la hora de la verdad no les fallaría. Al menos eso esperaba. Tenía previsto tomar el avión para regresar a su pueblo natal en Colorado la semana siguiente y no estaba dispuesto a solucionar ningún problema que retrasara la obra. Por una vez pondría su vida personal por delante de su trabajo.
– Atención, niños y niñas -dijo la azafata como si estuviera en un episodio de Barney el Dinosaurio-, la habitación que vamos a ver ahora está dedicada a vosotros, de modo que, papás y mamás, por favor abran paso a sus hijos porque ésta es una habitación muy especial.
Se oyeron exclamaciones extasiadas, risas y susurros de emoción mientras los niños soltaban las manos de sus padres; unos se adelantaron con timidez, otros corriendo con arrojo a ponerse en primera fila. La azafata hizo girar el picaporte, pero la puerta no se abrió.
– Dios santo -farfulló Vincent tapándose los ojos con la mano-, estamos arruinados.
– Esto…, aguardad un instante, niños -dijo la azafata mirando de manera inquisitiva a Benjamin.
Este se encogió de hombros y negó con la cabeza.
La azafata probó la puerta otra vez, pero fue en vano.
– A lo mejor hay que llamar -gritó un niño y algunos padres rieron.
– ¿Sabéis qué? Es una idea muy buena.
La azafata les seguía el juego, ya que no sabía qué hacer.
Llamó una vez a la puerta y de repente ésta se abrió desde dentro. Los niños comenzaron a entrar arrastrando los pies.
El silencio era absoluto y Benjamin se tapó la cara con las manos. Estaban metidos en un buen lío.
De pronto un niño soltó un «¡Uau!» y uno por uno los callados y atónitos chiquillos comenzaron a gritarse unos a otros con excitación: «¡Mira eso!, ¡Mira aquello de allí!»
Los niños no salían de su asombro. Sus padres los siguieron y Vincent y Benjamin se miraron sorprendidos al oír similares susurros de aprobación. Poppy se quedó en el umbral recorriendo la habitación con la mirada, boquiabierta y absolutamente pasmada.
– Déjenme ver esto -dijo Vincent con grosería abriéndose paso entre la gente. Benjamin fue tras él y lo que vio una vez dentro le dejó sin habla.
Las paredes de la gran habitación estaban cubiertas por enormes murales pintados con espléndidos estallidos de color. Cada uno representaba una escena distinta. A Benjamin una de ellas en concreto le resultó familiar: tres personas saltando alegremente en un prado de hierba alta, con los brazos extendidos, radiantes sonrisas en sus rostros y el pelo ondeando al viento mientras trataban de atrapar…