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– Bueno, Ivan también tiene muchas ganas de conocerte.

Elizabeth puso los ojos en blanco y corrió a quitarle el teléfono a Luke antes de que dijera más sandeces. Bastante confundido estaba ya su padre a veces como para tener que explicarle la existencia, o mejor la inexistencia, de un niño invisible.

– Hola -dijo Elizabeth tras apoderarse del teléfono. Luke regresó a la cocina arrastrando los pies. El ruido hizo que Elizabeth volviera a sentirse irritada.

– Elizabeth -dijo la voz seria y formal de su padre con un marcado acento de Kerry-, acabo de llegar a casa y me he encontrado a tu hermana tendida en el suelo de la cocina. Le he dicho que se fuera al diablo, pero no logro averiguar si está muerta o no.

Elizabeth suspiró.

– No tiene gracia. Y resulta que mi hermana es tu hija, ¿vale?

– Bah, no me vengas con ésas -replicó su padre con desdén-. Me gustaría saber qué piensas hacer con ella. Aquí no puede quedarse. La última vez soltó los pollos del gallinero y me pasé un día entero haciéndolos volver. Y tal como tengo la espalda y la cadera, ya no estoy para esos trotes.

– Lo entiendo, pero aquí tampoco puede quedarse. Altera a Luke.

– El niño no sabe lo suficiente sobre su madre como para alterarse. La mitad del tiempo ella ni siquiera recuerda que lo trajo al mundo. No tienes por qué cargar tú sola con él, ¿sabes?

Elizabeth se mordió la lengua enfurecida. Decir la mitad del tiempo era ser muy generoso.

– Aquí no puede venir -dijo Elizabeth con más paciencia de la que creía tener-. Antes ha aparecido por aquí y ha vuelto a llevarse el coche. Colm me lo ha traído hace nada. Esta vez la cosa va en serio. -Inspiró profundamente-. La han detenido.

Su padre guardó silencio un momento y chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

– Tanto mejor. Esta experiencia le hará un bien inmenso. -Se apresuró a cambiar de tema-. ¿Por qué no has ido a trabajar hoy? Nuestro Señor dispuso que sólo descansáramos los domingos.

– Esa es la cuestión, precisamente. Hoy era un día sumamente importante para mí en el trab…

– Vaya, tu hermana ha regresado al mundo de los vivos y está fuera intentando liberar a las vacas. Di al pequeño Luke que venga el lunes con su amigo nuevo. Le mostraremos la granja.

Se oyó un chasquido y se cortó la comunicación. Hola y adiós no eran la especialidad de su padre; todavía creía que los teléfonos móviles eran una especie de tecnología futurista alienígena diseñada para confundir a la raza humana.

Elizabeth colgó el teléfono y regresó a la cocina. Luke estaba sentado solo a la mesa apretándose la barriga con ambas manos y riendo histéricamente. Elizabeth tomó asiento y continuó comiendo su ensalada. No era el tipo de persona a quien interesaba la gastronomía; sólo comía porque había que hacerlo. Las veladas basadas en una prolongada cena la aburrían y nunca tenía demasiado apetito, pues siempre andaba muy preocupada por algo o tan excitada que le resultaba imposible estarse sentada y comer. Echó un vistazo al plato que tenía justo delante y para su sorpresa vio que estaba vacío.

– ¿Luke?

Luke dejó de hablar consigo mismo y la miró.

– ¿Seee?

– Sí -corrigió Elizabeth-. ¿Qué ha pasado con el trozo de pizza que había en ese plato?

Luke miró el plato vacío, volvió a mirar a Elizabeth como si estuviera loca y engulló un bocado de su pizza.

– Se la ha comido Ivan.

– No hables con la boca llena -le reconvino Elizabeth.

Luke escupió el trozo de pizza en el plato.

– Se la ha comido Ivan -repitió, y se puso a reír histéricamente una vez más al ver en el plato la masa que había tenido en la boca.

A Elizabeth comenzó a dolerle la cabeza. ¿Qué mosca le había picado a su sobrino?

– ¿Y las aceitunas?

Percibiendo su enojo, Luke aguardó a tragarse el resto del bocado antes de hablar.

– También se las ha comido. Ya te he dicho que le encantan las aceitunas. El abuelo quería saber si podría cultivarlas en la granja -agregó Luke enseñando las encías al sonreír.

Elizabeth le devolvió la sonrisa. Su padre no sabría qué era una aceituna aunque ésta se le aproximara caminando y se presentara a sí misma. No sentía ninguna inclinación especial por los alimentos «novedosos»; lo más exótico que comía era arroz y en tales ocasiones se quejaba de que los granos eran demasiado pequeños y que mejor le iría dar cuenta de «una patata desmenuzada».

Elizabeth suspiró mientras tiraba los restos de comida de su plato a la basura, no sin antes haber revuelto los desperdicios para ver si Luke había tirado la pizza y las aceitunas. Ni rastro. Luke solía tener más bien poco apetito y se las veía y deseaba para terminarse un trozo grande de pizza, no digamos ya dos. Elizabeth supuso que la encontraría enmohecida al cabo de unas semanas, escondida en la parte trasera de algún armario. Pero si se la había comido toda él, seguro que se pasaría la noche vomitando y Elizabeth tendría que limpiar el desaguisado. Otra vez.

– Gracias, Elizabeth.

– No hay de qué, Luke.

– ¿Eh? -dijo Luke asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

– Luke, te lo he repetido mil veces, se dice perdón, no eh.

– ¿Perdón?

– He dicho «no hay de qué».

– Pero si todavía no te he dado las gracias.

Elizabeth metió los platos en el lavavajillas y estiró la espalda. Se frotó la parte baja de su dolorida columna vertebral.

– Sí que lo has hecho. Has dicho «gracias, Elizabeth».

– No lo he hecho -insistió Luke torciendo el gesto.

Elizabeth no quería perder los estribos.

– Luke, ya basta de jueguecitos, ¿de acuerdo? Hemos tenido un almuerzo la mar de divertido, ahora mejor dejas de fingir. ¿Vale?

– No. Ha sido Ivan quien te ha dado las gracias -replicó Luke enojado.

Elizabeth sintió un escalofrío. Aquello no le estaba haciendo ninguna gracia. Cerró con un sonoro golpe la puerta del lavavajillas, demasiado disgustada hasta para contestar a su sobrino. ¿Por qué no podía ponérselo fácil, aunque sólo fuese por una vez?

Elizabeth pasó presurosa junto a Ivan con una taza de expreso en la mano y el olor a perfume y café llenó la nariz del chico. Se sentó a la mesa de la cocina con los hombros caídos y apoyó la cabeza en las manos.

– ¡Ven ya, Ivan! -llamó Luke desde el cuarto de jugar-. ¡Esta vez te dejaré ser La Roca!

Elizabeth gimió quedamente para sus adentros.

Pero Ivan no se podía mover. Sus zapatillas Converse azules estaban pegadas al mármol del suelo de la cocina.

Elizabeth le había oído decir gracias. Lo sabía.

Ivan fue paseando lentamente ante ella para ver si advertía algún indicio de reacción ante su presencia. Chascó los dedos junto a la oreja de Elizabeth, dio un paso atrás y la observó. Nada. Dio palmas y pateó el suelo. El ruido resonaba muy alto en la gran cocina, pero Elizabeth siguió sentada en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Ninguna reacción.

Pero ella había dicho «no hay de qué». Después de todos sus esfuerzos por hacer ruido a su alrededor, Ivan se quedó confundido al ver cuánto le desilusionaba que no notara su presencia. Al fin y al cabo, ella era un «padre» y ¿a quién le importaba lo que pensaran los padres? Se plantó detrás de ella y le miró la coronilla preguntándose qué ruido podría hacer a continuación. Suspiró profundamente y soltó un bufido al exhalar el aire.